Creo que sabemos lo que nos pasa. Lo que no es seguro es que a muchos les importe lo que nos pasa. España sufre una doble herida que, si no se cura, puede ser mortal. La primera es la herida de la división nacional, del separatismo. Es una vieja herida española, el síndrome de Caín, el particularismo orteguiano, la tendencia a vivir sin los demás, aparte de los demás, contra los demás. Una de las formas bajo las que mueren las naciones es ésta, por disgregación. No sería el primer caso.
La segunda herida es la discordia que, en el fondo, no es sino una variante de la primera. Con ella no se trata tanto de destruir la unidad como de la negación del derecho a existir de una parte de la nación. El ejemplo clásico bien podría ser el de la Roma republicana, cuando la plebe se retiró al Aventino para fundar una nueva República en protesta contra los abusos del Senado. Los nobles se avinieron y Roma no se rompió. Profunda melancolía producen los sabios textos de Cicerón en los que clama contra la pérdida de las viejas libertades romanas y no se caen de su pluma las dos palabras casi sagradas: concordia y libertas. No hubo remedio. Las dos viven y mueren juntas. Sin concordia nacional no hay libertad, y sin libertad no hay concordia. La democracia, la libertad y las naciones no son inmortales.
Una guerra civil entraña la ruptura de la concordia y de la libertad. No hubo verdadera libertad ni bajo el Frente Popular ni bajo el franquismo. La libertad ya había muerto con la discordia. La guerra civil fue una catástrofe nacional, una vergüenza. Reivindicar sin matices a uno de los dos bandos es reavivarla. Nadie tenía razón, aunque cada uno pueda pensar que representaba el mal menor, pero, al cabo, el mal, o que tenía la razón que la otra parte perdía. El comunismo tiene que ver con la democracia más o menos lo mismo que el fascismo. Son dos formas hermanas de totalitarismo, de socialismo, uno internacional, el otro nacional.
El final de la discordia española sólo tuvo lugar con la Transición y con la aprobación masiva de la Constitución. Volvió la concordia y, con ella, fue posible la libertad. Pero no la revancha, ni la victoria de los vencidos. Fue, como todo lo humano, imperfecto, pero se trató de una de las mejores horas de la España contemporánea. Ahora quieren impugnarla y destruir su herencia. Pero si la Transición condujo a la democracia, su destrucción sólo puede producir la destrucción de la democracia.
La situación es gravísima. Hemos sufrido un intento de golpe de Estado en Cataluña, se intenta marginar al Rey y se queman sus retratos, y la mentira, siempre presente en la política, se convierte en omnipresente y hegemónica. El Gobierno de la Nación en funciones se apoya en quienes quieren destruir la Nación, la concordia o ambas. El Gobierno en funciones proclama que negociará siempre dentro de la Constitución y de la legalidad. ¿Podría ser de otro modo? Pero pretende hacerlo con quienes quieren romper la Nación y destruir la Constitución. El Gobierno en funciones declara que no fomentará el odio entre españoles. ¿Será porque lo parece? Se diría que algunos están empeñados en impugnar a Azaña: ni paz, ni piedad, ni perdón.
Nada de esto sería posible sin un pavoroso descenso del nivel de los dirigentes políticos, que no afecta sólo a España. Dejemos a Churchill y a los Padres fundadores europeos descansar en paz. Sin llegar a tanto, pensemos en Reagan o Thatcher frente a sus sucesores actuales. Pensemos en España o incluso en ámbitos ajenos a la política, como la universidad, la prensa o las confesiones religiosas. Pensemos en la chabacanería instalada en el Parlamento. ¿A qué se debe este terrible descenso del nivel? Creo que a una gravísima crisis intelectual y moral, a una degradación de la educación y al imperio de la mediocridad frente a la excelencia. Antístenes decía que las ciudades sucumben cuando dejan de distinguir entre el bien y el mal. La aceptación del mal y el olvido del bien sólo pueden producir el envilecimiento del hombre y de la sociedad.
La doble herida de España puede ser mortal. España casi agoniza. España puede morir. Otra guerra civil es posible. La otra fue evitable. Esta también lo sería. No me importa la memoria histórica. Me importa la historia. La historia del Frente Popular, de la guerra civil y del franquismo. No podemos ni debemos olvidarlo, pero justo para todo lo contrario de lo que ahora tantos pretenden. No para reavivar el odio ni la discordia sino para jamás repetir el horror. De esta convicción partió la Transición que quieren enterrar. Y, con ella, la libertad y la concordia.
En la Semana Santa de 1980, dos años después de la aprobación de la Constitución, Julián Marías escribió un luminoso ensayo titulado La guerra civil. ¿Cómo pudo ocurrir?. Debería ser leído y, sobre todo, por los políticos. No se hará. Transcribo su último párrafo:
“Tenemos que eludir el último peligro: que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras mentiras, ahora que la mitad de ellas había perdido su eficacia y era inoperante. Entre 1936 y 1939 los españoles se dedicaron a hacer la guerra, a intentar ganar la guerra; desde esta última fecha malversaron lo que habían conseguido, no supieron edificar adecuadamente la paz. Ésta es nuestra empresa: darnos cuenta de que necesitamos vencer a la guerra, curarnos, sin recaída posible, de esta locura biográfica, es decir, social, que nos acometió hace algo más de cuarenta años, cuya amenaza ha sido tan hábilmente aprovechada para paralizarnos, para frenar el ejercicio de nuestra libertad histórica, la plena posesión de nuestro tiempo, la busca y aceptación de nuestro destino”.
Debemos vencer de nuevo a la guerra, debemos vencer al odio, a la discordia y a la división. Pienso y escribo. No puedo hacer nada más. Por mí que no quede.