LA AUTODETERMINACIÓN Y LOS DERECHOS
Las objeciones ideológicas que Jordi Solé Tura hacía a la autodeterminación parecen compartibles. Pensaba el profesor catalán, desde un punto de vista político, que tal reclamación, como vía para conseguir la independencia, de algunos territorios de España, era, en primer lugar, innecesaria, una vez que el Estado autonómico aseguraba a las nacionalidades y regiones suficiente cobertura política, al dotarles de las oportunidades institucionales y competenciales del autogobierno. Creía además que dicha pretensión constituía un expediente incongruente y desleal, pues la demanda de autodeterminación debilitaba la legitimidad de la organización territorial española, que había optado por la autonomía: si se apoyaba como pensaba que debía hacerse esta forma política, no resultaba lógico, ni leal, reducir las bases de su asentamiento. Por último, Jordi Solé creía que resultaba insolidario sustituir una juntura de la intensidad del sistema autonómico, próximo al federalismo, por una solución del problema territorial español, desmembradora y centrífuga.
Estos argumentos son de considerable importancia en relación con el debate autodeterminista, pero quizá no consideran la fuerza de convicción mayor de la autodeterminación que consiste en presentarse como un derecho, esto es, como una pretensión que podría aducir títulos planteables no desde el plano político, y como tales defendibles pero expuestos a la cuestionabilidad de toda opinión, sino desde el punto de vista jurídico y aun ético, y por ello dotados de una superioridad indiscutible, la que corresponde a quien utiliza en su favor el lenguaje de los derechos. Ahora bien, comenzando por el plano jurídico positivo, ¿la autodeterminación es un derecho en nuestro ordenamiento jurídico? Quiero decir, ¿se trata de una pretensión reconocida en el sistema constitucional español, que pueda ser ejercida, y cuya reclamación esté amparada, como puedan serlo la libertad de expresión o, como derechos más próximos, en cuanto ejemplos de participación, el sufragio o la iniciativa legislativa popular?
Concebida la autodeterminación correctamente, como la decisión en un solo acto de una comunidad territorial manifestando su voluntad de separarse o mantener su integración en el Estado, con su actual posición u otra diferente, obvio es decirlo, nuestro ordenamiento no la reconoce como derecho. Hay derechos políticos colectivos como la autonomía o los derechos de los territorios forales. Pero el derecho de autodeterminación no figura entre los enunciados en la Constitución. Lo malo, con todo, no es que en nuestro sistema constitucional no se reconozca la autodeterminación, sino que es lógico que así suceda, pues tal pretensión es contraria a las bases del edificio constitucional, o sea, la unidad de la nación y la atribución de la soberanía al pueblo español. Obviamente la decisión sobre la autodeterminación denota soberanía que por imperativo constitucional corresponde exclusivamente al pueblo español, comprendido homogéneamente, y no a ninguna fracción territorial del mismo. Por supuesto el que no exista el derecho de autodeterminación, ni sea lógico que ello suceda, no quiere decir que no sea lícita su solicitud, se lleve a cabo su demanda ocasionalmente o se integre en el ideario de un partido político, y que, mediando la correspondiente reforma constitucional, no pudiese referirse a la propia Carta Fundamental. Tal derecho efectivamente existía en las constituciones de la órbita soviética y, hoy, figura también, según Francesc de Carreras, en la Constitución etíope.
Como la reforma constitucional necesaria para admitir el derecho de autodeterminación es trabajosa e incierta, pues han de recorrerse los caminos escarpados del artículo 168 de la Norma Fundamental, algunos han propuesto someter a consulta la conveniencia de cambiar la Constitución para permitir la autodeterminación, utilizando el referéndum consultivo previsto en el artículo 92 de la Constitución, quitando de paso argumentos a quienes acusan de falta de cintura democrática a los contrarios a la autodeterminación. Sin embargo, tal sugerencia, sin duda bien urdida, no acaba de convencer. La verdad es que el referéndum de la Norma Fundamental a que se acaba de hacer referencia, en mi opinión, no contempla la intervención del cuerpo electoral de una comunidad autónoma, sino la de todos los ciudadanos, de modo que tal expediente no serviría para consultar la opinión de los ciudadanos de solo una parte del territorio nacional. Además, el referéndum para la verificación del apoyo secesionista en un territorio en realidad incurriría en fraude constitucional. Sería convocado como consultivo, pero resultaría realmente vinculante, de modo que no abriría el paso a la reforma constitucional, sino a la independencia. No sería una consulta para la soberanía, sino un referéndum de soberanía, radicalmente prohibido en nuestro ordenamiento, mientras no se reforme la Constitución. En realidad en ningún caso hay referendos consultivos de autodeterminación (no lo fueron los de Quebec ni lo será el de Escocia), entre otras cosas por la simple razón de que en el hecho de la consulta se contiene una definición del soberano, que es constituido cuando se le hace objeto de una pregunta, como digo, de soberanía.
En segundo lugar, la imposibilidad de recurrir a la consulta del artículo 92 CE no quiere decir que los partidarios de la autodeterminación queden privados de las oportunidades democráticas para obtener el reconocimiento de este derecho, que está a su alcance tras la correspondiente reforma de la Constitución, que podría iniciar de manera incontestable el Parlamento de una comunidad autónoma (artículos 87.2 y 166 de la Constitución), solicitándola del Gobierno central a través del correspondiente proyecto o mediante una proposición de reforma a presentar a la Mesa del Congreso, dando voz así, si fuera el caso, a una demanda en ese sentido clara, mantenida en el tiempo y ampliamente compartida en su territorio.
Pero si la autodeterminación no es un derecho jurídico, disponible en nuestro ordenamiento, ni importable desde el derecho internacional que no puede, en una modificación inconstitucional de nuestra Norma Fundamental, imponernos derechos contrarios a nuestra Constitución, como sería la autodeterminación, tampoco es un derecho moral, esto es, una pretensión exigible desde consideraciones de la lógica o de la ética. Desde el punto de vista de la lógica no hay por qué asumir un principio político que supondría el desorden en las relaciones internacionales, si las 3.000 o 4.000 nacionalidades existentes en el universo realizasen su derecho al Estado propio, contando además con la imposibilidad fáctica de ese realineamiento territorial, pues actualmente solo el 4% de la población mundial se encuentra en Estados que se correspondan a un solo grupo étnico. Desde el punto de vista de la ética los títulos de la autodeterminación son equívocos, pues si bien parece asumir la idea liberal de la autonomía, trasladándola del individuo a un sujeto colectivo, en realidad está contaminada por referencias míticas y decisionistas. Por ello, los componentes ultraidentitarios y decisionista-plebiscitarios de la autodeterminación se oponen a las bases racionales y algo escépticas de las democracias constitucionales de nuestro tiempo.
La autodeterminación en este plano ético no debería ser considerada, entonces, el derecho primero o básico de una comunidad. Vendría a ser la correspondencia a la legítima defensa en el plano individual, utilizable en situaciones límite, cuando, fuera de los supuestos coloniales, se trata de asegurar la supervivencia del colectivo. El derecho fundamental de una comunidad territorial sería el derecho al autogobierno, o a desarrollar democráticamente sus potencialidades, lo que llamamos la autonomía o libre determinación. En suma, frente al simplismo de la solución autodeterminista parecen preferibles las credenciales de otros posibles tratamientos de las tensiones nacionalistas en un Estado, como son las formas federativas, que compaginan, eso sí trabajosamente, los principios de la unidad y el pluralismo.