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Rafael Navarro Valls

La leyenda Kennedy (II): el asesinato

04/07/2014
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Las caras sonrientes de los ocupantes de la gran limusina descapotable, que conduce a los matrimonios Kennedy y Connally, se asemejan a las de unos felices excursionistas en un día de sol espléndido en el centro de Dallas (Texas). No parece noviembre. Una multitud bulliciosa lanza gritos de bienvenida. Tan es así que Nellie Connally – la esposa del gobernador de Texas John Connally –se vuelve alegre hacia Jackie Kennedy y le dice: “ No diréis que Dallas no os acoge con entusiasmo”. Un segundo antes se ha escuchado una especie de petardeo que se pierde entre el ruido de los coches de la comitiva presidencial. Las palomas posadas en el techo del edificio Texas School Book Depository levantaron el vuelo. Fue el primer disparo, que se incrusta en el asfalto de Elm Street. Tres segundos después, otra segunda bala atraviesa limpiamente la espalda y garganta del presidente Kennedy, perforando también la espalda, mano y pierna del gobernador Connally. El dolor le hace exclamar a este: “Dios mío nos van a matar a todos” (…)

Rafael Navarro Valls es Catedrático, académico y autor de la Leyenda Kennedy (I): Los tres hermanos.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 45 (mayo 2014)

I. EL DRAMA

Las caras sonrientes de los ocupantes de la gran limusina descapotable, que conduce a los matrimonios Kennedy y Connally, se asemejan a las de unos felices excursionistas en un día de sol espléndido en el centro de Dallas (Texas). No parece noviembre. Una multitud bulliciosa lanza gritos de bienvenida. Tan es así que Nellie Connally – la esposa del gobernador de Texas John Connally –se vuelve alegre hacia Jackie Kennedy y le dice: “ No diréis que Dallas no os acoge con entusiasmo”.

Un segundo antes se ha escuchado una especie de petardeo que se pierde entre el ruido de los coches de la comitiva presidencial. Las palomas posadas en el techo del edificio Texas School Book Depository levantaron el vuelo. Fue el primer disparo, que se incrusta en el asfalto de Elm Street. Tres segundos después, otra segunda bala atraviesa limpiamente la espalda y garganta del presidente Kennedy, perforando también la espalda, mano y pierna del gobernador Connally. El dolor le hace exclamar a este: “Dios mío nos van a matar a todos”.

La tercera bala es definitiva: alcanza en el cráneo al presidente destrozándole el cerebro. Jackie Kennedy hace un movimiento extraño gateando hacia atrás. Luego declarará que fue un movimiento espontáneo para “rescatar” un trozo de cerebro de su marido que la bala había lanzado hacia la parte trasera de la limusina. De hecho, parte del cráneo del presidente fue encontrado al día siguiente en la calle. El resto del cerebro desaparecería misteriosamente después de la autopsia. Al parecer, lo recibió Robert Kennedy en un cubo de acero inoxidable y nunca más se ha sabido de él.

Los relojes de la plaza Dealey marcaban las 12,30 del 22 de noviembre de 1963. Mientras el chofer del coche presidencial aceleraba a fondo hacia el hospital Parkland- allí morirá el presidente el mismo día a las 13 horas - comienza la caza del hombre. Un ex marine llamado Lee Harvey Oswald, que trabajaba en el depósito de libros desde donde partieron los disparos, es localizado después de un tiroteo en el que resulta muerto el oficial de policía J.D.Tippit. Se refugia en el Texas Theatre, un cine de la calle Jefferson Boulevard, donde proyectan la película de Van Heflin, War is Hell. La policía irrumpe en el local y después de un forcejeo con Oswald- que iba armado- este es detenido.

Dos días después, al trasladarlo hacia la prisión del condado, recibirá un proyectil en el abdomen disparado por una pistola que sostiene Jack Ruby, dueño de un nigth club, a cuatro metros y medio. Son las 11.21 del domingo 24 de noviembre. Oswald morirá a las 13 h., en el mismo hospital donde murió Kennedy y a la misma hora.

