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Aquiles y la tortuga; por Antonio Hernández Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

03/11/2014
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El día 2 de noviembre de 2014, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Antonio Hernández Gil, en el cual el autor opina que Gobernar no es solo aplicar la Ley a tiempo, algo que se presupone en la actuación de todo gobernante, sino ofrecer soluciones a problemas complejos desde la legitimidad democrática y dentro de la legalidad, aunque sea para transformarla, desarrollando un discurso que haga las propuestas comprensibles y asumibles.

AQUILES Y LA TORTUGA

Mi madre solía invocar a Einstein para decir que el tiempo es relativo. No era ignorancia de la física, sino experiencia de una vida que parece estirarse y encogerse al azar. Desde luego, a mi padre el tiempo se le hacía eterno cuando, por las tardes, la veía desaparecer conduciendo un seiscientos gris (ya no hay aquellos colores) para estudiar filología en la Complutense. Cada noche, él desesperaba su vuelta asomado a la ventana. Pequeñas lentitudes que contrastan con los días que, como una cascada, se llevan todo por delante. Todavía recuerdo los últimos minutos de las clases de historia, el sol entrando por los ventanales del Ramiro de Maeztu, segundo de bachillerato, cuando elpaella, un profesor marcado por la viruela (tampoco se ven ya esas caras de fósil herido), hojeaba su libreta para tomarnos la lección: Gallardo,Juan,lasguerrasde

religión. Y Gallardo, Juan, contestaba como podía desde su pupitre de la segunda fila. Afortunadamente, tampoco esta vez era yo, que miraba el reloj una y otra vez cavilando si ese día llegaría mi turno. Las agujas no avanzaban. El instante era ese punto intermedio entre el reposo y el movimiento que decía Platón en su Parménides; un estado fuera del cronómetro, reflejo de la eternidad que el tiempo imita. Como en la paradoja de Zenón, el rato que faltaba para el recreo siempre podía dividirse en dos haciendo interminable aquella pequeña angustia cotidiana. A veces, esos tiempos suspendidos se encadenaban en otra dimensión: durante varios cursos esquivé al educador que me castigó por imitarle temiendo que descubriera en mi mirada culpable que nunca le pedí perdón. La liebre del tiempo nunca alcanzaba la tranquilidad de la meta y la vida se me iba haciendo nudos que no sabía deshacer.

No es muy distinto ahora, cuando confiamos en que los problemas sociales se arreglen solos, porque los países, como las noches, caminan siempre hacia un nuevo amanecer y no suele pasar nada tan grave que haga preferible resistir antes que renunciar a una parte de lo que podríamos llegar a hacer y ya no haremos, sea mantener intacta la Constitución por encima de las pulsiones nacionalistas, o admirar nuestro prometedor ex futuro perdiéndose en el horizonte. Pero no existe un solo tiempo sino una multiplicidad de tiempos cuyos valores, unidos a las coordenadas espaciales que localizan los eventos en el mundo, difieren al no coincidir nuestra posición: la efímera escala vital de una mosca tiene poco que ver con la tortuga de Aquiles. ¿Vive más lenta o más rápidamente que nosotros, bípedos implumes, palpando detalles milimétricos entre sus patas durante sus dos semanas de vuelo? Creemos que las moscas no tienen conciencia del devenir, como si supiéramos qué cosa es tener conciencia más allá de las finas membranas de nuestros cráneos privilegiados.

