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Ramón Punset

Nacionalismo lingüístico e ingeniería social: el plurilingüismo español entre Job y Hobbes

24/12/2013
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Ocuparse del régimen constitucional del plurilingüismo en el ordenamiento español es pisar el desolado páramo de lo inútil. El razonamiento jurídico no interesa lo más mínimo a los ardorosos sacerdotes y feligreses de las parroquias nacionalistas, entre los cuales se hallan también –para dolorosa decepción de quienes, contra el centralismo y el neofranquismo, venimos defendiendo el Estado social, democrático y autonómico de Derecho articulado en la Constitución de 1978– no pocos iuspublicistas ilustres. Que algunos de éstos busquen por afán de medro el arrimo del respectivo Movimiento Nacional resulta menos sorprendente que la actitud fanática e idolátrica de otros. Yo el patriotismo lo entiendo y lo aplaudo: reitero nuevamente que no es una ideología, sino una virtud cívica, que incluye el altruismo, el sentido del interés público y el humanitarismo. Por el contrario, el nacionalismo es una religión civil, una latría opuesta a la razón y, muy frecuentemente, una vía de acceso al totalitarismo y a la ingeniería social. “La magia del nacionalismo –escribe Benedict Anderson– es la conversión del azar en destino” . Cuál sea la explicación de por qué los individuos están dispuestos a morir (y a matar) por semejantes invenciones se hallaría en lo que cabría llamar “la belleza de la Gemeinschaft” (…).

Ramón Punset es Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 39 (octubre 2013)

INTRODUCCIÓN

Ocuparse del régimen constitucional del plurilingüismo en el ordenamiento español es pisar el desolado páramo de lo inútil. El razonamiento jurídico no interesa lo más mínimo a los ardorosos sacerdotes y feligreses de las parroquias nacionalistas, entre los cuales se hallan también –para dolorosa decepción de quienes, contra el centralismo y el neofranquismo, venimos defendiendo el Estado social, democrático y autonómico de Derecho articulado en la Constitución de 1978– no pocos iuspublicistas ilustres. Que algunos de éstos busquen por afán de medro el arrimo del respectivo Movimiento Nacional resulta menos sorprendente que la actitud fanática e idolátrica de otros. Yo el patriotismo lo entiendo y lo aplaudo: reitero nuevamente que no es una ideología, sino una virtud cívica, que incluye el altruismo, el sentido del interés público y el humanitarismo. Por el contrario, el nacionalismo es una religión civil, una latría opuesta a la razón y, muy frecuentemente, una vía de acceso al totalitarismo y a la ingeniería social. “La magia del nacionalismo –escribe Benedict Anderson– es la conversión del azar en destino”(1). Cuál sea la explicación de por qué los individuos están dispuestos a morir (y a matar) por semejantes invenciones se hallaría en lo que cabría llamar “la belleza de la Gemeinschaft(2).

Pues bien, regresemos al páramo a pesar de todo, volviendo al empeño de razonar jurídicamente en asunto tan sensible como las lenguas. El Estatuto catalán de 2006 y la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010 nos permiten revisar conceptos y conclusiones que los iuspublicistas españoles venimos debatiendo desde la promulgación del texto constitucional. Con la paciencia de Job (un “rebelde con fe”, según Martin Buber(3)) que requiere soportar tantos desafueros, manipulaciones y complacencias culpables (pero temiendo ya, a diferencia de Job, que nada podamos esperar sino el retorno atávico del fatum hobbesiano, la vuelta, una vez más, al originario estado de naturaleza en que los españoles nos sumimos repetidamente en los últimos dos siglos), intentemos dar otra oportunidad al noble oficio del jurista y, por consiguiente, a la preservación de la paz civil. Estamos, en este momento, en un punto desigualmente situado entre Job y Hobbes.

I. QUÉ PRETENDÍA EL ARTÍCULO 3 DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

Empecemos por una aparente obviedad en nuestra aproximación al artículo 3 de la Constitución española (CE). Si España no fuera un país histórica y contemporáneamente plurilingüe, hubiese resultado innecesario tanto declarar la oficialidad del castellano en todo el territorio nacional como posibilitar la oficialización estatutaria de las demás lenguas españolas y proclamar el respeto y protección de las distintas modalidades lingüísticas existentes.