II. DRAMATIS PERSONAE

1. JFK, el presidente asesinado

La noticia de la muerte del joven presidente produjo un impacto brutal. De Alaska a Tierra de Fuego, de Tokio a Madrid, de Macao a Hawai una ola de estupefacción y dolor recorrió el mundo. Algunos ejemplos. Latinoamérica era un largo sollozo: se puso el nombre de Kennedy a colegios, calles y viviendas. En Irlanda, “fue un diluvio de lágrimas”. Desde Londres, David Bruce informó: “Jamás la Gran Bretaña ha sentido tanto la muerte de un extranjero como en el caso de JFK”. En Nueva Delhi la gente lloraba por las calles. Seko Ture decía en Guinea: “He perdido al mejor amigo que tenía fuera de mi país”. Ben Bradlee, por entonces director de Newsweek, más tarde del Washington Post y amigo personal del presidente, confesó que cuando supo su muerte “quería desesperadamente escribir algo, pero estaba temblando por fuera y por dentro, y no sabía si podría hacerlo”. La mayor parte del Gabinete iba en vuelo hacia Japón cuando llegó la noticia. Volvieron a Washington tras un viaje agotador por el Pacífico, en una atmósfera sombría de silencio y dolor.

Washington era una agonía. Lo demostraron sus funerales. Se calcula que en el trayecto de la Casa Blanca a la catedral de San Mateo más de un millón de personas rindieron homenaje al presidente asesinado. Destacaba en el cortejo la imponente figura de Charles De Gaulle. Jackie Kennedy recibió millón y medio de mensajes de condolencia. Según una encuesta, el 92% de los americanos estaban profundamente entristecidos y el 75% había rezado por el presidente asesinado, su mujer y sus hijos.

Como diría Ted Sorensen, su ayudante especial, cuando lo asesinaron, “Jack Kennedy estaba viviendo en la cúspide”. Todo parecía estar moviéndose a su favor. A Kennedy “le encantaba ser presidente, y disfrutaba siéndolo “. Nunca se quejaba por la “terrible soledad del cargo” ni sus “espantosas cargas”. En el plano internacional – si se exceptúa Vietnam- las cosas iban bien. La catarsis de los misiles soviéticos en Cuba condujo a la larga a la firma del tratado de prohibición de experiencias nucleares y un viaje a Moscú era muy probable. En la vertiente nacional, ya comenzaba a prepararse para la reelección. El propio viaje a Texas era pre-campaña electoral y, en apariencia, su salud mejoraba. El posible contrincante republicano –él esperaba que fuera Barry Goldwater - no “tiene la menor oportunidad”, según el propio Kennedy. Y de pronto, el silencio.

Tanto Ted Sorensen como Schlesinger, en sus biografías apasionadas, ayudaron a configurar un aura mítica en torno al joven presidente. No todos pensaban igual. Para el periodista I.F.Stone, Kennedy era un “príncipe azul” que salvó su reputación precisamente gracias a su asesinato, “en un contexto político extremadamente problemático “. Para Norman Mailer, Jack era “un camaleón”, un actor capaz de vivir mil papeles, pero sin un norte claro. Thomas Snégaroff hablará de la “desacralización del mito Kennedy” a partir de los 70, cuando el escándalo Watergate desencadenará una sed de transparencia política. Las dudosas costumbres sexuales del fogoso Jack Kennedy, su salud –no tan buena como dice Sorensen-, sus ambigüedades y las contradicciones de su Administración, sus errores en Vietnam, que prácticamente obligarían a Lyndon Jonson – con unos asesores en política exterior heredados de Kennedy- a una escalada bélica que acabaría con su presidencia, son datos que hoy, con perspectiva de medio siglo, ayudan a entender algo mejor su figura.

Pero en el momento del brutal asesinato, esto quedó en la penumbra. Lo que destaca era el atentado contra el líder político de Occidente, la juventud del presidente, su valentía y su glamour, su preocupación por las minorías ...Su asesino había hecho algo así como matar al sueño de los sesenta.

