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Ramón Trillo Torres

Diálogos de Cataluña

08/07/2014
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Puedo imaginar una no improbable conversación entre dos ciudadanos españoles, uno de ellos catalán. Ambos razonablemente cultos, no politizados en exceso pero atentos a los acontecimientos de cada día, sobre los que mantienen opiniones de primera mano en las que no profundizan, salvo que el diálogo les haga interesarse en matices en los que en otro caso no se detendrían. Caída su charla en el tema de Cataluña, antes de continuar deciden aligerarlo de hojarasca: no traerán a colación ni el seny ni la rauxa ni evocarán las palabras de gentil cortesía que Cervantes dejó escritas en El Quijote para Barcelona. Apoyado en el bicentenario de la toma de Barcelona por el duque de Berwick en 1714, el catalán evoca la hendidura que entre el resto de España y Catalunya se hizo agriamente honda desde el reinado de Felipe V de Borbón y su Decreto de Nueva Planta de 1716. (…)

Ramón Trillo Torres es Magistrado Emérito del Tribunal Supremo.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 45 (mayo 2014)

I

Puedo imaginar una no improbable conversación entre dos ciudadanos españoles, uno de ellos catalán. Ambos razonablemente cultos, no politizados en exceso pero atentos a los acontecimientos de cada día, sobre los que mantienen opiniones de primera mano en las que no profundizan, salvo que el diálogo les haga interesarse en matices en los que en otro caso no se detendrían.

Caída su charla en el tema de Cataluña, antes de continuar deciden aligerarlo de hojarasca: no traerán a colación ni el seny ni la rauxa ni evocarán las palabras de gentil cortesía que Cervantes dejó escritas en El Quijote para Barcelona.

Apoyado en el bicentenario de la toma de Barcelona por el duque de Berwick en 1714, el catalán evoca la hendidura que entre el resto de España y Catalunya se hizo agriamente honda desde el reinado de Felipe V de Borbón y su Decreto de Nueva Planta de 1716.

– Lo llamó el Rey Decreto de Nueva Planta de la Real Audiencia del Principado de Cataluña, pero detrás de esta modesta expresión, que solo insinúa un simple cambio en su interna organización, se escondía la demolición real y efectiva del sistema político y del derecho privado que hasta entonces habían regido El Principado: sus Cortes Generales y su Diputación del General (Generalitat) desaparecieron, quedando sus procuradores incorporados a las Cortes de Castilla y así se cegó el venero que alimentaba el desarrollo autónomo del derecho catalán, al haberse suprimido el órgano propio capaz de dictar nuevas leyes y pasando a ser gobernada Cataluña en la esfera central por el Consejo de Castilla y en su propio territorio por un Capitán General y una Real Audiencia de nombramientos regios, que de consuno, por el llamado Real Acuerdo, la regían en cuestiones de administración y gobierno, sin rastro alguno de los pactos que juraban respetar los antiguos reyes de la Casa de Austria, como los había jurado también el propio Rey Felipe en Cortes reunidas en 1701-1702.

Le consta, también, querido amigo españolista, que en esta “Nueva Planta”, en la que se suprimieron las “plazas nacionales” reservadas a los naturales del Principado, se tuvo prejuicio en contra de los catalanes, a los que se les vetó en la práctica el acceso a los cargos más importantes, como los de Regente de la Audiencia y los de Fiscales, reservados a los castellanos, lo que motivó reiteradas protestas, como la contenida en el Memorial de Greuges de 1760, de modo que Catalunya se quejó desde entonces de que los oficios públicos eran cubiertos principalmente por castellanos, con agravio de los naturales, prejuicio que se extendió incluso al supremo órgano de Gobierno de Cataluña en Madrid, el Consejo de Castilla -una vez que el Rey Felipe había suprimido también el Consejo de Aragón, hasta entonces máxima instancia central de los Reinos de la vieja Corona de Fernando el Católico- pues de los 311 consejeros nombrados por la nueva dinastía entre 1707 y 1834 (fecha de supresión del Consejo de Castilla) solamente trece fueron catalanes.

Es por eso -concluyó el catalán- que desde entonces Catalunya se siente disminuida en lo que de siempre ha pensado que debe ser respetado de su propia identidad, tal como ella la ama y la vive, su lengua, su derecho propio, sus poderes de decisión política, de organización de su propia vida.