En cuanto a lo primero, el establecimiento del castellano por el constituyente –siguiendo el precedente de la Constitución republicana de 1931(4)– como “la lengua española oficial del Estado” y la imposición del deber de conocerla a “todos los españoles” no evidencian ningún voluntarismo revolucionario ni pretenden, por tanto, conformar violentamente la realidad sociolingüística. El artículo 3.1 CE parte, en efecto, de un hecho incontrovertible: el conocimiento generalizado del idioma castellano en toda la nación, fruto de la historia compartida de los últimos cinco siglos. En 1978, el castellano era realmente la lengua común de la nación española –aunque no fuese la lengua materna de todos sus ciudadanos–, por lo que la imposición del deber constitucional de conocerlo perseguía sin duda, como también el reconocimiento del derecho a usarlo, la preservación de un lazo asociativo y de comunicación de capital trascendencia. He ahí la razón de que la Constitución, que, desde su mismo Preámbulo, reconoce y protege la pluralidad lingüística de España, instituya el deber de conocer la lengua castellana y no lo extienda a “las demás lenguas españolas”, las cuales, sin embargo, pueden ser también lenguas oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas. Por consiguiente, los artículos 2.º y 3.º de la Constitución se complementan recíprocamente, especificando éste en el plano lingüístico los principios de unidad y autonomía proclamados en aquél.

En segundo lugar, los apartados siguientes del artículo 3 CE pretenden rectificar el atropello históricamente cometido con las lenguas españolas distintas del castellano, excluidas de la vida institucional de las nacionalidades y regiones en que se originaron y de las relaciones de sus habitantes con todas las Administraciones Públicas, del mismo sistema educativo y hasta de las distintas manifestaciones de la actividad social, sobre todo durante el franquismo, quien llevó a su clímax la interdicción y persecución de la pluralidad lingüística española(5).

II. COMPETENCIAS DEL ESTADO Y DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS EN MATERIA LINGÜÍSTICA. EL PAPEL DE LOS ESTATUTOS, DE LA LEGISLACIÓN AUTONÓMICA Y DE LA LEGISLACIÓN ESTATAL. CUESTIONES CONCEPTUALES

La declaración estatutaria de la cooficialidad de una lengua vincula a los poderes públicos actuantes en la Comunidad Autónoma respectiva, sea cual fuere la titularidad de dichos poderes. Lo deja bien claro la STC 82/1986 (FJ 2.º). Ahora bien, ¿cómo se determinan y articulan las obligaciones de los poderes públicos no autonómicos a fin de dotar de eficacia a la proclamación de cooficialidad? En la misma Sentencia advierte el Tribunal que “ninguna Comunidad Autónoma puede encontrar en la regulación de la materia lingüística una competencia que la habilite para dictar normas relativas a la organización y funcionamiento de la Administración estatal, como puede hacerlo con respecto a la propia Administración autonómica, e incluso a la local en virtud de lo que establezcan los respectivos Estatutos. Pero sí puede la Comunidad Autónoma determinar el alcance de la cooficialidad, que se deriva inmediatamente de la Constitución y de su Estatuto de Autonomía y es inherente al concepto de aquélla, correspondiendo a la Administración estatal la ordenación concreta de la puesta en práctica de aquella regulación legal en cuanto afecte a órganos propios”. Así, enunciado “el derecho de los ciudadanos a usar cualquiera de las dos lenguas ante cualquier Administración” dentro del territorio autonómico, con “el consiguiente deber de todos los poderes públicos (estatales, autonómicos y locales) radicados en la Comunidad de adaptarse a la situación de bilingüismo constitucionalmente prevista y estatutariamente establecida”, será cada poder quien regule los medios y el ritmo de tal adaptación a través de una actividad de concreción “que en definitiva es de cooperación” (FJ 5.º y 8.º). Lo propio cabe afirmar a propósito de las competencias para regular la utilización de las lenguas oficiales en la Administración de Justicia (FJ 6.º), objeto asimismo de otros pronunciamientos del Tribunal, entre los cuales cabe destacar las SSTC 84/1986 (FJ 3.º) y 56/1990 (FJ 40), que reitera la STC 253/2005 (FJ 10), en la cual se inspira a su vez la STC 270/2006 (FJ 7.º y ss.). Últimamente se ha vuelto a ocupar del asunto la STC 31/2010 (FJ 21 y 50).

