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Owen Fiss

Privacidad en tiempos de terrorismo

14/05/2014
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En las últimas décadas, se han sucedido numerosos cambios en nuestro sistema de comunicaciones, algunos bastante sorprendentes, pero pese a todo ello la telefonía continúa siendo parte importante de dicho sistema. Es el medio que nos permite mantener conversaciones con amigos, familia y compañeros de trabajo cada vez más alejados geográficamente. Hay que admitir que una buena parte del intercambio de información que antiguamente se realizaba por teléfono, ahora se ha derivado al e-mail, especialmente cuando el propósito es transmitir información, comunicar directrices o dar opiniones. Aun así, seguimos recurriendo al teléfono cuando es necesario mantener una conversación, ya que la transmisión de la voz humana permite establecer una relación con los demás directa, altamente interactiva y en ocasiones espontánea. Mantener una conversación personal no es como escribir un diario. Podríamos suponer que los pensamientos o sentimientos expresados en la conversación permanecen con la persona con la que hablamos, pero esta asunción puede ser errónea (…).

Owen Fiss es Sterling Professor Emeritus of Law y Professorial Lecturer in Law en Yale Law School

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 43 (marzo 2014)

En las últimas décadas, se han sucedido numerosos cambios en nuestro sistema de comunicaciones, algunos bastante sorprendentes, pero pese a todo ello la telefonía continúa siendo parte importante de dicho sistema. Es el medio que nos permite mantener conversaciones con amigos, familia y compañeros de trabajo cada vez más alejados geográficamente. Hay que admitir que una buena parte del intercambio de información que antiguamente se realizaba por teléfono, ahora se ha derivado al e-mail, especialmente cuando el propósito es transmitir información, comunicar directrices o dar opiniones. Aun así, seguimos recurriendo al teléfono cuando es necesario mantener una conversación, ya que la transmisión de la voz humana permite establecer una relación con los demás directa, altamente interactiva y en ocasiones espontánea.

Mantener una conversación personal no es como escribir un diario. Podríamos suponer que los pensamientos o sentimientos expresados en la conversación permanecen con la persona con la que hablamos, pero esta asunción puede ser errónea. Esto ocurre incluso en un encuentro cara a cara. La persona con la que estamos hablando puede darse la vuelta y compartir el contenido de nuestra conversación con otras personas –de hecho incluso podría estar grabando de forma secreta la conversación con tal propósito-. Aunque este riesgo también está presente en una comunicación telefónica, este medio de comunicación presenta otra amenaza a la privacidad de la comunicación, derivada del hecho de que la conversación se transmite electrónicamente. Cualquier persona podría tener acceso a dicha transmisión, escucharla y grabar lo que se esté diciendo.

En el siglo veinte, conforme se fue universalizando la telefonía y se generalizaron las conversaciones telefónicas, la ley trató de establecer mayores garantías contra los peligros de estas escuchas por terceros (a las que se denominó “pinchazos telefónicos” debido a la tecnología empleada inicialmente para transmitir las señales telefónicas). Desde 1934, el Congreso prohibió los pinchazos telefónicos por parte de entidades privadas. Aunque quedaba la duda de si los funcionarios del Gobierno estaban sujetos a esta Ley, en 1967 el Tribunal Supremo consideró que la Cuarta Enmienda limitaba la autoridad de los funcionarios federales para realizar estas escuchas, siendo necesario obtener una orden judicial que autorizara dichas interceptaciones.

La prohibición legal contra las escuchas telefónicas por terceros privados no ha sido modificada y continúa siendo una característica inmutable del panorama legal. No obstante, la norma constitucional que protege la privacidad de las conversaciones telefónicas frente a las interceptaciones del Gobierno se ha visto seriamente perjudicada. Este cambio en la situación es parcialmente atribuirle a la renuencia del Tribunal Supremo a la hora de salvaguardar de forma enérgica y completa los valores protegidos por la Cuarta Enmienda. Y diría más, esto es atribuible a los eventos del 11 de septiembre de 2011. Los ataques terroristas de aquel día dieron lugar a una enorme presión para ampliar los poderes del Ejecutivo en cuanto a la protección de la Nación y algunas de estas medidas comprometieron importantes principios del orden constitucional.

