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La honorabilidad a examen; por Joaquín Meseguer Yebra, Inspector General de servicios del Ayuntamiento de Madrid y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

04/09/2014
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El día 3 de septiembre se ha publicado en los diarios regionales del grupo Vocento, un artículo de Joaquín Meseguer Yebra, en el cual el autor opina que resulta de vital importancia para la credibilidad de la Oficina de Conflictos de Intereses que los resultados de su gestión sean más transparentes.

LA HONORABILIDAD A EXAMEN

Los viejos problemas persisten y pocas (nuevas) las soluciones que discurrimos en este país para prevenir y combatir la corrupción pública. Es alarmante, por no decir irritante, la resistencia recalcitrante del legislador a adoptar siquiera alguno de los remedios más eficaces que la experiencia foránea nos brinda. Los descuidos más burdos y groseros no deberían requerir soluciones sofisticadas si se trata de poner coto a tanto desmán cometido y ahora alumbrado. Debería bastar con afrontar los problemas con verdadera voluntad de solventarlos, huyendo de la retórica de las nuevas vueltas a una tuerca ya inservible debido a su holgura.

Por todos es sabido que la corrupción genera importantes perjuicios no solo económicos para los países que se ven afectados por esta lacra, y que daña gravemente su credibilidad en el contexto internacional. Solo quien hace caja con la corrupción puede hallar provecho en aquellos países entregados a este tipo de prácticas, convirtiéndolos a su paso en espacios yermos y cautivos de la desigualdad social y la tiranía. La estabilidad en el empleo, el crecimiento sostenido, el desarrollo científico y tecnológico y la inversión generadora de la verdadera riqueza huyen horrorizadas cuando el tufo de la corrupción impregna el sustrato gubernamental y, con él, el proceso de adopción de las grandes decisiones.

Como un intento más de combatir y prevenir este fenómeno en la esfera de lo público, se tramita actualmente en las Cortes Generales el proyecto de ley reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado. Se trata del cuarto texto con vocación generalista en esta materia desde principios de la década de los ochenta, que se aproxima más a un mero revoque de fachada que a un compromiso de atajar con firmeza los escándalos que han inundado el panorama de lo público en España. Una nueva norma con grandes propósitos pero sin extraordinarias novedades que acabará, si no se evita, arrastrando el fatigoso lastre de su aplicación como ya ha ocurrido en tentativas anteriores.

El proyecto de ley hace pivotar la legitimidad del alto cargo sobre la idea de idoneidad, que se evaluará, a su vez, desde tres perspectivas distintas: la honorabilidad, la experiencia y la formación del alto cargo. El primero de estos ingredientes, la honorabilidad, podría identificarse como el elemento ético de la idoneidad, un concepto común, no jurídico, que el proyecto equipara prácticamente a la inexistencia de ciertos, no todos, antecedentes penales en la persona designada. Sin embargo, la honorabilidad, condición sagrada de desgraciada actualidad por haber abandonado a algún ‘molt honorable vitalicio’, se define por la RAE como cualidad de aquel que es digno de ser honrado o acatado, evocando una idea de legitimidad que reside en factores morales y de conducta, mucho más exigentes aunque también más etéreos que los definidos en el proyecto de norma. Ya lo decía Séneca: el honor prohíbe acciones que la ley tolera.

La Oficina de Conflictos de Intereses, que ya existe, pero de cuyo trabajo apenas nadie tiene noticia, será la encargada de apreciar la honorabilidad de los altos cargos sobre la base de una extravagante “declaración responsable” que aquéllos deberán formular, y en la que deberán asegurar que no están incursos en ninguna causa que la menoscabe. Resulta grotesco imaginar a quien no sea merecedor de tal calificativo, declarar en contra suyo que no lo es, por lo que es incomprensible por qué dotando el proyecto de importantes facultades de comprobación a la Oficina no se le encomienda directamente esta labor de verificación sin exigir este absurdo trámite. Más alarmante aún es que en el proyecto no haya evidencia alguna de que el examen de idoneidad deba efectuarse en un momento previo al nombramiento, ya que nunca se habla de candidatos sino de altos cargos.

En mi opinión, resulta de vital importancia para la credibilidad de esta Oficina que los resultados de su gestión sean más transparentes. El proyecto solo impone una verdadera obligación de información al Congreso de los Diputados, mientras que la información que se publicará en el BOE será tan agregada y reducida a datos numéricos irrelevantes, que obstaculizará la posibilidad de efectuar una auténtica supervisión y una rendición de cuentas en toda regla.

Por último y aunque el proyecto eleva el rango orgánico de la Oficina, no es menos cierto que lo hace a cambio de renunciar nuevamente a la tan reivindicada (y argumentada) autonomía propia de los órganos de control. No acaba de comprenderse bien cómo en plena sucesión infinita de sobresaltos aún no hemos sido capaces de entender que la autonomía de una institución de esta naturaleza, debidamente dotada y capacitada, es una verdadera garantía para la democracia. No podemos ignorar que, en el ámbito de las Administraciones, rango orgánico y autonomía están muy a menudo relacionadas, pero no son lo mismo. No basta elevar uno para salvaguardar mejor la otra. No olvidemos lo que nos acaba de recordar la Comisión Europea en su informe de lucha contra la corrupción en la Unión Europea (2014), en el que manifiesta que nuestra ley de transparencia no garantiza suficientemente la independencia del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno como órgano de control, órgano que al igual que la Oficina de Conflictos de Intereses estará adscrito al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas.

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