Cuando su cuerpo llegó al Parkland Hospital todavía respira. Pero, como dicen los médicos, se trata solo “del soplo de los agonizantes”. La herida de la garganta exigirá una traqueotomía de emergencia, su abundante pelo castaño es apartado para dejar descubierta una enorme abertura en el cráneo, masajes cardíacos, esfuerzos denodados durante casi media hora..., todo es inútil, ya no queda vida en el cuerpo exánime. Los miembros del servicio secreto abren paso al padre Oscar Huber, que le administra los últimos sacramentos católicos. “Estoy seguro – dice a Jackie- que su alma todavía no ha abandonado el cuerpo del presidente. Estos sacramentos son fructuosos”.

Pero la pesadilla aún no ha concluido. Los médicos del Parkland disputan con el Servicio Secreto sobre la autopsia. El homicidio ha tenido lugar en Dallas: “Aquí ordena la ley que se haga la autopsia”, dice el Dr. Earl Rose. Roy Kellerman, agente del servicio secreto del presidente, zanja la discusión con dureza: “Nos vamos a Washington. Allí le harán la autopsia. Hace falta algo más que una ley para detener este traslado”.

El Air Force One despegará pasadas las 14 horas. El cuerpo de JFK irá en la parte de cola continuamente acompañado por Jackie Bouvier Kennedy, su esposa.

2. Jacqueline Bouvier Kennedy, la viuda

Ella será quien más sufrió durante y después del asesinato de Jack Kennedy.

Jacqueline Bouvier (Jackie, llamada familiarmente) nace en Southampton (Nueva York) el 29 de julio de 1929 en el seno de una familia católica y republicana. Cuando tiene once años, sus padres – J.V.Bouvier III y Janet Norton- se divorcian. Janet vuelve a casarse con Hugh D. Auchincloss, un abogado y hombre de negocios adinerado. Educada en los mejores colegios, Jackie tiene 22 años cuando es contratada como fotógrafa por el Washington Times-Herald. Por esas fechas, conoce al joven senador JFK.

Un año después – 12 de septiembre de 1953- contraerán matrimonio, estableciéndose en Hickory Hill, Virginia. No es una mujer fuerte. Sometida, además, a la tensión de las constantes infidelidades de su marido, fumará hasta tres paquetes de cigarrillos diarios y su salud acabará resintiéndose. Morirá relativamente joven: a los 64 años. Sus partos serán difíciles. Entiende poco de política y permanecerá al margen de ella en el frenético entourage que le rodea. Será “un bello florero” que su marido utilizará de vez en cuando en sus correrías políticas. En el viaje a Texas, por ejemplo, al presentarse el presidente Kennedy en alguno de sus discursos repitió alegremente lo que dos años antes había dicho en París: “Soy el marido de Jackie. Me llamo Jack Kennedy y la acompaño en este viaje”.

Sin embargo, Jackie inicialmente no parecía muy decidida a acompañar a su marido en la gira tejana. No solía hacerlo en los viajes dentro de Estados Unidos. Sólo accedió a la vuelta de su estancia en Grecia, donde fue huésped de Aristóteles Onassis, con el que, años después, se casaría en segundas nupcias en un matrimonio poco afortunado.

La víspera del 22, eligió para ponerse un vestido de color rosa, que era uno de los preferidos por el Presidente. Después del asesinato, y no obstante las manchas de sangre que lo empaparon, no accedió a cambiarse. Con él descendió del avión en la base de Andrews, en Washington. Actualmente se mantiene en un contenedor libre de ácidos en un reducto abovedado sin ventanas. El aire filtrado dentro del recinto (a una humedad de 40% grados) se sustituye seis veces cada hora para preservar el delicado tejido de lana, que aún conserva la sangre del presidente.

Después de los momentos de terror en el coche con la cabeza ensangrentada del presidente en su regazo, mantuvo una tensa calma en el hospital. Una escena irreal tiene lugar ante la misma cama con el presidente muerto. Jackie retira su propia alianza y la introduce con dificultad en uno de los dedos de la mano izquierda de su marido.

