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Jaime Rodríguez-Arana

Caracterización de las políticas centristas

11/10/2013
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Las políticas centristas son políticas de progreso porque son políticas reformistas. Podría interpretarse, ahora que las aventuras revolucionarias han perdido todo su prestigio en nuestro entorno, al menos en lo que se refiere a sus dimensiones no románticas, que todas las posturas políticas han adaptado su discurso y su proyecto político a los ritmos y las características de las políticas reformistas. Esto es un derivado necesario de la realidad social, económica y cultural de nuestras sociedades. Sin embargo cabría, bajo estas apariencias, la proyección de políticas que pretendieran un cambio desde la raíz pero realizado a plazos. El reformismo auténtico, según mi parecer, parte de una aceptación sustancial de la realidad presente. En nuestra sociedad atesoramos hoy valores muy profundos que deben ser enriquecidos con nuestra aportación. El legado de nuestros mayores, es el mejor que supieron y pudieron dejarnos. Bien como producto de su saber o de su ignorancia, bien de su iniciativa o de su pasividad, de su rebeldía o de su conformismo. Pero ellos, al igual que nosotros, se vieron movidos indudablemente por la intención de dejar a sus hijos la mejor herencia posible. Pero esta aceptación no es pasiva ni resignada. Lejos de actitudes nostálgicas o inmovilistas, percibo las estructuras humanas como un cuadro de luces y sombras.

Jaime Rodríguez-Arana es Catedrático de Derecho Administrativo

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 36 (abril 2013)

I. REFORMISMO

Las políticas centristas son políticas de progreso porque son políticas reformistas. Podría interpretarse, ahora que las aventuras revolucionarias han perdido todo su prestigio en nuestro entorno, al menos en lo que se refiere a sus dimensiones no románticas, que todas las posturas políticas han adaptado su discurso y su proyecto político a los ritmos y las características de las políticas reformistas. Esto es un derivado necesario de la realidad social, económica y cultural de nuestras sociedades. Sin embargo cabría, bajo estas apariencias, la proyección de políticas que pretendieran un cambio desde la raíz pero realizado a plazos. El reformismo auténtico, según mi parecer, parte de una aceptación sustancial de la realidad presente. En nuestra sociedad atesoramos hoy valores muy profundos que deben ser enriquecidos con nuestra aportación. El legado de nuestros mayores, es el mejor que supieron y pudieron dejarnos. Bien como producto de su saber o de su ignorancia, bien de su iniciativa o de su pasividad, de su rebeldía o de su conformismo. Pero ellos, al igual que nosotros, se vieron movidos indudablemente por la intención de dejar a sus hijos la mejor herencia posible.

Pero esta aceptación no es pasiva ni resignada. Lejos de actitudes nostálgicas o inmovilistas, percibo las estructuras humanas como un cuadro de luces y sombras. De ahí que la acción política se dirija a la consecución de mejoras reales, siempre reconociendo la limitación de su alcance. Una política que pretenda la mejora global y definitiva de las estructuras y las realidades humanas sólo puede ser producto de proyectos visionarios, despegados de la realidad de la gente. Las políticas reformistas son ambiciosas, porque son políticas de mejora, pero se hacen contando con las iniciativas de la gente –que es plural– y con el dinamismo social.

El reformismo político tiene una virtualidad semejante a la de la virtud aristotélica, en cuanto se opone igualmente a las actitudes revolucionarias y a las inmovilistas. No se trata de una mezcla extraña o arbitraria de ambas actitudes, es, en cierto modo, una posición intermedia, pero sólo en cierto modo, porque no se alinea con ellas, no es un punto a medio en el trayecto entre una y otra. Es algo distinto, y bien distinto.