Es decir, ni la competencia autonómica de normalización lingüística puede, enervando el orden constitucional de competencias, habilitar a una Comunidad Autónoma para regular, so capa de actuaciones de política lingüística, materias reservadas al Estado, ni cabe que las competencias sectoriales de éste se conviertan en un obstáculo que bloquee o vacíe de contenido aquella competencia autonómica, cuyo ejercicio en una situación de cooficialidad por fuerza tiene que incidir en materias también acotadas por otros títulos competenciales estatales (STC 74/1989, FJ 2.º y 5.º). De ahí que, para el Tribunal Constitucional, no exista “competencia exclusiva sino concurrente sobre la regulación de las lenguas a favor de las Comunidades Autónomas” (STC 56/1990, FJ 40), si bien la configuración de las potestades autonómicas en materia lingüística como verdaderas competencias es asunto bastante confuso en la jurisprudencia constitucional. Así, todavía en la STC 147/1996 se señala que, aunque el artículo 3.3 del Estatuto de Cataluña de 1979, el cual imponía a la Generalidad el deber de garantizar el uso normal de los dos idiomas, no suponga “un título competencial en el sentido estricto de la expresión”, no puede resultarle “enteramente indiferente a aquélla el modo como el Estado, con ocasión del ejercicio de sus propias competencias, aborde sus aspectos lingüísticos” (FJ 6.º). Mas, de todos modos, la STC 87/1997 reitera que el equilibrio competencial en materia lingüística pasa por “conciliar dos premisas fundamentales: de un lado, la de que el ente titular de una competencia sustantiva posee también la titularidad para regular el uso de la lengua en este ámbito material, y ello no sólo en los aspectos organizativos y de funcionamiento interno, sino también en las relaciones de la Administración correspondiente con los ciudadanos”. La segunda premisa consiste en que, aun en tales casos, las Comunidades Autónomas “no quedan totalmente al margen de esta regulación puesto que el mandato constitucional y estatutario a ellas dirigido en orden a adoptar medidas normalizadoras y, sobre todo, a regular el régimen de cooficialidad de las lenguas les habilita para establecer lo que... se ha denominado [por las SSTC 82/1986 y 56/1990] ‘contenido inherente al concepto de cooficialidad’ o ‘alcance de la cooficialidad’..., es decir, las consecuencias genéricas que derivan del carácter oficial de una lengua que deben ser respetadas como un prius por los entes competentes al precisar en los ámbitos materiales cuya titularidad les corresponde el uso de las lenguas y al establecer los medios concretos para dar cumplimiento” a aquellas consecuencias y a las exigencias de la normalización (FJ 4.º).

Si ello es así, el Tribunal Constitucional no emplea acertadamente el concepto de competencia concurrente. En efecto, como se reconoce de forma reiterada en la doctrina del Alto Tribunal que acabamos de extractar, en materia de normación lingüística ni los entes autonómicos ni el Estado poseen una competencia exclusiva, sino una competencia compartida. No goza, pues, la competencia estatal de la capacidad de superponerse y desplazar a la competencia autonómica, ni ambas competencias poseen la misma dimensión material, sino que ambas son competencias parciales y, por tanto, compartidas. De acuerdo con el artículo 3.2 CE, a las Comunidades Autónomas les corresponde declarar la oficialidad de una lengua y todas las potestades inherentes a tal declaración, ya figuren expresamente consignadas en los respectivos Estatutos, ya revistan carácter implícito, estas últimas las cuales se fundamentan en las conferidas constitucional y estatutariamente, hallándose al servicio de su mayor eficacia. El límite de las potestades autonómicas viene perfilado por lo que el Tribunal denomina competencias sustantivas del Estado, ámbito material en el que el Estado debe regular el modo en que ha de hacerse efectiva la declaración de cooficialidad de una lengua.

