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Sobre la elegancia democrática; por Luisa María Gómez Garrido, presidenta de la Sala de lo Social del TSJ de Castilla-La Mancha

08/06/2020
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El día 6 de junio de 2020 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Luisa María Gómez Garrido en el cual la autora opina que la democracia constitucional, tal como hoy es entendida paradigmáticamente, sea el mejor sistema de organización política, no es una casualidad, sino la consecuencia de haber llevado más lejos que ningún otro modelo la división de poderes.

SOBRE LA ELEGANCIA DEMOCRÁTICA

Que la democracia constitucional, tal como hoy es entendida paradigmáticamente, sea el mejor sistema de organización política, no es una casualidad, sino la consecuencia de haber llevado más lejos que ningún otro modelo la división de poderes. Desde ya hace mucho tiempo, sabemos que la garantía de los derechos ciudadanos depende de que el poder se reparta entre distintas autoridades con funciones diferenciadas. Al constatar que todo poder corrompe, Lord Acton solo plasmó en una frase de éxito el resultado de una penosa experiencia histórica como colectividad. Ahora sabemos también que cualquier organización humana parece someterse a una despiadada ley de entropía, en cuya virtud tiende siempre al desequilibrio y la degradación. Como el motor de esa tendencia es el afán de poder, y el freno que la ralentiza, la división de poderes, no es extraño que la deriva de la mala política, ya sea desde los gobiernos o desde la oposición, pase por intentar devaluar los frenos del sistema.

Para entender mejor este fenómeno debemos considerar por qué la división de poderes es tan refinada en la democracia constitucional. Existen múltiples factores, pero ahora interesa resaltar dos de ellos. El primero, que por mucho que dure un Gobierno e incluso por exitoso que sea en su gestión, acabará siendo sustituido por otro distinto de acuerdo con las reglas del relevo democrático, evitando con ello la tendencia natural a la degradación de la política en el poder. El segundo, que las modernas constituciones son la manifestación más avanzada de la división de poderes, en cuanto que, al otorgarse a sí misma una constitución, la soberanía popular renuncia a decidirlo todo en cualquier momento por medio de los gobiernos elegidos democráticamente.

Estamos más acostumbrados a considerar la existencia de las constituciones en términos de reconocimiento de derechos y libertades. Pero lo cierto es que, además de esa gran conquista, las constituciones incorporan importantes límites que son igualmente necesarios para la convivencia. Contienen las salvaguardas de las instituciones, que son la mejor garantía del juego limpio y de la protección de los más débiles, pero también la exigencia de que permanezcan intactos para el futuro todos los universos políticos posibles que conviven en su seno. Por expansivo que sea un Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo respalda, no puede anular la posibilidad de que un Gobierno posterior quiera hacer efectivo un programa político distinto, siempre dentro del marco constitucional.

Para que todo este sistema de garantías y contrapesos funciones adecuadamente, es imprescindible que tanto los ciudadanos como los distintos agentes de la democracia, se reconozcan entre sí como interlocutores válidos. Hoy gobiernan unos, pero mañana pueden hacerlo otros, de modo que, en cierta manera, todos custodian para el futuro un relevante y delicado bien común. Sin embargo, esta premisa quiebra cuando los políticos intentan reducir al mínimo posible la alternancia en el poder, para alcanzarlo o para mantenerse en él cuando ya lo han conseguido, al margen de los méritos de la propia gestión. Para ello se degradan las condiciones de ciudadanía del adversario, al que se niega dignidad política y humana. Como en democracia no es imposible que cualquiera alcance el poder por sí mismo o mediante alianzas, se quiere presentar como impensable que tal cosa ocurra cuando se refiere el oponente, destruyendo con ello las bases mismas del mutuo reconocimiento que hacen posible el dialogo habermasiano. Y si no existen ya bases de acuerdo, solo queda la contienda que se justifica para evitar el mal absoluto que representa el no-nosotros. Por cierto, que de aquí a la endiablada y destructiva dialéctica del amigo-enemigo de Carl Schmitt hay solo un paso o, mejor dicho, solo un traspié.

La pretensión de arrasar el tablero de juego dejando solo unos actores posibles, implica su blindaje frente a la opinión pública y a la justicia. Para el no-nosotros, el enemigo, se reserva el ostracismo, el boicot, el cuestionamiento de su dignidad social y política, el escrache, la invisibilidad mediática, la demonización. Por contra, los ejecutores de tales estrategias quieren blindarse presentando como inimaginable su simple cuestionamiento, incluso desde discursos de estricta racionalidad, mensurables por tanto en términos de méritos o deméritos y de oportunidad o inoportunidad. Para ejecutar tales estrategias se han demostrado de enorme utilidad las doctrinas de la desobediencia civil. No se trata ya de la resistencia frente al poder injusto tal como fue concebida por Locke o Thoreau, sino de la adaptación de técnicas de resistencia como las descritas por Gene Sharp o Paul Enger, para aplicarlas en sociedades democráticas. Nos situamos así al borde de un peligroso abismo de desestabilización, porque todas esas técnicas pasan por el desprestigio de las instituciones, de las que se formulan sistemáticamente dudas para minar su credibilidad y hacer más sencillo el condicionamiento de su actuación.

Estas técnicas planificadas se aplican de manera especialmente intensa en relación con la justicia. Lo que antes se daba por bueno cuando la actuación judicial perjudicaba a un cierto actor político, se muestra como intolerable cuando ocurre lo mismo con otro actor de distinto signo. Entonces se realizan ataques despiadados en los que todo vale. Desde la presentación ad hominen de rasgos personales y privados de los jueces, que generalmente nada tienen que ver con la decisión que se les recrimina, hasta la presentación engañosa de la actuación judicial como si fuera errada, realizando una acusación de base aparentemente técnica que por contra no guarda relación con lo ocurrido, pasando por el intento de control de los instrumentos de investigación y de actuación disponibles para los jueces. No es nada nuevo; recuérdese la batalla campal abierta por Berlusconi en la Italia de la lucha contra la corrupción, cuando acusaba a los “jueces rojos” de utilizar el aparato de la justicia para acabar con él y buscar su ruina política. Su caso sirvió en parte de inspiración a Ferrajoli para hablar de los Poderes salvajes, en referencia al poder político que, unido promiscuamente a los medios de comunicación, pretende su validación plebiscitaria al margen de los sistemas de control y garantías de la democracia constitucional.

La democracia tiene un rasgo adicional especialmente significativo e inherente a su naturaleza. Como el pueblo suele elegir a quienes más se le parecen, los políticos hacen todo lo que pueden para que el pueblo se acabe pareciendo lo más posible a ellos mismos. Esta comunicación osmótica tiene también condicionantes éticos. Los políticos tienen una obligación especialmente significada de promover los valores democráticos y las virtudes ciudadanas, y por tanto de estimular la transparencia, la concordia, el espíritu crítico y la deliberación ciudadana. Si esto es exigible en cualquier caso, aún más en momento de crisis tan dramáticas como la que nos viene asolando, de la que derivará profundos y perdurables efectos para el futuro. Si la opacidad y la crispación que resultan de las técnicas políticas de anulación del oponente no son deseables nunca, aún lo son menos en situaciones excepcionales de sufrimiento y de restricción de derechos. Da igual que se esté en la oposición, o en el gobierno, con el dominio del BOE. Es el momento de la elegancia democrática de los políticos, y de la vindicación ciudadana de la propia dignidad frente a su utilización como simple objeto de estrategias demoscópicas.

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