Tal como me pide -reaccionó el no catalán-, no le voy a hablar ni del seny ni de la rauxa, tampoco de las palabras de Cervantes, pero por mi parte le voy a rogar que no siempre me recite “los versos más tristes esta noche”.

Habla de su Decreto de Nueva Planta -hubo otros anteriores, para Aragón, Valencia y Baleares- y en su perspectiva y valoración tiene explicación el sentimiento de melancolía que rememoran cada año en La Diada, pero reitero que los versos a recitar no ameritan ser “los más tristes esta noche” por lo que imaginan que pudo haber sido y no fue.

A mi modo de ver, lo que hizo el Rey Felipe no fue tanto una venganza -en el Decreto de Cataluña no se habló del derecho de conquista, que sí se mencionaba en los otros- como de la ejecución de un plan general que consideraba más benéfico para la gobernación de sus reinos, sometiéndolos a unas mismas leyes e instituciones políticas, en vez del sistema de pactos y fueros e instituciones diferentes con que se había desempeñado la Monarquía de los Habsburgo, puesto que aquel descendía de los Luises de Francia que, a diferencia de los Austria, eran casi tan jacobinos avant la lettre como los de la Revolución que a la postre los llevaron a la guillotina.

De todas formas algunas mercedes salieron a favor de los catalanes de este hálito de uniformidad: se les abrió el comercio de Indias, antes reservado a Castilla y al monopolio portuario de Cádiz y fue tan buena para Cataluña la ventura, que acabó siendo tierra de habaneras y fue también el Rey Felipe quien inició el proteccionismo del mercado español que duró casi tres siglos y que con tanto acierto y eficacia aprovecharon como no supo hacerlo ninguna otra tierra de España.

Cierto que la extinción de sus Cortes acabó con el poder particular para intervenir en la facultad legislativa del Rey, pero cierto también que Cataluña puso exitoso empeño en mantener la identidad de su derecho privado y pudo hacerlo porque permaneció la posibilidad de renovarlo a través de la jurisprudencia que había estado en el origen de los Usatges, mediante la adaptación por la Real Audiencia a sus concretas circunstancias del derecho común -canónico y romano- consagrado como fuente supletoria de tu derecho. Ahí se atrincheró el quehacer de sus juristas y por eso permanecieron dos de sus más queridos legados jurídicos: la protección de la familia y su permanencia patrimonial, imponiendo la libertad de testar no limitada por las legítimas, y el sistema de propiedad enfitéutica, esto es, de distinción entre el dominio directo y el útil, para hacer así más pacífica y participativa la propiedad de los bienes como elemento de estabilización de la sociedad.

Cambió de tercio el catalán:

¿Y que me dice de la lengua, esa unidad hipostática al ser profundo de Cataluña?.

Ya el Decreto de Nueva Planta había ordenado que las causas ante la Real Academia se sustanciara en castellano y más tarde se encomendó a los Corregidores que gobernaban la vida municipal que solapadamente, con disimulo y evitando ofender a su arraigo en la población, procurasen desplazar al catalán a favor del castellano, manteniéndose desde entonces una falta de aprecio oficial a la lengua catalana cuya ofensiva injusticia sentida por la población del país había sido incluso apreciada por el rey Alfonso XIII, que en su primer viaje a Barcelona en el año 1904 improvisó la promesa de que en su próxima visita la hablaría, promesa que nunca cumplió, pero que acredita su inmediata percepción del malestar que provocaba el menosprecio que los catalanes entendían que se le hacía a su lengua.

Sorprendido por la larga histórica que su contertulio daba al agravio lingüístico, quiso el español no catalán mostrar una cercanía que no excluyese la sinceridad y en esta onda expresó su admiración por la intensa naturalidad del empeño de la sociedad civil catalana por mantener viva y eficaz su lengua, de modo que es la única de los cooficiales de España que ha gozado sin interrupción de transversalidad social en su uso como medio ordinario de comunicación, circunstancia en absoluto predicable ni del vasco ni del gallego.