Pues bien: a pesar de hallarse jurisprudencialmente consolidada la doctrina constitucional de que se ha hecho mención, el artículo 143 del Estatuto catalán de 2006 (EAC) proclama que “corresponde a la Generalitat de Cataluña la competencia exclusiva en materia de lengua propia, que incluye, en todo caso, la determinación del alcance, los usos y los efectos jurídicos de su oficialidad, así como la normalización lingüística del catalán”. No fue impugnado este precepto y, por consiguiente, no se ocupa de él la STC 31/2010. Sin embargo, además de preservar específicamente la intervención del legislador estatal en materia lingüística al examinar los sucesivos apartados del artículo 33 y el artículo 101.3 del nuevo Estatuto (FJ 21 y 50), la citada Sentencia contiene importantes consideraciones doctrinales de alcance general que afectan también a dicha materia. El Tribunal, en efecto, declara que “un límite cualitativo de primer orden al contenido posible de un Estatuto de Autonomía es el que excluye como cometido de ese tipo de norma la definición de categorías constitucionales”, entre las cuales “figuran el concepto, contenido y alcance de las funciones normativas de cuya ordenación, atribución y disciplina se trata en la Constitución” (FJ 57). Pero es que, además de esto, la proclamación de la exclusividad de una competencia autonómica, incluso cuando se refiera a una materia in toto, no implica que se excluya la eventualidad –prevista constitucionalmente y, por ello, legislativamente indisponible– de la concurrencia de potestades estatales exclusivas, a lo que no es obstáculo el empleo de la expresión “en todo caso” por los preceptos estatutarios. O sea, no resulta contraria a la Constitución la afirmación estatutaria de supuestos de competencia material plena de la Comunidad Autónoma, ya que ello “no impide el ejercicio de las competencias exclusivas del Estado ex art. 149.1 CE, sea cuando éstas concurren con las autonómicas sobre el mismo espacio físico u objeto jurídico, sea cuando se trate de materias de competencia compartida, cualquiera que sea la utilización de los términos ‘competencia exclusiva’ o ‘competencias exclusivas’ en los restantes preceptos del Estatuto, sin que tampoco la expresión ‘en todo caso’, reiterada en el Estatuto respecto de ámbitos competenciales autonómicos, tenga otra virtualidad que la meramente descriptiva ni impida, por sí sola, el pleno y efectivo ejercicio de las competencias estatales” (FJ 59). Consiguientemente, la atribución estatutaria de competencias exclusivas sobre una materia no puede afectar a las competencias reservadas al Estado, “que se proyectarán, cuando corresponda, sobre las competencias exclusivas autonómicas con el alcance que les haya otorgado el legislador estatal con plena libertad de configuración, sin necesidad de que el Estatuto incluya cláusulas de salvaguarda de las competencias estatales” (FJ 65). Por supuesto, al definir la competencia autonómica no puede el Estatuto, sin incurrir en inconstitucionalidad, “determinar el modo de ejercicio ni el alcance de las competencias exclusivas del Estado” (FJ 67).

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NOTAS:

(1).

 Para este autor, el siglo XVIII no sólo asiste al surgimiento de la época del nacionalismo, sino también al crepúsculo de los modos de pensamiento religioso. No se trata exactamente de que el nacionalismo “suceda” históricamente a la religión, claro está, pero sí de que su comprensión requiere que sea alineado con los grandes sistemas culturales que lo precedieron, de donde surgió por oposición (cfr. B. Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, trad. esp., FCE, México, 2007, pp. 29-30).

(2). Cfr. B. Anderson, ibidem, pp. 200 y 202.

(3). Citado por Harold Bloom, Ensayistas y profetas, Editorial Páginas de Espuma, Madrid, 2010, p. 20.