LA GUERRA CONTRA EL TERRORISMO

Inmediatamente después de los ataques terroristas del 11 de Septiembre, el Presidente George W.Bush declaró la “Guerra contra el Terrorismo” y concretó dicha declaración lanzando una campaña militar contra Al-Qaeda, la extensa organización terrorista responsable de dichos ataques. También invadió Afganistán cuando el Gobierno afgano, controlado en aquel momento por los Talibanes, denegó entregar a Osama bin Laden y a otros líderes de Al-Qaeda que se habían refugiado allí.

En el contexto de esta campaña militar, el Presidente Bush promulgó varias directrices como Comandante en Jefe de las fuerzas armadas. Algunas de estas órdenes trascendieron el horizonte del teatro de operaciones del conflicto y tuvieron un impacto directo e inmediato en la calidad de vida de los Estados Unidos. Una de las directrices más impactantes, publicada en otoño del 2001, fue el denominado “Programa de Vigilancia Terrorista” que permite a la Agencia de Seguridad Nacional la interceptación de llamadas telefónicas internacionales entre personas de los Estados Unidos y personas del extranjero que fueran sospechosas de estar relacionadas con Al-Qaeda o sus aliados. La interceptación de estas llamadas no requiere la autorización mediante una orden o cualquier otra forma de aprobación judicial.

En sus inicios, el Programa de Vigilancia Terrorista se ocultó al público, lo que no sorprende dado que su intención era atrapar a los imprudentes. El 15 de diciembre de 2005, cuatro años después de su puesta en marcha, el programa fue sacado a la luz por el New York Times, convirtiéndose en objeto de una acalorada controversia pública. Aunque surgieron muchas objeciones a este Programa, la principal surgió del error del Presidente al no cumplir los requisitos de la Ley de vigilancia de la información exterior estadounidense (FISA). Esta Ley fue adoptada por el Congreso en 1978 tras serle reveladas a una Comisión del Senado, dirigida por el Senador Frank Church, las amplias actividades de vigilancia llevadas a cabo sin ningún control por parte de las agencias de inteligencia americanas. Tal y como se había legislado inicialmente, esta norma requería del Ejecutivo la obtención de una autorización de un tribunal especial –el Tribunal de Vigilancia de Información Exterior- antes de realizar escuchas a agentes o empleados de potencias extranjeras. La norma decretó que el Tribunal estuviera compuesto por once magistrados federales especialmente designados para esta función por el Presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Cada uno de ellos estaba autorizado para actuar de forma individual. Tanto sus identidades como sus expedientes deberían mantenerse en secreto. La Ley de 1978 recogía, dentro de la definición de potencia extranjera, no solo a las naciones extranjeras sino también a los “grupos dedicados al terrorismo internacional”. Esta Ley también estableció que la información referida a inteligencia extranjera incluía toda aquella información que fuera relativa a “actividades de inteligencia clandestina”, “sabotaje”, “terrorismo internacional” y “gestión de asuntos exteriores de los Estados Unidos”. La Ley declaró que los procedimientos en ella establecidos serían la única vía permitida para la recopilación de información electrónica extranjera.

El Fiscal General de Bush, Alberto González, respaldó la negativa del Presidente a cumplir con los procedimientos establecidos en la Ley de 1978. González defendió que la resolución del Congreso de 18 de septiembre de 2001, por la que se autorizaba el uso de la fuerza militar contra los responsables de los ataques del 11 de septiembre, modificó implícitamente la disposición por la que la Ley de 1978 establecía el único procedimiento para autorizar la interceptación de llamadas de agentes de potencias extranjeras. Desde el punto de vista de González, la resolución de 2001 eliminó cualquier conflicto entre el Programa de Vigilancia Terrorista y la Ley FISA de 1978.

Pero González fue más allá. También negó que el Congreso tuviera competencia para interferir contra el Presidente en el desempeño de sus funciones como Comandante en Jefe. El artículo II de la Constitución le otorga potestad y responsabilidad para actuar como tal, por lo que, en opinión de González, dispone de potestad, otorgada constitucionalmente, para anular las disposiciones de cualquier norma que, a su juicio, interfiriera indebidamente con el desempeño de estas obligaciones. El Congreso no puede decirle al Presidente cómo desplegar las fuerzas armadas y del mismo modo, continúa González, el Congreso tampoco puede darle instrucciones sobre cómo conseguir la necesaria información sobre inteligencia para finalizar con éxito la campaña militar contra Al-Qaeda y sus aliados.

