POPULISMO Y MARCO CONSTITUCIONAL
Sin florituras, ni alardes ni altanerías, estamos consiguiendo poco a poco sortear una de las más profundas depresiones económicas que hemos padecido en nuestra historia reciente. La madurez y la reciedumbre colectivas están siendo las fórmulas de este éxito, que sorprende una vez más al mundo, como en su día lo fueron los grandes descubrimientos protagonizados por nuestros ilustres antepasados o lo son ahora los triunfos de nuestros deportistas de élite.
En la intimidad del hogar, con discreción, nos hemos ajustado los cinturones, o hemos ayudado al familiar o conocido que las está pasando canutas. La inmensa mayoría estamos atravesando la tormenta aguardando a que escampe, con la esperanza puesta en los nuevos tiempos y sacando enseñanzas de lo vivido. Todos, en mayor o menor medida, hemos criticado, matizado o censurado esta o aquella decisión del Gobierno, pero la hemos acatado por dura que pudiera resultar para nuestros bolsillos. Creo que a eso se le llama ahora resiliencia o algo así. La solidaridad ha servido y sirve aún como útil resorte social, y en este aspecto la Iglesia católica está desarrollando un extraordinario papel digno de subrayarse en tiempos tan complicados.
Este comportamiento maduro contrasta, sin embargo, con quienes intentan aprovechar la coyuntura para llevarnos al pozo a lomos de ideologías populistas y demagógicas que el tiempo se ha encargado de desvelar como ineficientes, injustas y, en no pocos casos, sanguinarias allí donde han tenido la desgracia de aplicarse. Estas corrientes adolescentes no nos hablan de soluciones, hic et nunc, a los graves retos que tenemos por delante en una situación tan compleja y cambiante como la actual, sino de lugares comunes trufados de un imaginario naíf y bucólico, en el que la estética capilar cobra cada vez más neto protagonismo.
De lo que se ocupan en el fondo las insensatas propuestas de estos nuevos gurúes es de provocar un vuelco radical del sistema constitucional, algo de difícil encaje con el régimen que nos ha permitido disfrutar de los mayores años de prosperidad en nuestra historia contemporánea. Como dejó sentado la Sentencia Constitucional 48/2003, sobre la vigente ley de partidos, el sometimiento de todas las formaciones políticas a los principios democráticos no puede limitarse, en nuestro ordenamiento, al respeto meramente formal o aparente del orden que se desprende del entramado institucional y normativo de la Constitución, sino de la adhesión a su principal derivada: la estricta observancia de un sistema de poderes, derechos y equilibrios sobre el que toma cuerpo una variable del modelo democrático que es la que propiamente la Constitución asume al constituir a España en un Estado social y democrático de Derecho.
En esta misma decisión, salida de la impecable pluma del llorado maestro don Manuel Jiménez de Parga, se recordaba también que el artículo 6 de nuestra Carta Magna contiene una configuración constitucional de los partidos según la cual, para merecer la condición de tal, ha de poder ser expresión del pluralismo político y, por lo tanto, no es constitucionalmente rechazable que un partido que con su actuación ataca al pluralismo, poniendo en peligro total o parcialmente la subsistencia del orden democrático, incurra en causa de disolución. Algo que no es sino la traslación a España de la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que considera conforme a derecho ilegalizar formaciones cuando se ponga en peligro por una determinada opción el pluralismo de las ideas y los partidos, inherente a la democracia, y del resto del sistema constitucional básico, pretendiendo, desde el sistema, acabar con él al imponer otro modelo diferente (así, STEDH, de 31 de julio de 2001, caso Refah Partisi -Partido de la Prosperidad- contra Turquía, como muestra).
Como se puede advertir, en la contienda política no todo vale. Y, al igual que sucede en otras naciones europeas con sólido régimen constitucional, los partidos deben proponer ideas y programas a partir de la aceptación de las libertades y los derechos, económicos y sociales, que vienen determinados por los principios constitucionales, interpretados por los tribunales encargados de su recta aplicación.
No hacerlo así es arriesgarse a quedarse fuera de la ley, además de estarlo de la razón y de la más elemental prudencia.