Como hace notar Robert Dalleck:“ la trágica muerte de su marido pareció eliminar la rabia acumulada contra él por sus aventuras extramatrimoniales”. De hecho, en unas conversaciones para la posteridad con Arthur Schesinger - hechas públicas muchos años después, con motivo del 50º aniversario del asesinato- constantemente hablará de la “ejemplaridad “ de Jack Kennedy como esposo y padre. A partir del asesinato, parece como si Jackie hiciera el firme propósito- que mantendría toda su vida- de preservar la memoria de JFK.

Mantuvo la entereza cuando el vicepresidente Lyndon Johnson decidió jurar el cargo como presidente en el propio avión presidencial, accediendo a ponerse a su lado durante la ceremonia. Durante las cinco largas horas del vuelo entre Dallas y Washington no se separó del ataúd de su marido. Allí decidió que fuera enterrado en el cementerio militar de Arlington. Allí evocó las honras fúnebres de Lincoln y, probablemente, allí comenzó a diseñar una ceremonia que supuso la asistencia de representantes políticos de noventa y dos naciones, incluidos Anastasias Mikoyan – la mano derecha de Kruschev – y Charles De Gaulle.

La marcha de los líderes mundiales por la Avenida Conneticut de Washington produjo un ataque de pánico al servicio secreto. Johnson admitiría más tarde privadamente que temió ser asesinado por algún tirador desde la muchedumbre. El conocido periodista Drew Pearson escribiría– no sin ironía y algo de mala fe – que Jacqueline fue la que “exigió que los Jefes de Estado marcharan detrás del féretro en el funeral, lo cual podría haberle ocasionado un infarto a Johnson, neumonía a De Gaulle, y puesto en peligro la vida de los líderes del mundo libre si un asesino hubiera querido poner en riesgo la suya”.

Celebrado el funeral por el cardenal Cushing, la comitiva parte para el cementerio de Arlington el domingo siguiente al asesinato. A las tres y diez minutos de ese día, cincuenta reactores de las fuerzas aéreas, uno por cada Estado de la Unión, sobrevolaron el cementerio. Al final iba el Air Force One, como póstumo saludo. Minutos más tarde, Jackie encendería la antorcha que todavía lanza su llama sobre el túmulo. Se despide del presidente asesinado, alejándose del ataúd con Robert Kennedy. Un cuarto de hora después de que ella hubiera partido el ataúd es bajado al fondo de la sepultura.

Su apoyo será su cuñado Robert (Bobby), asesinado en 1968 cuando hacía campaña electoral como candidato a la presidencia de los Estados Unidos. Tras esta nueva tragedia, Jackie estalló. A la vuelta del entierro de Bobby Kennedy exclamaría: "Odio a este país. Están asesinando a los Kennedy y no quiero que mis hijos vivan aquí. Quiero marcharme fuera”. De hecho, meses más tarde - el 20 de octubre de 1968- se casó con el armador griego Aristóteles Onassis, en una boda celebrada en la isla de Skorpios. Al cabo de unos años la relación se deterioró rápidamente y Onassis empezó a tramitar su divorcio, al tiempo que intentaba reiniciar un nuevo romance con la cantante María Callas, con la que había roto para contraer matrimonio con Jacqueline Kennedy. Mientras estaban tramitando el divorcio, Onassis murió el 15 de marzo de 1975, dejando una notable herencia a Jackie y desencadenando un litigio con Christina Onassis, la hijastra de Jacqueline.

Pasó los últimos años de su vida junto a Maurice Tempelsman, un industrial belga, comerciante de diamantes. El 19 de mayo de 1994 murió en su apartamento de la Quinta Avenida de Nueva York, después de diagnosticársele un linfoma. Fue enterrada junto a su primer marido, en el cementerio de Arlington.

3. Lee H. Oswald, el asesino

El día de la muerte de Kennedy, Lee Harvey Oswald (LHO) tenía 24 años. Nació en Nueva Orleans sin llegar a conocer a su padre, Robert Lee Oswald, que murió de un paro cardíaco dos meses antes de nacer. Su madre – Marguerite- después del asesinato de Oswald, fue una auténtica pesadilla para abogados e investigadores por su tendencia histriónica, encantada de la publicidad que le suponía la muerte de su hijo, a su vez acusado de asesinato de un presidente.

