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Desprecio a la Corte; por Javier Gómez de Liaño, abogado

13/05/2010
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El día 12 de mayo de 2010, se publicó en el diario El Mundo, un artículo de Javier Gómez de Liaño, en el que el autor opina sobre la campaña de desprestigio que está sufriendo el Tribunal Supremo. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

DESPRECIO A LA CORTE

Supongo que quienes me conocen estarán de acuerdo en que si en algo soy experto es en la lidia de insidiosos y calumniadores, festejo al que hace años asistí no desde el callejón sino en el ruedo; esto es, con el morlaco delante y embistiendo por derecho. No voy a hablar, porque ni hace al caso ni vale la pena desempolvar viejos pleitos, de lo acontecido en aquella feria y tampoco, por respeto a los muertos, he de reseñar el hierro de la ganadería. A lo que hoy quiero referirme es a la campaña de acoso y derribo en toda regla que desde hace un mes soporta el Tribunal Supremo; en particular, algunos de sus magistrados, cuyos nombres es innecesario dar.

Si la información es correcta, todo arrancó el pasado 13 de abril, cuando durante un acto de apoyo al juez Baltasar Garzón que se celebraba en el auditorio de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, el fiscal Carlos Jiménez Villarejo, hoy jubilado, dijo que la actuación de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo a propósito de varias causas instruidas contra su señoría era un “golpe de Estado perpetrado por togas fascistas, cómplices de la tortura”. A ese rayo de palabras volanderas, le siguió un diluvio de ultrajes protagonizado por el propio ex fiscal y por seguidores y fieles defensores del juez en cuestión.

He de decir que ante lo ocurrido, de repente me pareció que el calendario daba marcha atrás y que a la vida judicial española volvían el dicterio y la infamia, ahora disparados por el rifirrafe producido con motivo de esas investigaciones. Los tres procesos siguen su curso y, en todo caso, confío en que el tiempo que ha pasado desde que se inició el alboroto haya servido para serenar los ánimos y hasta las vísceras de más de uno.

A pesar de los años trascurridos, aún está viva en la memoria la campaña emprendida contra el magistrado Marino Barbero, el juez del Tribunal Supremo encargado de la instrucción del caso Filesa, contra quien se emplearon todo tipo de métodos, sin excluir las referencias personales y familiares. Lo dije siendo vocal del Consejo y lo repetiré cuantas veces, como hoy, la ocasión se pinte calva: aquellas insidias y las nada ingenuas descalificaciones lanzadas sobre el magistrado señor Barbero constituyeron un intolerable ataque a la independencia judicial, cuya heridas tardarán en curar muchos años y dejarán secuelas irreversibles. Creo que el diagnóstico fue certero.

Siempre estuve a favor de la censura razonable de las resoluciones judiciales y, por tanto, en contra de la descalificación rotunda e inmisericorde. La libertad de expresión figura, por derecho propio, en uno de los primeros lugares de la nómina de elementos que hace no pocos siglos entendemos por sistema democrático. Ahora bien, el insulto público al juez crea tensión, malestar o miedo, cosas, todas ellas, no previstas en la Constitución como soportes de la función judicial. En España, país cainita en el que no pocos debieran desayunar bocadillos de distovagal, no es saludable que se descomponga nada. No obstante, tampoco saquemos la ingenua consecuencia de que tras los insólitos sucesos de la Complutense y sus derivados hay tantas personas como sus propagandistas dicen. Distinto es que los que son, hagan mucho ruido. La gente propende a la histeria y si no veamos qué pasa en los acontecimientos deportivos, en los conciertos musicales y hasta en los mítines electorales. Para confundir al personal basta con montar un tarima y poblarla de personajes ruidosos con ganas de jugar con cartas de trilero. Esto que, por otra parte, es muy fácil de propiciar, cuando se hace con la justicia tiene un grave riesgo. Aquí hacen falta expertos psiquiatras que dictaminen si con añorantes y juristas a la violeta un país puede avanzar. Desde luego, no entiendo a quienes se afanan en innovar una historia a base de remover la sepultura o la fosa común y pienso que desde que iniciamos la sosegada y eficaz senda abierta por la Ley de Amnistía de 1977 y, sobre todo, por la Constitución de 1978, las sugerencias extravagantes quizá suenen demasiado a sepulcro blanqueado.

Si nos fijamos bien, en los sucesos que comento figura un nutrido grupo de zurupetos y tinterillos, especies que, desde tiempos inmemoriales, pululan alrededor de la Justicia y entre los que, claro es, se incluyen los críticos judiciales repartidores de improperios. En España hace años que asistimos a la suplantación de la Justicia por los fantasmas de la Justicia. La técnica jurídica, la jurisprudencia como fuente del Derecho, las revistas científicas, no interesan y la pólvora se gasta en salvas de interpretaciones de sainete y en subvencionar indoctos. No aludo, naturalmente, a los ignorantes incapaces de distinguir un código de una ley, que también los hay, sino a quienes no entienden lo que es uno u otra porque en la cabeza no les cabe más. Son una rara mezcla de adivinaciones e intuiciones, por un lado, y de burricie, ideas preconcebidas y cerrazón mental, por el otro, aunque todos tienen la característica común de ser muy solemnes en el discurso, razón por la cual hay que prestar suma atención a cuanto dicen, ya que, al menor descuido, se quedan con el trasero al aire, como ese catedrático de sociología que proclama que “si no hay víctima, no hay prevaricación”, lo que supone desconocer algo tan elemental como que en el delito de prevaricación el bien jurídico protegido no es la “víctima” sino “la recta administración de justicia” o, si se prefiere, el servicio público de la Justicia y el prestigio del Poder Judicial.

