UNA SOLA NACIÓN: ESPAÑA
Digámoslo de una vez: toda la calamitosa peripecia del Tribunal Constitucional, en busca de una sentencia justa sobre la constitucionalidad del Estatut de Cataluña, oculta una única cuestión. En efecto, no se trata ni más ni menos que de dar por buena la mención a una Nación catalana en su Preámbulo, porque lo demás son destellos que derivan de esa afirmación.
Si Cataluña es una Nación, hay que reconocer en consecuencia sus símbolos nacionales; si se reconocen sus símbolos nacionales, hay que aceptar la soberanía del pueblo catalán; si se establece que el pueblo catalán es soberano, hay que adoptar la bilateralidad en sus relaciones con el Estado español; si se acepta la bilateralidad hay que respetar que las competencias que reconoce el Estatut están blindadas y no se pueden modificar; si se blindan las competencias de la Generalitat hay que asumir que la Constitución no es ya la primera norma en Cataluña; y si la Constitución no rige ya en este territorio, hay que reconocer también como válidos unos órganos propios, diferenciados de los españoles, tales como otro Defensor del Pueblo y otro Tribunal Constitucional. En otras palabras: la independencia está ya al alcance de los nacionalistas catalanes, que en puridad no representan, en su versión radical, ni la mitad de la población.
Como se ve, pues, la quintaesencia que envuelve al Estatut no es ni más ni menos que la que trasmite el concepto de Nación, pues si se reconoce éste, todo lo demás se dará por añadidura. No es extraño, por tanto, que los nacionalistas catalanes lleven dando la matraca durante varios meses con que Cataluña es una Nación, incluido el cordobés Montilla, hoy, paradójicamente, presidente sobrevenido de la Generalitat, aunque su catalán esté todavía en mantillas. De esta forma, se demuestra una vez más que el pánico de que el Tribunal Constitucional eche abajo, todo o parte, del Estatut, es algo que les preocupa sólo a los dirigentes nacionalistas, que intentan convencernos a todos los demás españoles de que es una aspiración general de la población catalana, cuando basta para desmentirlo el mero hecho de comprobar la cifra de los que votaron en el referéndum sobre su aprobación -no alcanzó ni siquiera el 50%-, demostrándose así que Cataluña es un territorio, como otros muchos de España, empezando por Madrid, plural en su composición en razón de sus orígenes variopintos. En consecuencia, para aclarar semejante aspiración de los nacionalistas, incluidos los conversos u oportunistas, vamos a analizar tres cuestiones.
En primer lugar, aun con el riesgo de ser algo esquemático, cabría distinguir tres vertientes distintas del concepto de Nación, desde que el término, sobre todo a partir de la Revolución francesa, se populariza en los siglos XIX y XX. La primera vertiente sería el concepto sociocultural de Nación, concebida ésta como la consecuencia necesaria de una serie de elementos objetivos como la geografía, la lengua, la religión, la etnia, la historia o las tradiciones. Fichte en Alemania y Mancini en Italia -ejemplos privilegiados de esta corriente- elaboraron doctrinas similares en aras de conseguir la unidad de sus países respectivos. En suma, cuando existen factores como los señalados se puede mantener que un grupo humano homogéneo es una nación, culturalmente hablando, aunque no tiene por qué deducirse ninguna consecuencia jurídica. Una segunda vertiente es la del concepto político de Nación, en el que priman, a diferencia del anterior, elementos subjetivos especialmente, concepción que está representada por la llamada escuela francesa que encabeza Renán o la doctrina suiza, que se basa en un Willensnation (deseo de ser Nación), descansando ambas en un claro voluntarismo, es decir, en la voluntad de querer vivir juntos y de afrontar un futuro común, con independencia de que haya uno o varios grupos culturales diferenciados en un mismo territorio.
Y, por último, la tercera vertiente, que es la que más nos interesa aquí, es lo que podríamos llamar el concepto jurídico de Nación. En este supuesto, se define por ser el sujeto de la soberanía, esto es, identificada con lo que llamamos pueblo, es el conjunto de ciudadanos que se ha dado una Constitución, que posee un derecho común, una igualdad de derechos, de deberes y de oportunidades, con unos símbolos comunes y una solidaridad entre todos.
