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Indulto ¿extravagancia de la Justicia penal?; por Luis Rodríguez Ramos, catedrático de Derecho Penal y abogado

25/05/2021
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El día 25 de mayo de 2021 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Luis Rodríguez Ramos en el cual el autor considera que lo excepcional en el orden normativo debe serlo también en su aplicación.

INDULTO ¿EXTRAVAGANCIA DE LA JUSTICIA PENAL?

Jiménez de Asúa, socialista y maestro de maestros penalistas, presidiendo la Comisión parlamentaria que elaboraba la Constitución republicana de 1931, al abordar la regulación del derecho de gracia se declaró “radical enemigo del indulto, de todos los indultos”, salvo de los que pida el tribunal sentenciador cuando considere que la pena impuesta, por estar “sometidos únicamente al imperio de la ley”, resulte injusta. Con esta reticencia frente a los indultos se consolidó una fórmula extraña, atribuyendo la competencia de indultar al Tribunal Supremo, pero reservando tal prerrogativa al presidente de la República para los delitos de extrema gravedad; además, se prohibieron los indultos generales y se confirió al Parlamento la concesión de amnistías.

¿Por qué esta enemistad radical de Jiménez de Asúa con el indulto? El Estado moderno es a la vez uno y trino, y su jefe aglutina la trinidad derivada de la división de poderes, logrando un sofisticado equilibrio que garantiza la democracia y los derechos fundamentales de los ciudadanos, división y equilibrio, dicho sea de paso, manifiestamente mejorable en la España de hoy en lo atinente a la elección de la cúpula del Poder judicial. En este paradigma son claras las respectivas funciones del ejecutivo, el legislativo y el judicial en el ejercicio del ‘ius puniendi’, pero esta claridad se ensombrece al abordar el análisis de la prerrogativa de ‘gracia’, hoy reducida a la amnistía, atribuida tácitamente al poder legislativo, y al indulto particular, correspondiendo al poder ejecutivo su concesión; la firma del Rey ratifica simbólicamente ambos instrumentos. Esta negra sombra se cierne sobre el sistema penal porque ambas modalidades, protagonizadas como se ha dicho por los poderes legislativo y ejecutivo, invaden las competencias del poder judicial que tiene el monopolio de juzgar a los delincuentes e imponerles en su caso las penas correspondientes. La amnistía, además, viene a ser un oxímoron para el poder legislativo al decir que no ha sido delito la conducta que, en su día, consideró que debía serlo, sin derogar la ley general que sigue manteniendo la declaración contraria.

En tiempos de la monarquía absoluta no se producían estas fisuras en el Estado, porque el Rey, que legislaba, juzgaba y gobernaba, tenía el poder de conceder esta ‘merced’, como decía el Fuero Juzgo, término al que en las Partidas se sumaron como sinónimos los de ‘misericordia’ y ‘gracia’, proyectándose este último vocablo en todas las constituciones españolas y en la aún vigente Ley de 24 de junio de 1870, estableciendo reglas para el ejercicio de la gracia de indulto.

En la ‘tortuosa’ tramitación parlamentaria de esta ley, el diputado Ochoa alegó que “sin arbitrariedad no se comprende semejante derecho”, pero finalmente la ley exigió que el Decreto del Gobierno otorgando el indulto fuera “motivado” aludiendo a “razones de justicia, equidad o utilidad social”. Esta expresa exigencia de motivación desapareció en la reforma de 1988 de esta ley, sustituyendo ‘Decreto motivado’ por ‘Real decreto’ al aceptar una enmienda socialista, si bien después la Sala tercera del Tribunal Supremo restableció la exigencia de argumentar la concesión, al declarar que discrecionalidad no equivale a arbitrariedad, al ser un modo de proceder vetado a los poderes públicos por la Constitución.

Esta Ley de 1870, fruto de la Revolución Gloriosa de 1868, origen de la Primera revolución de la Justicia demoliberal, constituyó un notable progreso hace siglo y medio, pero hoy debería sustituirse por otra más clara y congruente en una segunda revolución tan pendiente como necesaria.

La Constitución de 1978 sincretizó los textos de la regulación del indulto de la Constitución de 1812 y el de la republicana, al declarar que “Corresponde al Rey Ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales”. Tampoco son posibles los llamados indultos anticipados, vigentes en la era franquista, en los que se indultaba a quien aún no había sido juzgado ni condenado, p.e. en el Caso Matesa. En definitiva, hoy el derecho de gracia se reduce a la amnistía, competencia tácitamente otorgada a las Cortes Generales, y a los indultos particulares, competencia materialmente asignada al Gobierno para su concesión, a tramitar por el Ministerio de Justicia que tradicionalmente también lo fue de Gracia.

El pasado y el presente de la amnistía y el indulto evidencian, en primer lugar, que se trata de una quiebra del ‘ius puniendi’ estatal, pues al no tener, por definición, encaje coherente en el sistema penal, resultan extravagantes y por ello excepcionales. Ya en la elaboración del correspondiente artículo de nuestra primera constitución en las Cortes de Cádiz, el procurador Traver Lloría manifestó que “si se arregla como debe el sistema del Código criminal, habrá muy pocos indultos”, y el procurador Argüelles consideraba el derecho de gracia una ‘excepción a la ley’ que afectaba a la “legislación y a la jurisdicción”.

Lo excepcional en el orden normativo debe serlo también en su aplicación. Teniendo en cuenta que todo indulto es una invasión del poder ejecutivo en el judicial, debe justificarse la excepcionalidad mediante una adecuada motivación. Algunos exigen la explicitación de un arrepentimiento que anule el pronóstico de reincidencia, pero la manifestación en tal sentido no suele estar acompañada de un aval de sinceridad ni, mucho menos, de una voluntad inquebrantable frente a las ocasiones de reincidir que se presenten en el futuro. Sí sería en cambio valorable para su denegación la explicitación del propósito de perseverar en el ejercicio de la acción delictiva. En todo caso, el preceptivo informe del órgano sentenciador ha de tenerse muy en cuenta, aun cuando no sea vinculante.

Y, en fin, descendiendo a un contexto más actual, sería un fraude de ley conceder una amnistía disfrazada de indulto particular, soslayando además la exigencia de singularidad del indulto, al incluir en la misma concesión a un conjunto de personas que actuaron de consuno, resultando indiferente a estos efectos que los confabulados estuvieran inmersos o no en un error vencible sobre la ilicitud de su conducta, envueltos en la niebla del carácter pasional y de emulación que los criminólogos asignan a la delincuencia de motivación política.

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