La política inmovilista se caracteriza, como es obvio, por el proyecto de conservación de las estructuras sociales, económicas y culturales. Pero las políticas inmovilistas admiten, o incluso reclaman cambios. Ahora bien, los cambios que se hacen, se efectúan –de acuerdo con aquella conocida expresión lampedusiana– para que todo siga igual. El reformismo, en cambio, aún aceptando la riqueza de lo recibido, no entraña una plena conformidad, de ahí que desee mejorarlo efectivamente, no haciendo cambios para ganar una mayor estabilidad, sino haciendo cambios que representen o conduzcan a una mejora auténtica –por consiguiente, a una reforma real– de las estructuras sociales, o dicho en otros términos, a una mayor libertad, solidaridad y participación de los ciudadanos.

La política revolucionaria, pretende subvertir el orden establecido. Es decir, darle la vuelta, porque nada hay de aprovechable en la situación presente, hasta el punto que se interpreta que toda reforma es cambio aparente, es continuismo. Por eso puede considerarse que las políticas revolucionarias, aun las de apariencia reformista, parten de un supuesto radicalmente falso, el de la inutilidad plena o la perversión completa de lo recibido. Afirmar las injusticias, aun las graves y universales que afectan a los sistemas sociales imperantes, no puede conducir a negar cualquier atisbo de justicia en ellos, y menos todavía cualquier posibilidad de justicia. Aquí radica una de las graves equivocaciones del análisis marxista, que si bien presenta la brillantez y coherencia global heredada de los sistemas racionalistas, conduce igualmente, en virtud de su lógica interna a la necesidad de una revolución absoluta –nunca mejor definida que en los términos marxistas– y por tanto a la destrucción radical, en todas sus facetas, de cualquier sistema vigente.

Hoy, los presupuestos marxistas y el análisis que se hace desde ellos es cuestionado y criticado en casi todos los ámbitos políticos, sin embargo queda de ellos la desconfianza hacia la iniciativa privada, hacia la espontaneidad social, hacia las instituciones burguesas, etc. Y aunque los grupos políticos que han abandonado el marxismo como ideología propia, han asumido de hecho –porque no les agrada otra solución si quieren sobrevivir– proyectos políticos reformistas, no aceptan en cambio de buen grado el reformismo como caracterización política, tal vez por las resonancias burguesas que en tal formulación encuentran.

Sin embargo hoy parece cada vez más evidente la afirmación que el camino del progreso es la vía de las reformas(1). Está abocada al fracaso la titánica –e imposible– empresa de construir la realidad humana desde cero, arrasando todo lo recibido, como los utopismos políticos de toda clase han pretendido. Las políticas de reformas suponen el reconocimiento de la complejidad de lo real, y en igual medida la constatación de la limitación humana en el diseño y en la proyección de la propia existencia.

II. MODERACIÓN

Las posiciones dominadas por la ideología, las posiciones radicales, conducen a acciones políticas desmesuradas. Los políticos radicalizados tienen la convicción de que disponen de la llave que soluciona todos los problemas; que poseen el acceso al resorte mágico que cura todos los males. Esta situación deriva de la seguridad de poseer un conocimiento completo y definitivo de la realidad, y siendo consecuentes –la coherencia de las posiciones ideológicas es la garantía de su desmesura– se lanzan a una acción política decidida que ahoga la vida de la sociedad y que cuenta entre sus componentes con el uso de los resortes del control y dominio a que someten el cuerpo social.

La política centrista, en cambio, es, por definición, moderada. El político de centro respeta la realidad y sabe que no hay fórmulas mágicas. Por supuesto que sabe qué acciones emprender y sabe aplicarlas con decisión pero con la prudencia de tener en cuenta que la realidad no funciona mecánicamente. Es consciente de que un tratamiento de choque para solventar una dolencia cardíaca puede traer complicaciones serias en otros órganos.

La moderación no significa medias tintas, ni la aplicación de medidas políticas descafeinadas ni tímidas, porque la moderación se asienta en convicciones firmes, y particularmente en el respeto a la identidad y autonomía de cada actor social o político, es decir, en la convicción de la bondad del pluralismo. Por eso la política de centro es una política moderada, de convicciones y de tolerancia, no de imposiciones. Más que vencer le gusta convencer.