Estas manifestaciones eran parte de la amplia estrategia de la Administración, encabezada por el Vicepresidente Dick Cheney y su asistente jefe, David Addington, con el fin de ampliar – o, desde su punto de vista, recuperar- las prerrogativas constitucionales del Presidente para actuar por su cuenta. De hecho, la posición de la Administración en cuanto al Programa de Vigilancia Terrorista, es coherente con la posición mantenida en cuanto a los métodos que debían aplicarse en los interrogatorios, a los terroristas sospechosos o a las personas acusadas de estar vinculadas a Al-Qaeda. Por ejemplo, con la entrada en vigor de la Ley de 2005, sobre trato al detenido, Bush discrepó con aquella parte de la Ley que prohibía la tortura. Bush subrayó el error de la Ley al no prever la forma de hacer cumplir la prohibición a la tortura y declaró que no le afectaría en el correcto desempeño de sus funciones como Comandante en Jefe. Estas declaraciones fueron hechas el 30 de diciembre de 2005, poco después de que el New York Times hiciese pública la existencia del programa de escuchas secretas, siendo esta coincidencia la que otorgó mayor importancia a las argumentaciones del Fiscal General acerca de que, a pesar del mencionado conflicto con la normativa FISA de 1978, la orden de puesta en marcha del Programa de Vigilancia Terrorista suponía un ejercicio legal de los poderes presidenciales como Comandante en Jefe.

En lo que respecta a las escuchas telefónicas, no queda claro quién aportaba los mejores argumentos de cara a la resolución del conflicto entre el Presidente y el Congreso. El Artículo II, que enumera los poderes del Presidente, declara que es el Comandante en Jefe de las fuerzas armadas, pero la Constitución también garantiza poderes militares al Congreso. El Artículo I otorga al Congreso la autoridad para declarar la guerra, publicar normas generales de gobierno de las fuerzas armadas y asignar la partida presupuestaria para usos militares. En caso de guerra, muchos de los poderes del Presidente y del Congreso son compartidos o se solapan, por lo que cada parte podría reclamar su primacía en caso de conflicto. El Presidente habla en nombre de los Senadores de la Nación, mientras que los Congresistas son más susceptibles de sentirse influidos por el electorado local que los escogió, aunque estos vínculos locales podrían perfectamente reforzar su responsabilidad de cara al electorado y por lo tanto, su autoridad al hablar en nombre de los ciudadanos.

Finalmente, se evitaron a la Nación las dificultades inherentes a un conflicto entre Presidente y Congreso. En enero de 2007, tras un año de debates públicos sobre el Programa de Vigilancia Terrorista, el Fiscal General modificó su estrategia. Recurrió al Tribunal FISA y consiguió lo que buscaba. En una carta al Portavoz y representante de la minoría en el Comité de asuntos judiciales del Senado, el Fiscal General informó que el 10 de enero de 2007, un juez del Tribunal FISA había dictado las órdenes -que cabría calificar de órdenes globales o “paraguas”-, autorizando las escuchas previstas en el Programa de Vigilancia Terrorista.

Tal como lo planteó González, un juez del FISA había publicado “órdenes autorizando al Gobierno la identificación y recopilación de comunicaciones internacionales o de fuera de los Estados Unidos, en aquellos caso en los que hubiese probabilidades de que alguno de los interlocutores fuera miembro o agente de Al-Qaeda “. El Fiscal General también declaró, al hilo de este giro de los acontecimientos, que el Presidente había resuelto que ya no era necesario continuar con el Programa de Vigilancia Terrorista, aunque aquél afirmó su convicción de que el programa “era conforme a la legalidad en su totalidad”.

