DESINHIBICIÓN Y POLÍTICA ESPAÑOLA
El hoy justamente olvidado Spiro Agnew, vicepresidente de los Estados Unidos con Richard Nixon entre 1969 y 1973, fue un precursor de Donald Trump. Ya antes de su llegada a la vicepresidencia, Agnew se había distinguido como polemista estridente y sectario. Sus ataques vitriólicos a la izquierda norteamericana entusiasmaban a una gran parte de los votantes republicanos. Sin embargo, aquella época era distinta de la actual en un punto clave. Así lo puso de manifiesto el reportaje televisivo que un periodista hizo sobre la figura de Spiro Agnew. Tras entrevistar en un bar de Baltimore a varios de sus partidarios, el periodista les preguntó si votarían a Agnew como presidente. Se hizo un silencio y al final uno dijo, lleno de buen sentido: “No, porque no querría que el presidente de los Estados Unidos dijera las cosas que yo digo después de beber unas cuantas cervezas”.
En efecto, en aquella época se entendía que el exceso y el radicalismo debían quedar fuera de la corriente principal de la política. A los grandes líderes políticos no se les podía consentir desinhibiciones y desahogos, por mucha satisfacción que tales extremos pudieran dar a los militantes más aguerridos de sus partidos. La moderación en el fondo y en la forma y la búsqueda del consenso eran de rigor. No en vano, consenso y moderación fueron dos conceptos fundamentales de la Transición española a la democracia. Y no se trataba de fórmulas retóricas y huecas, sino de principios activos que influían poderosamente en la convivencia de los protagonistas políticos.
Contaba Gregorio Peces-Barba que, estando él en un grupo donde había varios diputados socialistas y también uno de UCD, llegó Enrique Tierno Galván. Peces-Barba, en broma, le advirtió: “Tenga usted cuidado con lo que dice, que este es de la UCD”. El viejo profesor, con más verdad que ironía, le contestó: “Hace usted bien en avisarme, porque yo a ustedes no los distingo bien a unos de otros”. Aunque quizás involuntario, no pudo haber mejor elogio de los efectos reales y benéficos del consenso. No había en aquella no tan lejana España bandos irreconciliables, que se reconocieran como enemigos con solo avistarse, sino adversarios en leal competencia política y plenamente conscientes de lo mucho que compartían.
Pues bien, como el lector sabe, las cosas han cambiado, a peor, en España, en Estados Unidos y en muchos otros países. Las corrientes populistas llevan años recorriendo los caminos del desenfreno, que a veces es puramente verbal y otras va más allá. Al responsable político ya no se le veda la desinhibición. Al contrario, en ocasiones parecería que se le exige. De este modo, las posiciones moderadas de los líderes del centro-derecha español se vienen denigrando desde la derecha con adjetivos y diminutivos característicamente despectivos. Algunas críticas injustas que se han dirigido a Mariano Rajoy se deben precisamente a su moderación. No recuerdo, en cambio, que recibiera en su momento todos los elogios que mereció por su admirable autocontrol cuando un energúmeno le propinó un puñetazo. Ni siquiera en aquel momento tuvo Rajoy una reacción iracunda, prueba irrefutable de la serenidad de su carácter, elemento que no tiene precio en un jefe de gobierno.
La moderación y la búsqueda del consenso ya no son valores predominantes en nuestro actual panorama político. No es necesario recordar que el Gobierno de Cataluña vive dedicado a perpetuar la división hemipléjica y paralizante de la sociedad catalana. En el ámbito nacional, el consenso en materia territorial desapareció hace largo tiempo con efectos nocivos de todos conocidos. En el momento presente, la mayoría gobernante impulsa una iniciativa legislativa que busca en el pasado los instrumentos de percusión que le permitan acrecentar aún más las divisiones que surcan la coyuntura política española. A los promotores del proyecto de ley y de sus enmiendas no les interesa la historia. No se trata de restañar las heridas del pasado, que eso ya lo hizo la Transición, como prueba la anécdota de Peces-Barba y miles de otras que todos los que vivieron aquellos años podrían contar. No, se trata de ahondar las heridas del presente, de contentar a los radicales y de atizar la hoguera de las pasiones políticas, con la esperanza de ganar una apuesta que lo es al todo o nada.
¿Hay algún motivo para la esperanza a la vista de este panorama? Claro que sí. En primer término, están las instituciones constitucionales, y muy en especial la Corona, a la que precisamente corresponde el poder moderador. Luego está nuestra pertenencia a la Unión Europea.
En otro lugar he escrito sobre la idea de Europa como una suerte de ‘super-yo’, cuya invocación ha sido útil para moderar tendencias que aparecían a la vez como atávicamente hispánicas y perjudiciales para la convivencia exitosa entre españoles. Sigo convencido de la utilidad de ese ‘super-yo’, encarnado en las instituciones de la Unión Europea, cada vez más dispuestas a atajar toda suerte de descarríos de los Estados miembros. Por último, y sobre todo, están los españoles. Un agudo estudioso inglés de la vida española ha observado recientemente, con motivo de su jubilación, que el pueblo español no se ha radicalizado en la misma medida que lo han hecho sus dirigentes.
Es verdad que nuestros conciudadanos, incluso después de tomarse varias cervezas, no dicen los mismos disparates que en ocasiones dicen sus representantes políticos. En este sentido, se diría que el espíritu constitucional de 1978 vive mejor en la ciudadanía que en los poderes del Estado, lo que no puede asombrar a los que saben que la Constitución es sobre todo una organización de las fuerzas sociales en torno a una serie de principios.
Lo que haría falta es que los ciudadanos supiéramos trasladar ese estado de ánimo a la clase política, de modo que las siguientes elecciones no se aborden como un choque de órdagos a la grande, sino como una decisión del cuerpo electoral, sin duda importante, pero que en todo caso deja incólumes las bases fundamentales del orden político y de la paz social.