No seremos moscas, pero los españoles tampoco somos hoy el mismo animal que éramos cuando se redactó la Constitución. Acertamos entonces, en el año escaso que fue de la Ley para la Reforma Política de 4 de enero de 1977 al referéndum de 6 de diciembre, a darnos un modelo de Estado social y democrático de derecho bastante más avanzado en su espíritu fundacional que en la desnortada realidad social de hoy en día. La velocidad de las comunidades autónomas apurando sus competencias fue mayor de lo que podía resistir un andamiaje institucional en buena medida improvisado. Luego, con el proceso de revisiones estatutarias fuera de control, nos quedamos inmóviles cuatro años, de 2006 a 2010, aguardando a que el Tribunal Constitucional dictaminase sobre el Estatut, como si su sentencia fuera a disolver las aspiraciones de Cataluña a mayores dosis de autogobierno y reconocimiento de su identidad comunitaria; problemas que tienen su propia dinámica, exacerbada en los últimos años, y con los que se pudo hacer bastante más que aplicar la vara de medir de la Constitución como si fuera el lecho de Procusto, extirpando lo que no cabía. Después de aquella sentencia, pese al creciente desajuste entre las expectativas de tantos ciudadanos y el marco jurídico del Estado, seguimos sin resolver un problema político de primera magnitud, los unos tomando posiciones frente a los otros, movidos más por pretendidas ventajas electorales que por lealtad institucional. Gobernar no es solo aplicar la Ley a tiempo, algo que se presupone en la actuación de todo gobernante, sino ofrecer soluciones a problemas complejos desde la legitimidad democrática y dentro de la legalidad, aunque sea para transformarla, desarrollando un discurso que haga las propuestas comprensibles y asumibles. No existe aún tal discurso y no sirve esperar a que el maná caiga del cielo, especulando con la velocidad del supuesto competidor -una clase menor de políticos, no los ciudadanos- en una carrera de persecución en la que nadie sabe dónde va a estar la meta.

En el juego de Aquiles y la tortuga tan inútil es que Aquiles mida su velocidad para nunca llegar del todo, como que lo haga la tortuga para dejarse encimar, segura de su caparazón y de la infinita divisibilidad del tiempo restante. Cada problema tiene su ritmo, a conjugar en la historia con el tiempo solidario que conecta los relojes de todos y requiere de un esfuerzo integrador. Es la relatividad de la pluralidad y la interdependencia. Ayer se anunciaba un referéndum y después qué; luego se frustra la consulta y después qué. Mañana se convocarán elecciones plebiscitarias y, según el resultado electoral, tal vez se pronuncien declaraciones unilaterales. Pero después qué. Ese proceso incierto tiene un tiempo imbricado con el de problemas socialmente más densos que corren el riesgo de postergarse: el paro, la corrupción transversal que nos desmoraliza, la falta de crédito, la asimetría de la financiación autonómica, el déficit, la deuda. Y ya no es momento de gobernar a brochazos desde las apuestas electorales, las encuestas o la estadística, como si la república tuviera la vacuidad uniforme de la terraincognita en un viejo globo terráqueo, cuando hay que moldearla pieza a pieza con los engranajes precisos para abordar un futuro mejor. De lo contrario, la tortuga tendrá razón aritmética porque el tiempo restante siempre es divisible; pero Aquiles la alcanzará en la vida real.

No sé qué dirían Zenón de Elea, Platón o Einstein de esta mezcla de parálisis, medidas precipitadas, desafíos locales, falta de instituciones globales, y poca reflexión sobre un nuevo orden social. Prisas y pausas mal combinadas en una edad multidimensional y líquida donde los días se escapan de entre las manos como una tortuga de jabón. Pero quizás podríamos retomar la antigua metáfora (¿o es algo más?) de la música como tiempo ordenado; sustituir los rituales de confrontación por los de cooperación; cultivar la armonía componiendo una partitura coral que aúne nuestros pasos diversos; y, armados de ese cántico espiritual, música callada o soledad sonora, encarar la tarea infinita de hilvanar el mapa de la patria (otra palabra de antes, como la viruela) y “hacerla libre y suave, blandamente acostada en el concierto de los pueblos, para poder olvidarla”. Los versos certeros de Xavier Amorós se aplican igual -de forma que no tiene por qué ser excluyente- a la Cataluña renaixent de Aribau y a la pobre, sucia, triste, desgraciada piel de toro de nuestra Sepharad que Espríu amaba con dolor desesperado, sin poder olvidarla. Refieren una patria inclusiva, refugio de libertades suavemente concertadas al servicio del bien común, frente a la patria como arma y como fin, que en paz descanse. Las palabras de los clásicos pueden sonar huecas en esta agitación de rumores encanallados, pero son necesarias para interrogarse por las eternas paradojas del hombre y orientarse en tiempos extraños siguiendo, velas al viento, los Camins duptosos per la mar que Ausias March cantaba. Andante con moto, maestro.

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