A título descriptivo, manifestó que si observaba el tiempo que suponía que los catalanes considerarían el más duro para su lengua, el del régimen de Franco, nadie tendría que contarle como pasó, porque los de su quinta eran testigos directos de que se hablaba con normalidad en la vida diaria por todas las clases sociales, desde el noble de añeja solera que siente nostalgia a la vista de antañonas escrituras de rabassa morta hasta el austero payés que sueña cosechas ubérrimas, desde el intelectual urbano de gusto afrancesado hasta el acaudalado impulsor de manufacturas o el modesto botiguer que se enfrascan en sus cuentas y proyectos o, en fin, la figura del tópico caganer que en el confort de una sombra aprecia complacido el efecto generoso y aliviador de la fuerza aplicada en cuchillas. A todos ellos se les veía también entonces pensando y hablándose a sí mismos, queriéndose, ignorándose u odiándose, relacionándose, en fin, en su lengua íntima, familiar, materna, su bien amado catalán, sazón que ya mucho antes había sublimado Eugenio d´Ors (Xenius) al diseñar la figura de Teresa, La Bien Plantada, hablando con sus amigos “en un catalán puro y bien acordado”.

Me agrada mucho lo que me dice -intervino el catalán- que aprecie el natural valor que damos a relacionarnos en nuestra lengua, que ha permanecido en todos los estamentos de la sociedad a pesar de vérselas con la históricamente favorecida utilización por las instancias oficiales de una potencia lingüística del calibre del castellano y por eso nos es difícil entender que desde fuera de Cataluña a veces se sea tan reticente con nuestro deseo de fortalecerla, sin comprender que incluso más que una pasión de amor -como por alguien se ha calificado nuestra relación con ella- constituye para muchos de nosotros la entraña misma de nuestro ser y estar en sociedad. De ahí que nos sepa mal y que nuestra reacción sea áspera, por ejemplo, cuando los jueces cercenan la enseñanza del catalán en las escuelas.

Bien, -acusó el reproche el no catalán- así como acordamos evitarnos hojarasca literaria, acordemos ahora no meternos en enredos jurídicos y veamos la cuestión en términos de simple racionalidad social.

Según tengo entendido por lo que veo en la prensa, los jueces están diciendo que en las escuelas públicas de Cataluña todos los alumnos han de incorporarse al régimen de estudios común, en el que tanto el catalán como el castellano deber ser considerados lenguas vehiculares, es decir, que ninguna de ellas puede ser relegada al nivel de una simple asignatura, como sería el caso de la enseñanza de una lengua extranjera, pero reconociendo de todas formas que el catalán sea el centro de gravedad de la enseñanza pública en Cataluña, utilizándose por eso normalmente como lengua vehicular y de aprendizaje, pero sin que ello obste a que también el castellano deba reconocérsele esta doble condición de lengua de comunicación ordinaria, vehicular, entre quienes, como acontece en Cataluña, tengan lenguas maternas diferentes, dejando en manos de la Generalitat la proporción en que deben utilizarse una y otra en la enseñanza, atendiendo al grado en que se vaya produciendo la plena normalización en la sociedad del uso lingüístico del catalán, de modo que hasta entonces las autoridades autonómicas podrán ordenar una especie de discriminación positiva en favor del catalán, pero siempre sin relegar al castellano a la simple situación de asignatura.

Creo, -dijo el catalán-, que aproximadamente es eso lo que dicen los jueces y por eso la irritación de quienes no queremos que se suavice el sistema de plena inmersión de los alumnos exclusivamente en el catalán, por entender que solo así se normalizará su uso en mi tierra.

– Bueno, pero me habrá usted de reconocer que para un observador externo el sistema que estamos atribuyendo a los jueces aparecería como fundado en un razonable criterio de equilibrio y, desde luego, sin minusvaloración alguna del catalán, sino más bien todo lo contrario, porque tampoco hay que desconocer la realidad y la utilidad social de que una lengua tan espléndida y expandida como el castellano forme parte con naturalidad del paisaje y acontecer ordinario de Cataluña.

Para algunos catalanes ese es precisamente el problema, la formidable potencia del castellano.

– Bien, pero es muy posible que para otros muchos catalanes esa sea precisamente la razón de que quieran preservar el pacífico bilingüismo que hoy luce en Cataluña ...

II

Puesto que a su aire trajo usted a primera colación la fecha de 1714, quiero yo hacer a partir de élla un largo recorrido, casi un salto mortal y colocarme en el tiempo de La Ciudad de los Prodigios novelada con realismo mágico por Eduardo Mendoza para el tiempo comprendido entre las dos Exposiciones Universales de Barcelona, la de 1888 y la de 1929.

