A la vez que la eurozona sigue perdida en su laberinto, al otro lado del Canal David Cameron bracea por seguir al frente del gobierno y llegar a la reelección. Europa se ha convertido en su zozobra diaria por la presión al alza de los medios de comunicación, en un 80 por ciento anti-europeos y del UKIP, la formación populista liderada por Nigel Farage, que tienta con la rebelión a casi la mitad de los conser vadores de Westminter, siempre celosos de la soberanía del Parlamento británico.
El premier debe de estar arrepentido a estas alturas de su discurso sobre la integración europea pronunciado en Amsterdam a finales de enero, en el que junto con una visión optimista sobre el papel de la Unión en la globalización deslizó la vaga promesa de un referéndum alrededor de 2017 para que el Reino Unido pudiera retirarse del que es su mejor proyecto económico. Su plan era contentar al ala anti-europea de su partido y ganar tiempo para negociar un status especial, aprovechando el rediseño del euro. Sin mucha pericia, aspiraba a que su país se siguiera beneficiando de la pertenencia al mercado único, pero pudiera zafarse de la regulación financiera.
Pero, en vez de emplear más poder blando con los europeos, que se muestran mucho menos pacientes con la singularidad isleña que nunca, Cameron ha elegido calmar a su patio trasero a todo trance. El caso es que los Tratados a medida y ganar ese referéndum son demasiadas lunas a pedir para un gobernante como él, en la estela de los demás dirigentes tácticos del partido huérfano de Margaret Thatcher. Un referéndum de salida no puede aceptarlo ni su mejor amiga en la Unión, la poderosa canciller alemana, Angela Merkel, ni su aliado liberal Nick Clegg.
La City se ha movilizado para advertir de las consecuencias de volar los puentes con la Unión Europea, mientras los laboristas no se pronuncian sobre la consulta y eligen dejar que David Cameron avance en su deriva solitaria.