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Valores para vencer el naufragio (y II); por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

22/06/2010
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El día 20 de junio se publicó, en el diario ABC, un artículo de Pedro González-Trevijano , en el cual el autor opina que las crisis son consustanciales a la historia y a la condición humana. Pero son también, si se goza de fortaleza de ánimo y de grandeza de objetivos, una oportunidad para mejorar. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

VALORES PARA VENCER EL NAUFRAGIO (Y II)

Adelantábamos el pasado domingo las dos primeras medidas necesarias -en el ámbito de los valores y en el constitucional- para asirnos férreamente a nuestra tabla de salvación colectiva y escapar de esta suerte al naufragio. Los españoles no deseamos teatralizar, una vez más, Las aventuras de Robinsón Crusoe de Daniel Defoe. Ni tampoco tenemos la intención, como en las últimas palabras del libro del escritor británico, de relatar nuevas azarosas peripecias de la convivencia nacional -”Todas estas cosas, y algunos otros sorprendentes episodios, con algunas otras aventuras mías, durante diez años más, las relataré quizá más adelante”-, sino de seguir construyendo inteligentemente la mejor Res pública. En esta España constitucional, los Robinsones, Viernes y sus inspiradores personajes de la vida real -el español Pedro Serrano y el escocés Alexander Serkik- no deben ir más allá de su condición de sujetos novelados. Y a tales efectos, reseñamos los últimos tres ámbitos que requieren de medidas firmes y urgentes.

Primero: en el ámbito político. Es insufrible, asimismo, la concepción cainita y schmittina -asentada en la relación amigo / enemigo- que preside la política nacional. La clase política, tanto la que se halla en el Gobierno, como la que se sitúa en la Oposición, ha de demostrar generosidad de actitudes y altura de miras. No pensar siempre rácanamente en políticas de partido, sino de Estado. Dar un paso al frente sin sopesar enfermizamente los comicios electorales, ni el acomplejado coste personal de unas u otras acciones de gobierno. Aquí también los españoles tenemos derecho a disfrutar de políticos de altura, de estadistas de verdad, y no de advenedizos administradores o contingentes arbitristas. Una clase política obligada a suscribir pues políticas de Estado (modelo territorial, educación, política internacional, inmigración…) con mayúsculas.

Unas políticas de Estado, como indica su nombre, absolutamente imprescindibles. De una parte, porque inciden, dada su condición esencial y transversal, en aspectos estructurales de la organización social, política, constitucional y económica del país. Y, de otra, porque exigen de una incuestionable perdurabilidad en el tiempo, más allá de la atropellada singularidad del momento. Ambas circunstancias obligan a que sean respaldadas por el mayor número de fuerzas políticas -lo deseable sería la práctica unanimidad del espectro parlamentario-, pero siempre, y en todos los casos al menos, por las dos grandes fuerzas políticas nacionales. En un régimen de democracia constitucional quien se halla en el Gobierno volverá antes o después a la Oposición, y quien está en la Oposición alcanzará sin duda el Gobierno, lo que impele a nuestros dos partidos -si no queremos tejer y destejer indefinidamente la estela de Penélope- a formalizar políticas de Estado de mutuo consuno. De no ser así, los inevitables cambios de Ejecutivo y de mayorías en las Cámaras llevarán simultáneamente aparejadas las correlativas modificaciones en política y legislación. Las indefinidas reformas legislativas en materia de inmigración -más de cinco- y de educación -cerca de diez- son el peor ejemplo de los irresponsables bandazos político-legislativos de unos y de otros.

Segundo: en el ámbito institucional. Es también un escándalo, ¡y lo expreso sin tapujos!, el zarandeo burdo y agresivo de las instituciones. Una indecencia moral y un suicidio colectivo. Si no sabemos preservar las instituciones, asistiremos al desmoronamiento del Estado, al desarraigo de la democracia constitucional y al final de nuestra mismísima organización política. Primero se pone en entredicho la laboriosidad de las Cámaras parlamentarias, después se pone en solfa la independencia del Poder Judicial -como los ataques injustificables al Tribunal Supremo-, más tarde se ningunea al Tribunal Constitucional -al que se quiere negar la legitimidad para resolver la constitucionalidad del Estatuto de Autonomía de Cataluña-, etcétera. Aunque tales instituciones han de saber granjearse concurrentemente, con su ejemplo diario, el respeto de sus ciudadanos. Las Cámaras no pueden transmitir la sensación de reproducir mayoritariamente los endogámicos deseos más propios, los órganos jurisdiccionales no pueden actuar al socaire de la partitocracia -nada más perverso que la distinción maniquea entre jueces conservadores y progresistas- y el Tribunal Constitucional -que debió renovarse hace años- no puede alargar la decisión sobre el Estatut casi cuatro años. Es decir, las instituciones, además de disfrutar de la legitimidad de origen, han de ganarse coetáneamente la legitimidad de ejercicio. La potestas de las instituciones ha de ir de la mano por tanto de una ganada auctoritas.

Tercero: en el ámbito económico. La última crisis, pero en la actualidad importantísima crisis económica, nos obliga a sentar unas bases nuevas en las relaciones laborales y de producción, pero también un adelgazamiento del sector público y una reconsideración del papel de los sindicatos y de las asociaciones empresariales. Hay que asumir que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que no somos un país rico, que hay que trabajar más, que hay que mejorar las bajas tasas de ahorro, que hemos de poner coto al desmesurado déficit público, que estamos obligados a mejorar en profesionalidad y competitividad. Sólo estas medidas permitirán el no desmantelamiento de un Estado del bienestar correctamente entendido y económicamente posible. No hay razones, si hacemos bien los deberes, para no salir, y además fortalecidos, de la crisis económica. Ya lo hicimos a finales de los años setenta. Ahí está el ejemplo de los Pactos de la Moncloa. Pero para ello, como expresaba Thomas Carlyle en su Discurso electoral en Edimburgoun 2 de abril de 1886, se demanda esfuerzo: “El trabajo es el gran remedio de las enfermedades y miserias”.

Las crisis son consustanciales a la historia y a la condición humana. Pero son también, si se goza de fortaleza de ánimo y de grandeza de objetivos, una oportunidad para mejorar. Señalaba Honoré de Balzac en La Maison du chat-qui-pelote, “que en estas grandes crisis, el corazón se rompe o se curte”. En nuestras manos como ciudadanos, y en las de nuestra clase política, está el desenlace. O que se nos rompa el corazón, o que se nos curta. Yo me sitúo inequívocamente, como en la Transición Política, con la mayoría de españoles que desea echar una mano para seguir viviendo los mejores años de nuestra historia moderna. De nosotros depende.

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