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La moral y la ley; por Juan Manuel Badenas, catedrático de Derecho civil de la UJI, ensayista y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica

02/11/2021
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El día 2 de noviembre de 2021 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Juan Manuel Badenas en el cual el autor opina que nuestros poderes públicos tienen más miedo a contravenir la moral que la Constitución.

LA MORAL Y LA LEY

El Tribunal Constitucional ha vuelto a dejar en evidencia al Gobierno (y, por añadidura, a la práctica totalidad de los grupos parlamentarios del Congreso) por haber sometido a los españoles a un severo régimen de restricción de sus derechos fundamentales, sin ajustarse a la ley suprema, que es la Carta Magna. Ante este hecho cabría formularse varias preguntas. La primera: ¿cómo es posible que haya sucedido algo así? Dicho de otra manera, ¿por qué el Ejecutivo y la mayoría de los grupos parlamentarios no han tenido escrúpulos para evitar la aplicación de unos decretos que el Consejo de Estado y todos los juristas de España, no cegados por la ideología, considerábamos manifiestamente inconstitucionales? La segunda, acaso más fácil de responder, es: ¿por qué dos varapalos constitucionales tan importantes apenas van a tener consecuencias para nadie?

¿Por qué ha sucedido? La respuesta simple, que podría servir para justificarse ante un pueblo ignorante de sus leyes y desinformado, pero nunca ante los representantes del Poder Legislativo ni ante cualquier persona que por razón de su cargo u oficio debiera conocer mínimamente la Constitución es que, como se trataba de salvaguardar la vida y la salud de las personas, la aplicación de la ley fue soslayada. El Constitucional ha respondido: nuestro ordenamiento jurídico, como parece lógico, contiene medios para conciliar la defensa de la salud y la vida de las personas, sin necesidad de saltarse la Constitución ni privar a las Cortes Generales de su función de control al Gobierno.

Aun así, todavía no tenemos la respuesta a la pregunta de por qué ha sucedido, pues la justificación de la salvaguarda de la vida y de la salud, como acabamos de ver, no sirve. Si Moncloa no tuvo escrúpulos en infringir la Constitución y todos los grupos parlamentarios, menos uno, no pusieron los medios para impedírselo y, además, la sociedad aparentemente adormecida se mostró pusilánime en la defensa de los derechos fundamentales, es porque por encima de la Constitución se ha impuesto de facto una norma no jurídica, que social (y sobre todo políticamente) tiene más peso que la Constitución. Estoy hablando de la moral.

Hasta hace poco, los españoles pensábamos que España seguía siendo un Estado social y democrático de derecho en el que todos los poderes públicos y los mismos ciudadanos estábamos sometidos únicamente al imperio de la ley. Pero, en realidad, vivimos en un Estado cada vez menos jurídico y más moral. Doscientos años predicando el principio de que cada cual puede tener sus propias creencias y opiniones y que los ciudadanos sólo debemos estar sujetos a las leyes aprobadas por nuestros legisladores democráticamente elegidos y al final resulta que vivimos en una teocracia, pero sin dios.

Los Estados teocráticos son aquellos en los que la moral y la ley se confunden. El Corán es regla religiosa, pero también jurídica. En tales países, impera la moral. Sin embargo, España es un Estado aconfesional y en un determinado momento acordamos entre todos, en referéndum, que la Constitución debía ser nuestra norma suprema. Cuando los independentistas afirman que la democracia está por encima de la ley, se apoyan en la moral, ¿en qué otra cosa se podrían sustentar, si no? Cuando el Gobierno soslaya la Constitución justificando, incluso a posteriori, sus decretos inconstitucionales, ¿en qué se apoya si no? Como no pienso que el Gobierno pretendiera actuar de mala fe no veo otra excusa para su comportamiento que el amparo en la moral.

