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Dilaciones indebidas por omisiones inexcusables; por Jesús Santos Vijande, Catedrático de Derecho Procesal

27/04/2010
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El día 25 de abril de 2010, se publicó en el diario ABC un artículo de Jesús Santos Vijande, en el cual el autor opina sobre las dilaciones del Tribunal Constitucional en la deliberación, votación y fallo de los recursos interpuestos contra el Estatuto de Cataluña. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

DILACIONES INDEBIDAS POR OMISIONES INEXCUSABLES

La sentencia del Estatuto catalán

Producen extrañeza y escándalo en la ciudadanía las dilaciones del Tribunal Constitucional en la deliberación, votación y fallo de los recursos interpuestos contra el Estatuto de Cataluña. Y con mayor razón cuando, en su día -2006-, el Tribunal decidió dar prioridad a la tramitación de este asunto por su enorme trascendencia para la articulación del Estado.

El descrédito social de la institución -lo digo con enorme pesar- es fundado: semejantes dilaciones ni son admisibles según el sentir común, que siempre ha negado el carácter de justicia a la impartida tardíamente, ni tienen justificación en Derecho. Es paradójico tener que recordar que la Constitución proclama el derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas, que también obliga al Tribunal Constitucional, de modo que, por muy complejo que sea un caso, no resulta aceptable que un tribunal necesite varios años de deliberaciones para resolver.

El tiempo que la Presidencia del Tribunal Constitucional está consintiendo en la discusión y votación de este asunto evidencia que no ha utilizado los medios legales que existen, y que son de obligada observancia, para dirigir los debates y obtener las mayorías requeridas.

La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC) dice sobre esta materia (art. 90) que “las decisiones se adoptarán por mayoría y que, en caso de empate, decidirá el voto del presidente”. El “voto de calidad” del presidente es un importante instrumento de obtención de mayorías cuando un tribunal está integrado, como es el caso del TC, por un número par de magistrados. En consecuencia, resulta muy claro que el “voto de calidad” no es un derecho del presidente de turno, sino que, como el enjuiciamiento y fallo de los asuntos judiciales, es un “deber inexcusable”. El uso del voto de calidad constituye también un genuino deber si con él se han de evitar, como se deben evitar, dilaciones a todas luces injustificadas.

Además, el artículo 80 LOTC obliga a aplicar en el seno del Tribunal Constitucional lo previsto en la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) y en la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC) sobre deliberaciones y votaciones con carácter supletorio y siempre que ello sea posible. Estas leyes contienen algunas previsiones tan sencillas y eficaces como indebidamente ignoradas en la práctica del TC.

De entrada, cabe votar sobre partes de la decisión, lo cual es aconsejable en asuntos complejos; acto seguido, se prevé que, “cuando en la votación no resultare mayoría de votos sobre cualquiera de los pronunciamientos, volverán a discutirse y a votarse los puntos de que hayan disentido los votantes” (arts. 262.1 LOPJ y 202.1 LEC). Si aun así no se resuelve la discrepancia, el presidente provocará una “nueva -y última- votación, sometiendo sólo a ésta los dos pareceres que hayan obtenido el mayor número de votos en la precedente” (arts. 263.2 LOPJ y 202.4 LEC).

Si estos mecanismos legales, que siempre vinculan la deliberación a la subsiguiente votación, se unen al voto de calidad del presidente del TC -no previsto para los tribunales ordinarios-, resultan inconcebibles, en Derecho, unas dilaciones como las acaecidas en el caso del Estatuto de Cataluña. En otras palabras: hace mucho tiempo que una correcta dirección de los debates hubiera debido acotar un máximo de dos pareceres -los más votados- sobre cada pronunciamiento en particular y sobre el conjunto del fallo, para así llegar a una votación final donde se obtuviera, sin más retrasos, la mayoría requerida, aunque para ello la presidenta tuviera que apelar, en cumplimiento de un deber, a su voto de calidad.

Afirmaba el malogrado Tomás y Valiente que “las deliberaciones debían prolongarse para aproximar criterios, integrar argumentos, enriquecer la fundamentación”... Y aconsejaba que la votación tuviera lugar una vez alcanzada la exhaustividad de la deliberación, que, a su entender, existe “cuando ya nadie tiene nada que decir y se repiten los argumentos a favor o en contra del fallo”. Aceptemos que la deliberación sea exhaustiva, pero exhaustiva no significa, legal y constitucionalmente, indefinida o indebidamente dilatada.

Claro que es laudable intentar el consenso por todos los medios, pero la falta de consenso en absoluto no permite eludir el cumplimiento de los propios deberes como presidente: quien tiene la misión de dirigir los debates debe llevarlos a buen fin en un plazo razonable, aun cuando el peso de la decisión, sea ésta la que fuere, recaiga especialmente sobre su persona.

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