(4). Acerca de las verdaderas razones de los constituyentes republicanos véanse, no obstante, Juan Ramón Lodares, Lengua y Patria. Sobre el nacionalismo lingüístico en España, Taurus, Madrid, 2002, pp. 130 y ss. et passim, y Fernando González Ollé, “El establecimiento del castellano como lengua oficial”, Boletín de la Real Academia Española, tomo 58, cuaderno 214, 1978, pp. 239 y ss., remitiéndome a este segundo autor para el detalle de lo que a continuación se extracta.

La necesidad de que la nueva ley fundamental proclamara la oficialidad del castellano, hasta entonces no efectuada en ningún texto constitucional español, obedeció a la entrada en las Cortes constituyentes de un proyecto de Estatuto de Cataluña que, con anterioridad a la aprobación de la Constitución de 1931, condicionó no poco los trabajos de elaboración de ésta. Durante la Dictadura del general Primo de Rivera, el Anteproyecto de Constitución de la Monarquía Española, presentado en la Asamblea Nacional el 6 de julio de 1929, disponía escuetamente: “El idioma oficial de la Nación española es el castellano” (art. 8). Bajo la II República, el Anteproyecto de Constitución que una Comisión Jurídica Asesora presidida por Ossorio y Gallardo presentó al Gobierno en julio de 1931 no contenía referencia alguna a la oficialidad lingüística. Sí lo hacía, en cambio, el Proyecto redactado por la Comisión de Constitución de las Cortes presidida por Jiménez de Asúa, elevado a la Cámara el 18 de agosto. La discusión del artículo 4.º –según el cual “El castellano es el idioma oficial de la República, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconocen a las diferentes provincias o regiones”– tuvo lugar el 17 de septiembre y resultó muy apasionada. En ella el diputado socialista Andrés Ovejero propuso sin éxito sustituir el castellano por el español, aduciendo que castellano era el subterfugio del sinónimo para “eludir la afirmación de esta unidad espiritual que puede y debe ser compartida por todos los españoles”. El texto final de este precepto de la Constitución de 9 de diciembre de 1931 rezaba así: “El castellano es el idioma oficial de la República./ Todo español tiene obligación de saberlo y derecho de usarlo, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las provincias o regiones./ Salvo lo que se disponga en leyes especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional”.

La Generalidad de Cataluña había aprobado el proyecto estatutario el 14 de julio. En él se declaraba: “La lengua catalana será la lengua oficial de Cataluña, pero en las relaciones con el Gobierno de la República será oficial la lengua castellana” (art. 5). La existencia potencial de tal regulación debió de resultar decisiva, escribe González Ollé, para la cuestión del establecimiento legal del castellano, hasta entonces desatendida en nuestros cuerpos legales. La inclusión en el proyecto de Constitución de la previsión contenida en el artículo 4.º “se basa, pues, en la exigencia de garantizar jurídicamente el empleo de la lengua castellana, a la que por primera vez se iba a hacer una competencia legal”. Es más: teniendo en cuenta las aspiraciones de otras regiones –y no sólo de Cataluña– en lo relativo a la regulación jurídica de sus respectivas lenguas, cabe afirmar que curiosamente “el establecimiento constitucional del castellano como lengua oficial no resulta de un proceso de autoafirmación o de irradiación de influencia o de ampliación de dominios, sino de la presión en ciernes de otras lenguas peninsulares que reclamaban ámbitos de competencia legal hasta entonces propios del castellano”.

Por último, y en cuanto al debate sobre la denominación castellano/español en las Constituyentes republicanas, la utilización de una u otra no obedece, “en lo fundamental, a razones históricas, estilísticas, etc., como pudiera creerse, sino, concluye González Ollé, a una actitud definida sobre la configuración constitucional que debe aplicarse al pluralismo idiomático de España. Tras el cual se esconde, en última instancia, la cuestión de la nacionalidad, una o diversa, de España”.

(5). Para una visión relativizadora y llena de matices de las sumarias afirmaciones del texto, véanse, sin embargo, J. R. Lodares, ob. cit., y del mismo autor El paraíso políglota, Taurus, Madrid, 2000, ambas obras in toto.

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