Además de este tipo de agresiones y ofensas a la independencia judicial, hay otra vertiente respecto a la cual también es necesario defenderse. Me refiero al poder real de los medios de comunicación, desde el que, al margen de la crítica razonable, en momentos singulares y precisos, se ejercen presiones sobre jueces y tribunales determinados, como cuando en plena deliberación y redacción de una sentencia, el asunto se adereza con informaciones u opiniones, unas y otras orientadas por intereses espurios y parciales. No quiero decir con esto que para preservar la paz y sosiego de los jueces haya que abstenerse de opinar o informar de nada que les afecte. Me refiero, por ejemplo, a la conveniencia de establecer mecanismos indirectos de protección de la independencia judicial en la faceta del derecho al proceso justo. En el mundo anglosajón, merced a la figura del comptempt of court, los jueces pueden sancionar sumariamente cualquier ofensa o agresión al tribunal, y lo propio pueden hacer cuando se pierde el respeto a las cuestiones sub iudice. Se me ocurre si acaso el ejercicio de la libertad de información y opinión que permite que los medios de comunicación traten y juzguen sobre asuntos en suspenso, no tiene más inconvenientes que ventajas.

Admitamos como buena la crítica. Lo que no se puede aceptar es la feroz repulsa contra los jueces. Quede claro que lo dicho vale también para el elogio o el halago desmesurado. Francisco Tomás y Valiente lo dejó escrito: “Este tipo de comportamientos periodísticos va contra la lógica, contra la decencia y, lo que es más grave, contra la independencia judicial. Contra la lógica por lo que de contradicción tiene. Contra la decencia, porque no se puede denigrar a nadie por adoptar una decisión legítima. Contra la independencia judicial, porque, una vez más, negaría abiertamente sin más fundamento que la contrariedad vehemente, nacida de intereses ajenos a la razón y al Derecho”.

Siempre he sido partidario del castellano hablado en puros cueros, pero para el ex fiscal Carlos Jiménez Villarejo y en función de lo que fue y aún representa, hubiera preferido un cierto comedimiento verbal, porque las palabras arrastran e incluso traicionan y, por ese camino, el destino final es un mar proceloso y sin orillas. La misma opinión merecen lindezas como ésta que escribía Javier Pradera el 28 de abril de 2010, en referencia directa, con nombre y apellido, a uno de los magistrados del Tribunal Supremo: su “(…) estilo leguleyo parece salido de la pluma de ganso de un alguacil quevedesco con la puntita de la lengua rosacea asomando en la comisura de la boca (…), también ha metido la pata hasta el corvejón sin que nadie le haya imputado todavía un delito de prevaricación (…)”.

Expresiones de este calibre no pueden compartirse, ni son inocuas. Niego que su dureza no implique un exceso reprochable e intolerable. El autor de esta reflexión, pero al revés, es el magistrado jubilado José Jiménez Villarejo, hermano del ex fiscal, que en su día postuló resucitar el delito de desacato para meter en cintura y de paso en la cárcel a quienes, según sus particulares entendederas, atentaron contra dos jueces que formaban parte de esa misma Sala que, por entonces, él presidía. Vivir para ver.

Como tampoco se puede estar de acuerdo con la afirmación de la profesora Manjón-Cabeza de que “el Supremo no ha respetado el procedimiento, especialmente quien lo dirige y que ocurriendo así, pedir respeto para el Tribunal y sus decisiones parece una broma”. Lo siento, pero me da la impresión de que lo mismo que a nadar se aprende nadando, algunos aún no se han aplicado bastante en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión y que si tan mal uso hacen de ella, es que siguen sin saber en qué consiste.

Está claro que la independencia judicial y el honor son conceptos que pertenecen, por igual, al patrimonio moral de los jueces y que respetarlos es obligación de todos. Hacer excepciones es propio de una concepción totalitaria de la justicia, concebida como un instrumento de poder. Los que la entienden de esa manera, son los que jalean o machacan a los jueces, en función de si les son útiles o no. Aun así, creo que el Tribunal Supremo está dando un gran ejemplo. Sus magistrados saben que la función de juzgar es pasto propicio para los moralizadores desahogos de justicieros y que el oficio es una servidumbre que hay que llevar con resignada compostura. El hombre ecuánime y sereno sabe perdonar a sus ofensores. Séneca nos enseña que Satius fuit dissimulare quam ulsisci -perdón por el latinajo-, que equivale a que trae más cuenta no darse por aludido, que darse por enterado. Lope de Vega lo dice en El desprecio agraviado: “la mayor venganza del sabio es olvidar el agravio”.

- Y tú ¿qué opinas de todo esto?

- Pues, así, a bote pronto, a la cabeza me viene aquello que decía Cervantes de que cuando la cólera se sale de madre, no tiene la lengua padre, ni ayo, ni freno que la corrija.

Los mortales somos como la naturaleza nos hizo, y a veces peor. Tarde o temprano, nos merecemos que alguien nos recuerde de qué pie cojeamos. Discúlpeme, doña Araceli, pero es que se me atraganta la emoción.

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