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Cataluña: ‘e la nave va’; por Alberto López Basaguren, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco

11/09/2013
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El día 11 de septiembre de 2013, se ha publicado en el diario El País, un artículo de Alberto López Basaguren, en el cual el autor opina que lo que nos ha traído hasta la conflictiva situación actual son los problemas irresueltos del sistema autonómico y afrontar su reforma es indispensable.

CATALUÑA: ‘E LA NAVE VA’

El nacionalismo juega con la legalidad: no existe un derecho a la secesión en las democracias liberales Ante la reclamación independentista, la atonía del sistema para afrontar el reto es lo que sorprende

Hoy se celebra una nueva Diada de Cataluña. Ha pasado un año desde la impresionante demostración de fuerza del nacionalismo catalán. La mayoría de las fuerzas políticas catalanas -con significativo apoyo ciudadano- reclama la celebración de un referéndum (consulta) sobre el futuro de Cataluña (que llaman “derecho a decidir”). El sistema político español, por su parte, parece mirar para otro lado, atrincherado en la afirmación de la ilegalidad del referéndum, como si ello zanjase definitivamente la cuestión. Mientras tanto, el independentismo catalán sigue su camino. El número de quienes se muestran favorables a la independencia parece haber aumentado (los independentistas “recientes”) y no parece cuajar en Cataluña una reacción política socialmente consistente frente a la estrategia nacionalista.

El desarrollo del proceso resulta sorprendente para quien haya observado el devenir de otros retos similares en las democracias liberales de nuestro tiempo. Parece como si nadie quisiera aprender -y asumir- las lecciones contenidas en esas experiencias. Cada país tiene sus peculiaridades y sus tradiciones; en ocasiones, muy distantes. Pero las democracias actuales se asientan sobre unos principios fundamentales compartidos. Es ilusorio creer que se puede eludir el test de los procesos seguidos en Canadá (Quebec) y en Reino Unido (Escocia), especialmente con la cercanía geográfica y temporal del proceso escocés.

Frente a lo que trata de mostrar el nacionalismo catalán, la independencia de territorios no es un fenómeno natural en las democracias, sino una hipótesis que pone en cuestión el sistema constitucional. En las democracias liberales no existe un derecho a la secesión. Como estableció el Tribunal Supremo (TS) de Canadá, con unánime respaldo académico, ni el derecho internacional ni el derecho interno amparan un derecho similar. En nuestro caso, además, afecta al orden europeo, lo que dificulta aún más esa pretensión.

El nacionalismo catalán también juega con la legalidad. Olvidan que en las democracias constitucionales la legalidad no es disponible. El carácter incuestionable del rule of law es lo primero que ha quedado claro en los procesos canadiense y británico. Se podrá discutir si la legalidad constitucional española permite un referéndum como el que pretenden las instituciones catalanas; o si para ello sería necesaria, previamente, la reforma constitucional, con la concurrencia de voluntades políticas que requiere. Y se podrá sostener, en su caso, la injusticia de la legalidad. Pero solo puede situarse al margen de ella quien esté dispuesto a inmolarse políticamente. Cataluña no es Kosovo; ni estamos en 1934.

El nacionalismo catalán pretende, asimismo, imponer una concepción absorbente del principio democrático; la voluntad popular entendida como simple principio de mayoría (majority rule). Trata de introducir por la puerta trasera lo que había sido previamente expulsado por la puerta principal: el derecho de autodeterminación. Se sostiene que, si el electorado de Cataluña apoyase mayoritariamente la independencia en referéndum (consulta), no habría posibilidad de oponerse democráticamente a esa voluntad. Como afirmó el TS de Canadá, quien así piensa, además de desconocer la falta de efecto legal directo del referéndum, “malinterpreta el significado de la soberanía popular y la esencia de la democracia constitucional”. El principio democrático se integra en un conjunto de principios constitucionales que se condicionan recíprocamente, dentro de la legalidad.