Durante los más de dos siglos transcurridos entre la conquista de Barcelona por el duque de Berwick y el final de la Dictadura de Primo de Rivera Cataluña fue gobernada con las leyes políticas comunes a toda España y participó plenamente en los avatares que acontecieron a toda la nación, incluso los de más grave e importante incidencia, como los derivados de la guerra contra la ocupación francesa, las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, las guerras carlistas, el derribo de Isabel II, la Primera República y la Restauración regulada por Cánovas o la pérdida de las colonias, teniendo en todos los casos reacciones públicas ante los acontecimientos no sustancialmente diferentes al común de los ciudadanos españoles, no obstante lo cual a ello hay que añadir que oculta y pacíficamente, sin estridencias, inclinando el torso y atenta la mente a sus quehaceres, los catalanes fueron a la vez capaces de crear las primeras manufacturas propias de una economía superadora de la del antiguo régimen, una economía industrial que tuvo su salida comercial fundamentalmente en el mercado español y en el cubano y filipino mientras estas tierras fueron de España.

Quiero decir con esto, mi querido amigo catalán, catalanista y no se si también independentista, que no me parece que la sujeción a un régimen político común a todos los españoles centralizado en Madrid durante esos doscientos años haya perjudicado a la prosperidad económica de los catalanes, que siempre consiguieron de ese poder que les asegurase el monopolio del mercado español para sus mercancías y que alcanzó a que Barcelona pudiese llegar a ser novelada como una Ciudad de los Prodigios. Guardando las debidas y descomunales proporciones, casi como aquella Norteamérica que en el gozne de los siglos XIX y XX explosionó en los míticos capitalistas que parecían no tener límite a su expansión y que, como ellos, también en Cataluña los que consiguieron fortuna dieron cobijo económico a la local y espléndida manifestación artística del modernismo.

Va usted muy rápido, caballero y alisa demasiado la larga historia de dos siglos: es cierto que nosotros, los catalanes, no desaprovechamos las sustanciosas oportunidades que se nos ofrecían en el cautivo mercado español del que fueron componente típico nuestros viajantes de comercio, pero llegó un momento, cercano al tiempo de La Ciudad de los Prodigios, en que nuestro desarrollo económico y social empezó a pedir algo más, a rememorar nuestra cultura y a demandar más espacio político de autonomía, a la vista de que España ya no era el país que nos abría el paso a unas colonias ya perdidas y a la que empezamos a percibir cada vez con más evidencia como perdedora en la dialéctica de la modernidad, anclada en un mesetarismo grato a la generación del 98, con Madrid en imagen de un poblachón manchego ajeno a los resortes de la economía y con mentalidad de covachuelistas, aristócratas latifundistas y una clase media con anacrónicos prejuicios de hidalguía, mientras que nosotros, en Cataluña, atizábamos el buen fuego de la producción industrial y por eso nos enfrentábamos al temor a la violencia del mundo obrero, a todo lo cual se contestaba desde el Gobierno mandando gobernadores civiles obtusos, monomaníacos del castellano y con frecuencia sencillamente ignorantes del entorno al que accedían.

Hombre, me interesa la alusión que Vd. hace a la violencia obrera en su tierra en los tiempos que rememoramos y que, a mi juicio, condicionó definitivamente las posibilidades de una fuerte autonomía política fundada en la potencia económica de la burguesía catalana más sensible al catalanismo.

Dando por hecho que en Cataluña, igual que en Inglaterra y en el resto de los países que iniciaron el despegue industrial en el siglo XIX, el calificativo más suave a merecer para la situación general de explotación de los trabajadores vista desde la perspectiva actual sería el de escasamente humanitaria y por eso justificadora de reacciones cuando menos ásperas, sin embargo allí éstas se mostraron con una especial violencia, animadas por lo que Vicens Vives llamó “bullanga revolucionaria” de la que surgieron “la acción violenta, las jornadas sangrantes, el arrebato dramático de los levantamientos populares”.

En estas circunstancias, la burguesía nueva, pujante y creadora, que tenía ya mucho que conservar, entiendo que reaccionase con miedo no injustificado y buscase cobijo en la fuerza política y física que solo le podía prestar el Gobierno de Madrid, que así, por un lado, le garantizaba un mercado amurallado por los aranceles y, por el otro, le aseguraba el orden público que consideraba necesario para el desempeño económico.

... (Resto del artículo) ...

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