Por supuesto, cuando las tres vertientes señaladas concurren en un grupo humano, la Nación resultante, convertida en un Estado único, será mucho mas sólida, cohesionada y solidaria. Sin embargo, eso no significa, como ocurre en Suiza o en la España actual, que no pueda existir un Estado único con varias naciones culturales en su seno, pudiéndose hablar así de una Nación (jurídico-política) de Naciones (culturales). Por consiguiente, desde el punto de vista jurídico, no cabe reconocer, en un Estado desencentralizado como es el español, más que una Nación, que arropa al único sujeto de la soberanía, dueño de su destino en la doble faceta de poder constituyente originario (el que aprueba la Constitución) y de poder constituyente constituido (el que modifica la Constitución). En consecuencia, una vez aprobada la Carta Magna por todos los españoles, sólo puede modificarse en el caso de la secesión de un territorio por el conjunto de los españoles, que es en donde reside la soberanía, lo cual significa que la mención de Cataluña como Nación, jurídicamente hablando, en el Estatut es una ruptura de la unidad constitucional de España.
Sin embargo, se ha mantenido, en segundo lugar, por parte de muchos, que al incluirse la palabra Nación en el Preámbulo y no tener éste valor jurídico inmediato es irrelevante dicha mención. Afirmación que no es cierta, porque el propio Tribunal Constitucional ha mantenido (sentencias TC 36/81, 64/82 y 82/86) que el Preámbulo de la propia Constitución posee una importancia innegable, puesto que lo que se afirma en él es después desarrollado por otros artículos de la Constitución. En el mismo sentido, cabría decir, como ha señalado certeramente Javier Tajadura, que los preámbulos constitucionales tienen un claro valor normativo indirecto, porque sus disposiciones pueden ser utilizadas por el intérprete, en unión de lo dispuesto en otros artículos, para extraer normas jurídicas vinculantes. Sostener, como afirman muchos, que los preámbulos de las constituciones o estatutos son anodinas formulaciones semánticas, es la demostración de una miopía política y jurídica que no quiere ver la realidad.
Porque, además, en tercer lugar, en el caso español actual se da otra circunstancia que agrava el hecho de que se defina a Cataluña como Nación en el Preámbulo del Estatut, salvo que lo eche abajo el Tribunal Constitucional. Me refiero a la curiosa doctrina que se ha afirmado en nuestro derecho, respecto al llamado bloque de la constitucionalidad. Esta idea, copiada mal de la doctrina constitucional francesa, que se refiere a otro supuesto diferente, venía originada por la peculiar redacción del Título VIII de la Constitución. Lo que no decía la Carta Magna en él, o lo decía confusamente, tenía que completarse o aclararse con lo que dijesen otras leyes posteriores para delimitar de una vez lo que era propio del Estado y lo que correspondía a las Comunidades Autónomas.
Por ello, se incluyó en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional el artículo 28, que establece que para apreciar la conformidad o disconformidad con la Constitución de una ley, disposición o acto con fuerza de Ley del Estado o de las Comunidades Autónomas, el Tribunal considerará, además de los preceptos constitucionales, las leyes que, dentro del marco constitucional, se hubieran dictado para delimitar las competencias del Estado y las diferentes Comunidades Autónomas o para regular o armonizar el ejercicio de las competencias de éstas.
Todo da a entender que, en la mente del legislador, lo que se contemplaba era una especie de leyes constitucionales, como podrían ser las indicadas en el artículo 150, que completasen las lagunas de la Constitución y que, por tanto, sirviesen también de parámetro para evaluar la legitimidad constitucional de las leyes. Sin embargo, a través de una doctrina, a mi juicio equivocada, y de la propia jurisprudencia constitucional (ver, por todas, STC 149/91), se ha ido consolidando la teoría de que el bloque de la constitucionalidad está formado por varias normas, entre ellas muy destacadamente, los estatutos de autonomía. Con ello se ponía a éstos en régimen de igualdad con la Constitución, puesto que una norma puede ser declarada inconstitucional por contrariar lo que mantenga un Estatuto de Autonomía, algo que no debiera haber ocurrido nunca, porque los estatutos no pueden tener el mismo rango que la primera de la normas del Estado.
Pero, sea lo que fuere, el caso es que es así y en la actualidad, ante esta situación jurídica, el Tribunal Constitucional debería ser muy prudente al pronunciarse sobre el Estatut, porque de no anular la mención a la Nación en su Preámbulo, en ese bloque de la constitucionalidad ya no habrá una sola Nación, España, sino otra más, Cataluña, con todo lo que eso comporta. Porque aunque Cataluña pudiese ser considerada una Nación en sentido cultural, nunca lo podría ser en sentido político, porque no existe un acuerdo generalizado sobre la secesión y hasta ahora, salvo que el Tribunal lo permita, tampoco es una Nación en sentido jurídico, según lo que he expuesto.