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De la Constitución a la Constitución; por Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional

22/04/2014
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El día 22 de abril de 2014, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Jorge de Esteban, en el cual el autor considera que ha llegado el momento en que la lógica constitucional exige el aggiornamento de nuestra Norma fundamental, que es además la mejor fórmula posible para resolver el problema de convivencia nacional.

DE LA CONSTITUCIÓN A LA CONSTITUCIÓN

Comienza a vislumbrarse una cierta unanimidad frente a los enormes problemas que tiene España, especialmente el que afecta a su desmembración como Nación. No es extraño, por tanto, que muchos hablen ya de la necesidad de reformar la Constitución como la menos mala de las soluciones. Dicho con otras palabras, de lo que se trata es de reformar la Constitución para fortalecer la Constitución, antes de que se produzca la debacle. En gran medida, la causa de nuestras desventuras actuales se debe a que no se ha querido reformar la Constitución, excepto en dos ocasiones motivadas por nuestros compromisos con Europa. Por lo tanto, desde su aprobación en 1978 hasta ahora, no se ha reformado nunca mediante la iniciativa de nuestros gobernantes, circunstancia que es mucho más grave si pensamos que desde el principio fue una Constitución inacabada y que, en consecuencia, era necesario reformar su Título VIII. Pero no se hizo y así pasó lo que pasó con la amenaza separatista. Es cierto que cuando más cerca estuvimos de su reforma fue durante la primera legislatura del presidente Zapatero, pero por las razones que fueran todo acabó en agua de borrajas. De ahí que nos preguntemos por la causa que nos impide homologarnos con la mayoría de las democracias constitucionales que reforman su Constitución en razón de las necesidades de cada momento y por qué en España no se reforman las Constituciones, sino que se deforman con una práctica inadecuada.

Pues bien, pienso que la razón última de esta asintonía constitucional de España con respecto a otros países se explica porque aquí se concibe la Constitución como un fin en sí mismo y no como un medio para organizar la convivencia que conviene ir reformando según sean las necesidades de los tiempos. Lo cual explica que desde que surgió el constitucionalismo español se pensó que por el mero hecho de existir una Constitución se disponía ya de un instrumento taumatúrgico que resolvería todos los problemas y por eso no había que tocarla. De este modo, nuestras Constituciones, fieles a este principio de mantenella e no enmendalla, se dividen en dos grupos que persiguen el mismo fin, aunque con fórmulas distintas. Por una parte, se creyó que la mejor manera de que no se pudiese reformar la Constitución era simplemente no incluyendo en ella ningún procedimiento de reforma. En este primer grupo hay que incluir el Estatuto Real de 1834, la Constitución de 1837, la de 1845 y la de 1876. Sin embargo, este sistema de no inclusión de cláusulas para la reforma era tan absurdo que se dieron dos hechos notables. Por un lado, cuando se quiso modificar algún aspecto de la Constitución de 1837, se pensó que lo mejor era aprobar otra Constitución nueva con esas modificaciones; así surgió la de 1845. Y, por otro, el Gobierno de entonces decidió modificar algunos artículos de la Constitución de 1845 mediante el Acta Adicional de 15 de septiembre de 1856 mediante un Real Decreto sin intervención de las Cortes, ilegalidad que tuvo que ser corregida mediante otro Real Decreto de 14 de octubre de 1856, derogando el Acta Adicional. Finalmente, las Cortes aprobaron, y la Reina Isabel II sancionó, una ley de reforma de 17 de julio de 1857, modificando la composición del Senado. No hace falta decir que todo hubiera sido más fácil de haberse incluido un procedimiento de reforma en ambas Constituciones.

El segundo grupo de Constituciones que mantiene también la misma idea de impedir la reforma del texto original adoptó otra táctica consistente en incluir un rígido procedimiento de reforma. Las Constituciones que incluyen un procedimiento de reforma casi imposible de superar son las de 1808, 1812, 1869, 1931 y la actualmente vigente de 1978.