Moderación y reformismo aparecen como uno de esos pares autocompensados. El afán reformista tendrá siempre el límite que le impone la carencia de un modelo social previamente establecido y la percepción clara de que todo proceso de reforma es siempre un proceso abierto, porque no hay nadie que tenga en la mano la llave para cerrar la historia. Y por otra parte el equilibrio es garantía de moderación.

III. EQUILIBRIO

Los proyectos políticos de centro deben ser proyectos equilibrados(2). Con esto quiero referirme a que son proyectos que deben contemplar el conjunto de la sociedad, y no sólo el conjunto como una abstracción, sino el conjunto con todos y cada uno de sus componentes, de modo que tendencialmente la política debe intentar dar una respuesta individualizada –podríamos decir– a las aspiraciones, necesidades y responsabilidades de cada uno de los ciudadanos.

De lo escrito se infiere que las políticas de centro no se construyen atendiendo a una mayoría social, por muy numerosa y amplia que ésta pueda ser, como algunos han querido interpretar. Si así fuera estaríamos ante la realización de políticas posibilistas, oportunistas y auténticamente pragmáticas. Las políticas de centro deben articularse mirando a todos los sectores sociales, sin exclusión de ninguno. Y desde el centro debe negarse absolutamente que la mejora de un grupo social haya de hacerse necesariamente a costa de otros grupos o sectores. Esta interpretación sólo cabe desde una perspectiva de lucha de clases o desde un radical individualismo liberal.

Hoy, la experiencia histórica y la ciencia social y económica nos permite afirmar que sólo un crecimiento equilibrado permite una mejora real de los distintos sectores y segmentos de población. La experiencia soviética, el yermo social, político y económico a que se ha visto reducido ese gran país que es Rusia, se explica, en buena parte, por la destrucción revolucionaria de los sectores dinámicos de la economía. Las sociedades postindustriales, por otra parte, nos vienen enseñando que no es posible un desarrollo económico sostenido si no es sobre la estabilidad social conseguida por una participación efectiva de todos en la riqueza producida.

En cierto modo, el pensamiento ecológico y el pensamiento holístico nos han permitido descubrir que todo reduccionismo, toda visión sesgada o autolimitada de la realidad reduce la eficacia de la acción, la convierte en estéril o incluso en perjudicial. En el campo técnico no sucede necesariamente así, pero en el campo político, sí, porque la política contempla la realidad en todas sus dimensiones. La política no es ingeniería.

IV. REALISMO POLÍTICO

La condición no cerrada de la realidad, sujeta a cambios constantes, en cierto sentido magnificados por los cambios de mentalidad de las sociedades, por las transformaciones en la manera de percibir, y la condición abierta del pensamiento, determinan que uno de los rasgos de las políticas reformistas sea la adaptabilidad o la adaptación, la adecuación.

No debemos dejar de tener presente que los grandes objetivos de justicia, libertad y solidaridad, primero son objeto de interpretación, en lo que se refiere a su configuración, y, segundo, se discuten los procedimientos para su establecimiento.

Las políticas reformistas hacen una interpretación abierta, no dogmática, sobre la configuración social. Y, además, esa interpretación es histórica, lo que significa que se acepta que necesariamente nuestra interpretación sobre la evolución cultural, social, política, económica (...), está sujeta a los condicionantes de nuestro tiempo, sin que esto suponga una confesión de historicismo, sino la reafirmación de que la aproximación a estructuras sociales más equitativas y libres es progresiva, pero no necesariamente lineal. Y que además los caminos o procedimientos son múltiples y optativos.

... (Resto del artículo) ...

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NOTAS:

(1). Vid. A. Sarasqueta, El triunfo de las ideas, Madrid, 1999, pp. 71 y ss.

(2). I. Sánchez Cámara, “Teoría del centro”, Veintiuno, n.º 43, 1999, p. 181, ha escrito, en este sentido, “que el centro constituye una especie de tercera vía o de armonía entre contrarios, opuesta tanto a la reacción como a la revolución. Las más fértiles soluciones a los grandes problemas políticos han tenido siempre este sentido realista, moderado y no maximalista”.

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