Ciertas facciones de la Administración se mostraron incómodas con el reciente anuncio del Fiscal General de someterse a los requisitos establecidos por la FISA. Algunos objetaron, en cuanto al ámbito de aplicación de la FISA, que se había concebido para cubrir cualquier comunicación cursada a través de los Estados Unidos, incluidas comunicaciones entre extranjeros ubicados en terceros países. Otros cuestionaron la necesidad de obtener una autorización judicial cuando alguno de los interlocutores estuviera en los Estados Unidos, aunque el objetivo a interceptar fuera un extranjero ubicado fuera de las fronteras. Otros incluso mostraron su preocupación ante la decisión de otro juez del FISA, que en marzo de 2007, al considerar la renovación de las órdenes originales del 10 de enero, interpretó que las peticiones de autorización de las escuchas a la FISA debían solicitarse e individualizarse caso a caso. El 13 de abril de 2007, pocos meses después de la carta de González al Comité de asuntos judiciales del Senado en la que mostraba su conformidad, la Administración respondió a estas reacciones aprobando una nueva normativa de modernización de FISA -o visto de otro modo, dio a las agencias de inteligencia todo el poder que consideró necesario.

El Congreso respondió favorablemente a las propuestas de la Administración, primero el 5 de agosto de 2007, cuando aprobó la Ley de Protección de América (Protect America Act). Esta ley se concibió como una medida provisional. Según su propio contenido, estaba previsto su pérdida de vigencia en 6 meses, y de hecho dejó de tener vigencia, tras una breve prórroga, el 16 de febrero de 2008. El 10 de julio de 2008, el Congreso publicó la normativa que la sustituía. Se presentó como enmienda a la normativa de 1978 por lo que se llamó Ley de Enmienda de la FISA de 2008. Esencialmente permitía a los jueces de la FISA que autorizasen escuchas telefónicas en los términos y condiciones propuestos por la Administración. Originalmente se planificó que esta normativa dejara de estar en vigor a finales de 2012, pero de un modo poco sorprendente, se ha prorrogado hasta 2017 –lo que supone más de 15 años tras la puesta en marcha del Programa de Vigilancia Terrorista.

Aunque la Ley de 2008 fue promovida por el Presidente Bush y está relacionada con el Programa de Vigilancia Terrorista que él mismo instituyo, ha sido meticulosamente respaldada por su sucesor, el Presidente Barack Obama. Obama firmó su renovación, pero incluso antes ya había dado su apoyo a esta medida. Como senador, se opuso a la disposición de la Ley de 2008 que otorgaba inmunidad frente a demandas civiles a las compañías telefónicas que participaron en el Programa originario de Vigilancia Terrorista, dando acceso a la NSA a sus instalaciones. Pero una vez perdida esa batalla, votó a favor de la Ley de 2008. Su Fiscal General, Eric Holder, declaró posteriormente en su discurso de investidura, en enero de 2009, que defendería la constitucionalidad de esa Ley.

La afirmación de Holder a los senadores no era un mero reconocimiento de una labor ministerial, sino más bien la manifestación de una posición política generalizada de la Administración Obama: la voluntad –quizás algo reacia, pero voluntad al fin y al cabo- de continuar con la mayor parte de las políticas antiterroristas de Bush. El Presidente Obama, de forma cuidadosa y sistemática, ha evitado el uso de la expresión “Lucha antiterrorista”, pero ha declarado repetidamente que Estados Unidos está en guerra con Al-Qaeda y sus aliados. Mantuvo dicha posición incluso tras la muerte de Osama bin Laden en mayo de 2011, durante el ataque a su complejo en Paquistán.

Es cierto, que el 22 de enero de 2009, día siguiente a su nombramiento, Obama dictó ciertas órdenes ejecutivas que pretendían minimizar el riesgo de torturas en el interrogatorio de sospechosos terroristas, imponiendo el Manual de Campo del Ejército a la CIA y a las prisiones secretas – los “lugares negros”- que aquella mantenía. También ordenó que la prisión de Guantánamo se cerrase en el plazo de un año. El Congreso bloqueó la implementación de esta orden particular, pero la relevancia de este cierre dejó de tener sentido cuando en mayo de 2009, durante su ahora famoso discurso de los Archivos Nacionales, Obama diera su apoyo a las políticas clave de Bush que otorgaron protagonismo a la prisión de Guantánamo, tales como la detención prolongada e indefinida sin juicio para algunos prisioneros y el uso de comisiones militares especiales para juzgar a otros.

... (Resto del artículo) ...

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