Ahora bien, cuando se habla de la reforma de las Constituciones, hay que distinguir si se trata de modificaciones de carácter técnico o de carácter político, aunque puede ser con frecuencia ambos. Evidentemente, cuando se trata de modificar alguna cuestión puramente técnica, el consenso para la reforma siempre es mucho más factible. Por el contrario, si el cambio consiste en modificar alguna cuestión de calado político, el acuerdo será mucho más complicado. En consecuencia, lo grave de nuestra Constitución actual es que no se ha podido reformar ni siquiera en cuestiones técnicas, porque los dos procedimientos de reforma incluidos en los artículos 167 y 168, y especialmente este último que afecta al Título Preliminar, a los Derechos Fundamentales y a la Corona, se incluyeron para no utilizarlos nunca o casi nunca. En otras palabras: nuestra Constitución, en alguno de sus artículos, es irreformable, pues nunca unas Cortes se suicidarán para aprobar una reforma que, según el artículo 168, exige la disolución de las mismas, la convocatoria de unas nuevas Cortes y la aprobación por ellas de la reforma, confirmada después por referéndum nacional. Es evidente que esta cláusula casi de intangibilidad no la incluyeron los constituyentes por azar, es decir, como si hubiese caído del cielo. Había un doble motivo para incluirla. Por una parte, como ya he dicho, a causa de que existe la concepción en España de que la Constitución es un fin en sí mismo y, por lo tanto, no se puede tocar. Y, por otra, el rígido procedimiento de reforma del artículo 168, se incluyó especialmente para blindar la Monarquía. Se quería recompensar así al Rey que nos había traído la democracia, con la contraprestación de que no se tocase la Monarquía. Años más tarde se comprobaría que esta rigidez no sólo no ha servido de parapeto a la Corona, sino que incluso la ha perjudicado, como ocurre con el supuesto de que sigue prohibido que pueda heredar la Corona la primogénita, ya que sigue siendo el varón -si lo hay- a quien le corresponde el trono.

LLegados aquí hay que señalar por qué se debe reformar la Constitución. En primer lugar, para que nuestra Constitución dure, pues solo las Constituciones que se reforman permanecen. Así nos los demuestran algunas de las más importantes: la americana se ha reformado en 27 ocasiones, la portuguesa en siete, la francesa en más de 15, la italiana en una docena y la alemana, un modelo que fue seguido especialmente por nuestros constituyentes, en 44. En segundo lugar, las Constituciones se reforman para que todas las generaciones puedan participar en la norma por la que se rige su país y de esta manera se sientan coautores de la misma. La Constitución francesa de 1793 decía en su artículo 28 que ninguna generación puede imponer a las venideras una Constitución. Sin embargo, esta imposición se aminora considerablemente cuando se establecen los procedimientos adecuados para reformarla. En tercer lugar, las Constituciones se reforman porque se detectan defectos graves que el tiempo pone de manifiesto y que es necesario corregir. En un mundo que cambia tan deprisa como el actual es necesario revisar la Constitución cada cierto tiempo. Y, por último, cuando los pilares de la convivencia se resquebrajan, como ocurre ahora, la mejor manera de recuperarlos es a través de la reforma de la Norma que obliga a todos.

Ha llegado el momento en que la lógica constitucional exige el aggiornamento de nuestra Norma fundamental, que es además la mejor fórmula posible para resolver el problema de convivencia nacional. El constitucionalista francés Georges Vedel decía irónicamente que preguntar a un constitucionalista qué es lo que se debe reformar en la Constitución es tan peligroso como preguntar a un ama de casa qué es lo que querría reformar en su cocina. En uno y otro caso, es casi seguro que no se dejaría títere con cabeza. Por eso, cuando hoy se habla de reforma constitucional, en mi opinión, dejando otras cuestiones para más adelante, hay que señalar tres reformas necesarias y urgentes. En primer término, hay que modificar el Título VIII para acabar una norma que sigue inacabada. Ello significa que habría que revisar dicho Título para indicar cuántas Comunidades Autónomas componen hoy España. Cuáles son las competencias del Estado y cuáles las de las Comunidades, sin volver a caer en esa falacia que incluyeron los constituyentes y que ha servido para que las competencias exclusivas del Estado no sean las exclusivas del Estado. Y, del mismo modo, habría que indicar que tanto el País Vasco y Cataluña poseen signos identitarios que las diferencian, en algún sentido, de las demás. En segundo término, como consecuencia de lo anterior, habría que reformar el Senado para convertirlo en una verdadera Cámara territorial. Y, por último, a efectos de que nuestra Constitución se pueda modificar cuando así lo exijan las circunstancias, siempre que exista una mayoría de tres quintos de cada Cámara, se debería suprimir el artículo 168, que es el gran impedimento para modernizarla. Pero para que estas ideas llegasen a buen puerto sería necesario que los partidos, especialmente el PP y el PSOE, se pusieran de acuerdo con los nacionalistas moderados vascos y catalanes. De lo contrario seguiremos hirviéndonos en nuestra propia salsa.

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