POLÍTICA DE TIERRA QUEMADA
El camino de penalidades que está recorriendo el Tribunal Constitucional es un episodio que refleja fielmente el lamentable estado actual de las instituciones del Estado de Derecho. Si el TC está bloqueado por partida doble, en el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Cataluña y en su renovación por el Senado, el Poder Judicial no se gana un diagnóstico mejor. Recuérdese que su órgano de gobierno, el Consejo General, y su máximo Tribunal, el Supremo, han recibido en los últimos tiempos los más furibundos ataques a su legitimidad constitucional y a la dignidad de sus integrantes. La impunidad ha sido la respuesta. No se trata de eximir a todas estas instituciones de la crítica libre que puedan merecer, pero sí de establecer unos límites de respeto simplemente para conseguir que el Estado funcione, es decir, que la constitucionalidad de sus leyes sea revisada a tiempo, que los procesos judiciales se ventilen sólo en las Salas de Justicia, que los jueces no se sientan cada día más como piezas de caza en el punto de mira. Incluso si se pretende coordinar todos los recursos del Estado para salir antes y bien de la crisis económica, el fallo multiorgánico del sistema judicial debe ser corregido urgentemente. Es cierto que los procesos se resuelven, que los juzgados abren de lunes a viernes, incluso en fines de semana, y que cada año hay más pleitos que en el anterior. Pero lo que se echa en falta no es cuestión -al menos no principalmente- de cantidades y resultados, sino de principios: respeto a la independencia judicial, confianza en la justicia, prestigio de la función jurisdiccional.
Tampoco es casualidad, -sino todo lo contrario, es una de sus primeras causas- que este deterioro institucional -auténtica política de tierra quemada- haya hecho crisis durante los mandatos de un gobierno al que le molesta la Justicia y le conviene que ésta sea débil, porque lo importante es ejecutar su programa de máximos ideológicos antes que respetar las reglas de la separación de poderes.