¿Cómo se ha impuesto esta moral por encima de la ley hasta el punto de que casi todos los grupos parlamentarios han permanecido ciegos ante una infracción flagrante de la Constitución? Pues porque se trata de una moral que lo circunda todo y que, como señala Jonathan Haidt, “ata y ciega”. Es una moral ideológica como todas las morales. Por eso, antes decía que los juristas españoles no cegados por la ideología estábamos de acuerdo en que los decretos sobre el estado de alarma eran inconstitucionales. La ceguera moral a veces es tan potente que incluso quienes tienen una más que suficiente formación jurídica son incapaces de aplicar la ley sin someterla a determinado sesgo ideológico. Muestras de ello tenemos muchas en España y las vemos incluso en las resoluciones de los tribunales. No hace falta que diga que también ocurre en las facultades de Derecho y todavía más, si cabe, en el seno de las administraciones públicas. Acaso no sea tan terrible, pero bien estará que empecemos a reconocerlo y a ser consecuentes con ello; por ejemplo, modificando la Constitución para que haya cierta coherencia entre lo que se dice en ella y el proceder de algunos poderes públicos (empezando por el legislador que, como acabamos de ver, no se amilana a la hora de consentir la promulgación de normas inconstitucionales).

Advierte Alasdair MacIntyre que el moralismo tiene su causa en la emotividad social en la que vivimos; pero sobre todo en que no somos capaces de ponernos de acuerdo racionalmente. El ser humano siempre ha necesitado que una fuerza exterior le dijera cómo se debía comportar. Durante muchos siglos fueron los dioses los que marcaron el camino moral a los hombres, pero después de que Nietzsche dijera que Dios había muerto, nos creímos con la capacidad de dictarnos a nosotros mismos nuestras normas. Gracias a Locke, Rousseau, Montesquieu, Kant, Napoleón y algunos que vinieron después llegamos a creer que éramos capaces de instituir ordenamientos racionalmente jurídicos apoyados en algún tipo de contrato social; sin embargo, el ser humano occidental (y en ello parece no diferir del que habita en otras latitudes) precisa de algo más que su propia razón para gobernarse, necesita una ideología, necesita una moral. No anduvo desencaminado Freud cuando estableció el Superyó como instancia moral enjuiciadora.

La moral, respecto del derecho, puede actuar de tres maneras. La primera como fuente inspiradora, en la medida en que una moral amplia y mayoritariamente aceptada influye sobre los legisladores a la hora de elaborar las leyes. La segunda, como límite del propio derecho, cuando la ley expresamente lo permite, como cuando el Código Civil prescribe que no será aplicable aquella costumbre jurídica contraria a la moral. Y la tercera, como mecanismo de interpretación de las leyes.

Las tres son admisibles, pero siempre que no desvirtúen el sistema de principios y valores contenido en la Constitución. Escribió Peces-Barba que ésta se encuentra a mitad de camino entre la política y el derecho, lo cual es tanto como decir que su contenido no es meramente jurídico, sino que también es ideológico o moral. Por consiguiente, ¿qué moral han de utilizar los legisladores y los restantes poderes públicos a la hora de elaborar las leyes o de interpretarlas y aplicarlas? Obviamente, para no actuar de manera inconstitucional, la moral que se deduce de la propia Constitución. Todo lo demás consiste en imponer a la sociedad unos valores que no han sido aceptados por ella, lo que constituye un fraude jurídico y democrático. La moral es un concepto difuso salvo que se encuentre contenido en un texto, ya sean las Sagradas Escrituras, el Corán o la Torá, para los Estados teocráticos, y la Constitución para los aconfesionales y democráticos. Cuando se trata de imponer cierta moral partidista a la sociedad se puede hacer a través del derecho, pero ello implica asumir un riesgo totalitario, como denunció Erich Fromm.

He dejado para el final la pregunta más fácil: ¿Por qué estos varapalos constitucionales no van a tener consecuencias? Pues porque quien debería exigir responsabilidades, las Cortes Generales, por medio de sus actos propios ha aprobado o, al menos, consentido el desmán inconstitucional. Hace ya tiempo que nuestros poderes públicos tienen más miedo a contravenir la moral que la Constitución. Como botón de muestra sirvan los titubeos de la presidenta del Congreso a la hora de retirar su acta a Alberto Rodríguez. Estas dudas no pueden tener otra explicación bienintencionada que la que implica el balanceo entre la moral ideológica y la ley. Que el TC haya declarado la inconstitucionalidad de los decretos no nos sirve de consuelo ni refuta nada de lo antes dicho, por dos razones: primera, porque lo ha hecho tarde, lo cual demuestra lo difícil que le ha resultado hacerlo; segunda, porque si el Constitucional lo ha declarado es porque ha sucedido.

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