Pero lo que más sorprende, comparativamente, en el proceso de la reclamación independentista de Cataluña, es la atonía del sistema político español al afrontar ese reto y la fragilidad del movimiento interno de oposición. Es normal que los nacionalistas sigan intentando imponer parámetros que han sido rechazados en otros sistemas democráticos. Pero no lo es que las fuerzas políticas que defienden la conveniencia de que Cataluña siga formando parte de España y las instituciones del Estado no extraigan de ellas mejores lecciones.

El sistema político español parece haber abandonado el terreno del debate sobre las pretensiones del nacionalismo catalán, en llamativo contraste con el debate en Reino Unido o, antes, en Canadá. Se enfrenta, así, a un serio riesgo de fracaso, perdiendo la adhesión de la ciudadanía catalana. ¿El sistema político español no tiene nada más que la legalidad para oponer a la estrategia rupturista del nacionalismo catalán y ganarle democráticamente la batalla política en la propia Cataluña?

El TS de Canadá acertó plenamente al afirmar que una democracia que funcione exige un continuo proceso de debate; y -añadía- quienes legítimamente insisten en la necesidad de respetar el principio de legalidad no pueden hacer caso omiso de la necesidad de justificar su legitimidad a la luz de los principios y valores constitucionales. No solo hay que garantizar la legalidad; también hay que convencer de su idoneidad. Lo contrario significa abandonar el terreno al nacionalismo para que prosiga, sin obstáculos, su labor proselitista.

La cuestión del referéndum no queda liquidada con la afirmación de su ilegalidad constitucional. No creo que esta cuestión se haya debatido suficientemente. En cualquier caso, más allá de ella, tenemos pendiente el debate sobre la idoneidad de su regulación constitucional y estatutaria. El constituyente recelaba del referéndum. No le faltaban razones. Pero es ineludible el debate sobre cuáles son las razones que, si es así, legitiman la exclusión entre nosotros de un tipo de referéndum que es posible en otros (algunos) sistemas democráticos. Y, en su caso, cuáles son las razones para seguir excluyéndolo, negándose a cualquier reforma, si fuese necesaria, que lo permitiese. Pero a ese debate hay que exigirle rigor jurídico. Se va extendiendo peligrosamente la premisa de que “si hay voluntad política, todo es posible jurídicamente”. Inaceptable derecho “plastilina”, bon à tout faire, que sirve para lo que en cada momento interese.

A la luz de la experiencia en otros países, no parece que negarse a entrar en ese debate sea un terreno político muy firme; ni la opción política más conveniente para afrontar, con solidez, la confrontación que plantea el nacionalismo, dentro y fuera de Cataluña. Sobre todo, si se tiene en cuenta que, por sorprendente que parezca, el consenso sobre la necesidad de realizar el referéndum incluye a significativas fuerzas políticas que manifiestan, sin embargo, su oposición a la independencia. La sociedad catalana tiene que empezar a enfrentarse a lo que pone en juego en este proceso: la incertidumbre sobre su economía y su pertenencia a la UE o su fractura interna, entre otras cosas. Y eso no ocurrirá mientras no se rompa el encantamiento que el nacionalismo ha sabido crear con el “derecho a decidir”. Porque, políticamente, este reto no se ganará, únicamente, desde la legalidad ni desde fuera de la sociedad catalana.

Cerrada la vía del referéndum, el nacionalismo abrirá otros caminos para mostrar el respaldo popular a sus demandas. Caminos que le exigirán tratar de incrementar la tensión política, radicalizando el movimiento, devorando a muchos de quienes se han creído capaces de conducirlo y transformando el mapa político catalán. Una situación más difícil de gestionar para Cataluña y para España.

En cualquier caso, sea cual sea la opción que se adopte, no se puede olvidar qué es lo que nos ha traído hasta aquí: los problemas irresueltos del sistema autonómico. Afrontar su reforma, tratando de dar adecuada solución a esos problemas, eludiendo los graves errores cometidos en la reforma del Estatuto, resulta indispensable. Pero para ello se necesita tiempo, acierto y un gran consenso. Lo que resultará suicida para la democracia española es eludir, al mismo tiempo, el reto de las instituciones catalanas exigiendo un referéndum sobre la independencia y la reforma del sistema autonómico. Los indicios no son nada halagüeños.

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