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El secuestro de la Complutense; por Santiago Muñoz Machado, Catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Complutense de Madrid

21/04/2010
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El día 20 de abril de 2010, se publicó, en el diario El Imparcial, un artículo del Profesor Santiago Muñoz Machado en el cual el autor explica que quienes participaron en el acto de la Universidad Complutense no eran profesores ni estudiantes, ni tenían nada que ver con la Universidad, sino que eran extraños venidos de fuera para hablar de cosas del pasado que recordaban con ira. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

EL SECUESTRO DE LA COMPLUTENSE

Los noticiarios televisivos de la noche del martes día 13 pasado ofrecieron imágenes conmovedoras, pero las de los periódicos del día siguiente fueron más expresivas. Es insuperable la fuerza informativa de una buena fotografía. Las que los medios escritos publicaban aquel día mostraban el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense llena de ciudadanos que, sin duda posible, por razón de su edad no eran alumnos y, por lo que conocemos a los colegas, tampoco profesores; la mayor parte de ellos, según explicó L.M ANSON en este periódico, eran sindicalistas liberados que se habían ausentado sin justificación de sus empresas, malversando los fondos que se destinan a retribuir su actividad para que se ocupen de defender los intereses de los trabajadores. Algunas ofrecían el detalle de un escenario en el que se reconocía, desde luego, a los jefes de los dos sindicatos mayoritarios (UGT y CCOO), a un conferenciante jubilado que había ocupado el cargo de Fiscal Jefe Anticorrupción algunos años antes y, en el centro de la escena, al Rector de la Complutense, visiblemente encantado de ser el Magnífico y, en tanto que tal, anfitrión de aquel movimiento aparentemente reivindicativo, que se desarrollaba gozosamente en su casa y en su magnificente presencia.

Aquellas imágenes congeladas de las fotografías las había puesto en movimiento, dándoles vida, la televisión para que supiéramos mejor lo que significaban: el grupo de señores maduros y de la tercera edad que se sentaba en aquella magna aula eran figurantes en su mayor parte, sentados para rellenar. Los que habían llegado por su propia iniciativa y voluntad venían a defender al afamado juez Garzón porque, según les habían explicado, malamente por cierto, iba a ser juzgado por ser de izquierdas y antifranquista, por un conjunto de jueces fascistas establecidos en el Tribunal Supremo como último destino, después de haber servido a la represión dando cobertura a la policía y los tribunales de la dictadura. En aquel instante de la Complutense, las cámaras les mostraban atentos a las explicaciones confirmatorias de las ideas con las que venían aleccionados, que estaba proporcionando de primera mano, usando ciencia propia, el Fiscal jubilado aludido, que se relamía de satisfacción al término de cada frase, visiblemente exultante. Al final, incluso recogió las manos delante de su pecho y las agitó levemente, inclinando la cabeza y dejando caer los párpados, para recibir los aplausos de los espectadores, como es propio de los artistas en las grandes representaciones teatrales y operísticas.

Aquello ocurrió en la Facultad de Medicina de la Complutense, Aula Magna. Las gentes que había allí no eran profesores ni estudiantes, ni tenían nada que ver con la Universidad, sino que eran extraños venidos de fuera para hablar de cosas del pasado que recordaban con ira. Querían, seguramente, valerse del prestigio de la centenaria Universidad Complutense para atribuir a sus miembros la coautoría de aquel acontecimiento.

Los aularios de mi Universidad se llenan, mañana y tarde, de profesores que enseñan a sus alumnos las reglas de la tolerancia y el diálogo, y los forman para el futuro procurando transmitirles todo lo que ellos han aprendido o están aprendiendo cada día de sus vidas. Lo hacen con generosidad extrema, con medios precarios y recibiendo sueldos miserables. Cuando tienen que reclamar contra la injusticia o deciden sublevarse contra los abusos del poder, aquellas mismas aulas, principalmente las Magnas, ofrecen un marco bien distinto del compuesto el pasado día 13 de marzo, que también ha sido mil veces fotografiado: alumnos en los bancos o sentados en los pasillos, otros compartiendo la tarima de los profesores con ellos, enrabietados o festivos, luchando siempre por un futuro mejor y pidiendo más derechos, defendiendo la libertad y reclamando, como es natural, lo imposible. Esta es la manera de hacer de la Universidad que, recuerdo, es una corporación pública integrada de profesores y alumnos (el PAS también es ahora imprescindible). La Universidad es nuestra, no de aquellos señores que vinieron de fuera. Admitimos gustosamente en nuestra institución a cualquiera que tenga algo que enseñarnos o que debatir con nosotros, pero no aceptamos que nos suplanten, y menos que nos utilicen.

De modo que aquel grupo de hombres y mujeres, que ocupó una de nuestras mejores aulas, para ser arengados por un fiscal jubilado y dos jefes sindicalistas sobre la necesidad de volver al pasado, secuestraron nuestros espacios y nuestros espíritus y confundieron al mundo entero sobre el origen de la protesta y acerca de quiénes son sus defensores. El secuestro se produjo teniendo a nuestro Rector al frente de los organizadores.

Al día siguiente muchos catedráticos y profesores de la Facultad de Derecho comentábamos desolados la enorme afrenta del Rector a la Universidad, el abuso de la confianza que hemos depositado en él, y sentimos una vergüenza inmensa al comprobar que los recintos sagrados de la tolerancia, la enseñanza y el progreso habían sido ocupados para defender valores y perseguir finalidades totalmente ajenos a los nuestros.

Para colmo, la ocasión había servido para tratar de deslegitimar al Tribunal Supremo, acusar de fascistas retrógrados a sus miembros, y poner en cuestión su solvencia moral y profesional. De ese Tribunal hablamos todos los días en la Facultad y les explicamos a nuestros alumnos la posición central que su jurisprudencia ocupa en nuestro ordenamiento jurídico. Pero aquellos detractores pudieron actuar a sus anchas porque ningún profesor de mi Facultad fue invitado a opinar y contradecirles.

Secuestraron, por tanto, nuestros espacios y valores, y no escucharon nuestra palabra. Pero nos quedó la vieja libertad irreductible, la primera libertad. La utilizamos para difundir en una nota mínima, pero clara, nuestra queja por lo ocurrido, declarando al tiempo que la Facultad de Derecho reprobaba semejante disparate.

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