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Democracia, representación y pandemia; por Andrés Betancor, catedrático de Derecho administrativo

06/10/2021
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El día 6 de octubre de 2021 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Andrés Betancor en el cual el autor opina que la sentencia del Tribunal Constitucional que estima que durante el estado de alarma se vulneraron los derechos de los diputados servirá para alertar de los riesgos que supone ejercer un poder sin el control de las instituciones.

DEMOCRACIA, REPRESENTACIÓN Y PANDEMIA

La historia es el eterno proceso de olvido y recuerdo. Se nos olvidan los muertos, miles, de la pandemia. La urgencia y la necesidad del hoy nos recentra en lo inmediato. La revisión judicial es el antídoto al olvido; actualiza lo sucedido, pero nos ofrece una visión parcial, neutra y, usualmente, sin consecuencias. La revisión global y general de la gestión de la pandemia les ha de corresponder a otros. Ya hemos tenido una primera sentencia importante, de las muchas que vendrán. La Sentencia 148/2021, de 14 de julio, por la que el Tribunal Constitucional declara inconstitucional, parcialmente, el Real Decreto que declaraba el estado de alarma, el primero (Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo).

Ahora se nos anuncia que el mismo Tribunal ha fallado que son inconstitucionales los acuerdos de la Mesa del Congreso por los que se suspendían, desde el día 19 de marzo de 2020, los plazos reglamentarios que afectaban a las iniciativas que se encontraban en tramitación en la Cámara (y que duró hasta el 13 de abril). El resultado fue la interrupción de la actividad de la Cámara. Como es sabido, aunque de imprescindible recordatorio, la forma política del Estado español es la de la Monarquía parlamentaria. Así lo sanciona el artículo 1 de la Constitución. Es monarquía porque el Rey es el Jefe del Estado, “símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales” (art. 56). Y es parlamentaria porque las “Cortes Generales representan al pueblo español”, “ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución” (art. 66). Este retrato finaliza con otro principio igualmente central y esencial: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado” (art. 1). Por lo tanto, las Cortes, en tanto que tales, representan al pueblo, que es el soberano. Se da la paradoja, llena de modernidad, de que el soberano-pueblo, representado por las Cortes, de un Estado que tiene por Jefe un Rey, que es su símbolo, árbitro y alto representante. La perfecta imbricación entre lo moderno-democrático y lo histórico-simbólico.

En este contexto constitucional se plantea el interrogante de si, durante el estado de alarma, las Cortes, en este caso, el Congreso, puede ver interrumpida su actividad, como así sucedió. A falta de conocer la justificación argumentativa, el fallo nos anuncia que el juicio es negativo. El Congreso no puede interrumpir su actividad, nunca, pero, especialmente, durante uno de los estados de excepción. Así lo dispone, por lo demás, la propia Constitución (art. 116), lo reitera la Ley orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio (art. 1.4), así como el Tribunal Constitucional (Sentencia 83/2016): estando vigente alguno de estos estados, no cabe la interrupción el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado y, por consiguiente, tampoco de las Cámaras.

No sólo se compromete la institucionalidad constitucional del Estado, en los términos indicados, sino, además, los derechos fundamentales. Se nos anuncia que el Tribunal ha entendido que tales acuerdos han vulnerado el derecho de participación política de los recurrentes, en este caso, los diputados del Grupo parlamentario de Vox. Se cierra el circuito funcional que alimenta nuestra democracia: el derecho fundamental de los representantes y de los representados a la participación política.

Si nuestro Estado tiene, como forma política, la Monarquía parlamentaria y las Cortes representan, como tal institución, como tal poder, al pueblo español, son los representantes y los representados los que insuflan vida a esta trama o estructura de poder. Como ha reiterado el Tribunal en numerosas ocasiones, hay una “conexión directa entre el derecho de los parlamentarios (art. 23.2 CE) y el que la Constitución atribuye a los ciudadanos a participar en los asuntos públicos (art. 23.1 CE), pues puede decirse que son primordialmente los representantes políticos de los ciudadanos quienes dan efectividad a su derecho a participar en los asuntos públicos. De suerte que el derecho del artículo 23.2 CE, así como, indirectamente, el que el artículo 23.1 CE reconoce a los ciudadanos, quedaría vacío de contenido, o sería ineficaz, si el representante político se viese privado del mismo o perturbado en su ejercicio”.