Su infancia fue muy inestable. Antes de haber cumplido 18 años, Oswald había vivido en 22 residencias diferentes y asistido a 12 colegios distintos. Tuvo peleas con autoridades escolares y fue colocado bajo observación psiquiátrica. A los 17 años Oswald ingresó en los marines y fue seleccionado como francotirador. Sin embargo, en dos ocasiones fue sancionado por tribunales militares. Varios de sus compañeros lo describían como “retraído y antisocial”, “solitario e insignificante”. Otros hacían notar que, con frecuencia, hacía ostentación de “su filiación marxista”. Acabó saliendo antes de tiempo del cuerpo de marines y en 1959 viajó a Moscú.

Las autoridades rusas al principio lo rechazaron (y él se cortó las venas de una muñeca), pero posteriormente le permitieron quedarse en la ciudad de Minsk, donde trabajó en una fábrica de artículos electrónicos. En marzo de 1961 conoció a Marina Prusakova, una estudiante de farmacología de 19 años. Se casaron y tuvieron un hijo en febrero de 1962. En mayo, luego de mostrarse decepcionado de la vida en Rusia, Oswald y su esposa se presentaron a la embajada de Estados Unidos en Moscú y pidieron papeles para viajar a ese país como inmigrantes. Ese año se establecieron en Dallas, donde no ocultaba su simpatía por Cuba y a la que poco tiempo antes del asesinato de Kennedy intentó desplazarse, para lo que acudiría a Ciudad de México a lograr un visado de la embajada cubana en ese país. Un episodio confuso que no hace mucho ha vuelto a ser aireado para demostrar la “conexión cubana” de LHO.

El día del asesinato es uno de los empleados del Texas School Book Depository, el depósito de libros escolares de donde supuestamente han partido los disparos que han acabado con la vida del presidente. Numerosos testigos apuntan a una ventana, la del rincón del sexto piso, que hace ángulo entre Elm Street y Houston Street. Varios han visto incluso asomar el cañón de un fusil. Un hombre afirma haber visto claramente al tirador: un tipo joven, blanco y delgado. El edificio es materialmente invadido por la policía tejana, que encuentra un fusil con un visor telescópico: un Mannlicher-Carcano, recién disparado y con una cuarta bala en la recámara. El jefe del depósito avisa a la policía que falta un empleado: Lee Harvey Oswald, que estaba en ese piso en el momento de los disparos. Hay que encontrarlo.

Minutos después de las 14 horas, llega la noticia de la detención de un sospechoso por la muerte de un oficial de policía. No es otro sino LHO, el empleado desaparecido. Se atan cabos y la policía sospecha que su desaparición de la escena del crimen del presidente es más bien una huída. Aunque la encuesta sobre el asesinato del presidente corresponde exclusivamente a la policía de Dallas, el capitán Hill Fritz admite la participación de agentes del FBI y de la CIA en el primer interrogatorio a Oswald. Antes de su asesinato habrá tres largos interrogatorios en total.

Aunque Oswald niega todo- tanto la muerte del agente Tippit como la del presidente- los indicios se acumulan abrumadoramente sobre él. El rifle Carcano utilizado contra Kennedy lo compró él, bajo el nombre ficticio de A.J.Hidell. Sus huellas están en el fusil y en los libros sobre el que lo apoyó. Aparece una fotografía en la que posa con las armas requisadas. La prueba de parafina es también concluyente: no hay duda de que ha disparado, al menos, un arma. En sus bolsillos se le requisan balas del calibre 38, el mismo de las que han acabado con el policía Tippit, que lo interpeló ante la difusión por radio de la descripción del hombre visto en el depósito de libros y que coincide con los rasgos de Oswald. En rueda de testigos es reconocido como el joven que, con una pistola, disparó contra el oficial de policía. Su esposa, Marina, admite que el fusil utilizado para asesinar al presidente es de su marido. Más tarde confesará que en cuanto lo miró a los ojos, en la propia comisaría, la tarde del asesinato, supo que él había sido el asesino.

... (Resto del artículo) ...

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