Una conclusión sobresale: la conculcación del derecho de los parlamentarios compromete uno de los pilares esenciales de nuestra democracia: la de la representación. El reconocimiento que hace el Tribunal de que han sido violentados, arroja, otra vez más, luz a la etapa de oscuridad constitucional que hemos vivido. En todas las democracias se ha gestionado la pandemia introduciendo restricciones a los derechos fundamentales, como se ha visto entre nosotros. Y en todos los países, ahora, con la perspectiva del tiempo, se está alimentando el debate sobre la falta de proporcionalidad de las restricciones. Si se podría haber gestionado de otra manera más democrática.

Esta reflexión se enmarca en otra de mayor calado relativa al éxito de las democracias en la gestión en comparación con los países más autoritarios. Algunos aprovechan para sostener que cuanto más autoritario, mejor gestión, lo que no es cierto. Es verdad que los Estados democráticos de Derecho no están institucionalmente capacitados cuando se trata de imponer sacrificios masivos, intensos y prolongados de derechos fundamentales. Los Estados liberales no están preparados, ni para imponerlos, ni para gestionarlos y, sobre todo, para proteger las libertades. Nuestra institucionalidad entiende de libertades (individuales) y de su protección (individual). La lógica del Estado democrático de Derecho es la de articulación de unos mecanismos de contención del poder para la tutela de los derechos. Sin embargo, en ciertas circunstancias, como las de la pandemia, se pasa a contener (limitar) los derechos para la expansión de los poderes con la excusa, paradójicamente, de la protección de nuestras vidas (salud). El miedo es el virus que se ha instalado entre nosotros, y ese miserable sentimiento (Nussbaum) alienta la peor reacción: el gregarismo detrás del líder supremo a la búsqueda de la seguridad. No es el mejor, ni el más adecuado ambiente para la libertad, esencialmente, individual. Sirve, en cambio, para la sobre-reacción arbitraria, alentada por la tradicional cultura autoritaria que late entre nosotros.

Ya en la anterior Sentencia, el Tribunal sentó un criterio que, sospecho, volverá a aplicar en este caso: lo importante no es el nomen sino los efectos; la magnitud y la naturaleza de las consecuencias restrictivas de los derechos fundamentales, en este caso, el de los diputados. Desde la distancia (temporal), podemos caer en la distorsión retrospectiva. Es el riesgo que acecha a la revisión judicial. A meses o años vista, todo cobra sentido, el que le da el éxito o el fracaso del resultado. Pero mientras vivíamos los acontecimientos se debían adoptar medidas a ciegas, sin calibrar sus consecuencias. Ahora bien, ya entonces se vislumbraba que se estaba yendo demasiado lejos. Que el sacrificio era desmedido. Lo que hoy conocemos sólo se puede entender en el contexto de un Gobierno y de un Parlamento que asumieron que la mejor gestión es la liberada de control. Así sucedió, en particular, con el último Real Decreto de estado de alarma que prolongó su vigencia durante 6 meses, sin necesidad de periódicas autorizaciones del Congreso (Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre). El problema es ese. Se abrió una abertura y salió el volcán autoritario. El poder es como el magma de mi querida La Palma. Aprovechó el resquicio y salió para disfrutar de libertad, de la molestia de debatir con la oposición sobre la gestión de la pandemia. Sin embargo, el Estado democrático de Derecho tiene sus propios mecanismos correctores, aunque distorsionados por el tiempo, como es el de la revisión judicial del pasado. Es el papel de los Tribunales. Tras escarbar entre los acontecimientos, llegarán a conclusiones (sentencias) que de poco o nada servirán. Salvo para alertar que la gestión de la pandemia requiere de la institucionalidad adecuada que garantice que el sacrificio a los derechos fundamentales mantenga la proporción adecuada; la adecuada a la necesidad. Sin más y sin menos.

ANDRÉS BETANCOR

Cataluña,

la otra

mitad

TRIBUNA

DERECHO

El Gobierno y el Parlamento asumieron que la mejor gestión es la liberada de control

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