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  • EDICIÓN DE 26/08/2009
 
 

El Tribunal Europeo ratifica la vieja doctrina del TC español; por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

26/08/2009
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El día 25 de agosto de 2009, se publicó, en el diario ABC, un artículo de Manuel Jiménez de Parga en el cual el autor opina que el derecho a una vivienda digna y adecuada no es reclamable ante los jueces ni ante institución alguna. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

EL TRIBUNAL EUROPEO RATIFICA LA VIEJA DOCTRINA DEL TC ESPAÑOL

Hace unos días, en el curso de la entrevista para un periódico, se me preguntó: ¿Puede el ciudadano español pedir al juez que le facilite una vivienda digna y adecuada? Al oír los calificativos “digna y adecuada” recordé que efectivamente el artículo 47 de nuestra Constitución se inicia con las siguientes palabras: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”. Sin embargo, este derecho no es reclamable ante los jueces ni ante institución alguna. Otra cosa son los principios debidamente constitucionalizados que, como veremos con el de la aceptación del régimen democrático y el respeto al mismo, obligan directamente a su cumplimiento y ejecución.

Con el fin de proyectar un poco de luz sobre la compleja materia, hemos de hacer algunas distinciones. Son varios los objetos del análisis: valores superiores del ordenamiento jurídico, principios rectores de la política social y económica, y principios constitucionalizados en nuestra Gran Carta. Proporcionar una vivienda digna y adecuada es solamente uno de los principios rectores de la política social y económica.

La redacción del artículo primero, uno, del texto constitucional ha introducido confusión. Se dice allí que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. Y digo que esa mención a los “valores superiores” ha producido incertidumbre al identificar algunos analistas “valores” y “principios”, como si se tratase de la misma cosa, y los principios únicamente tuviesen en la Constitución la presencia y vigencia que corresponde a los valores.

He de anticipar que no es así. La no diferenciación entre valores y principios perjudica la eficacia jurídica de estos últimos, de los principios, que quedan como meras ideas directivas generales para la interpretación y aplicación de las normas.

Tenemos, en suma, unos principios constitucionales que deben ser entendidos como principios generales del derecho. Sin embargo, en nuestro ordenamiento constitucional hay unos principios de aplicación directa, en cuanto están incluidos en la Constitución como soporte estructural, como fundamento de la distribución y orden de las partes importantes del edificio jurídico-político, al que estos principios dan su sentido propio por encima del simple agregado de preceptos casuísticos.

No debemos otorgar idéntica eficacia jurídica a los principios constitucionalizados y a los principios no constitucionalizados. Hay principios no constitucionalizados de calidad máxima, como puede ser la paz, la paz total y perpetua, que, al no estar debidamente protegido en el texto constitucional, opera, a lo sumo, como un principio general del derecho o como un valor superior del ordenamiento.

Utilizo, en resumen, una distinción tripartita: valores superiores, constitucionalizados en el artículo primero, que, no obstante, al carecer de especificaciones respecto a los supuestos en que deben ser aplicados, sólo orientan la interpretación y aplicación de las normas. En segundo lugar, principios generales del derecho, no recogidos en el texto de la Constitución, o acogidos como principios rectores, los cuales informan el ordenamiento constitucional, además de ser faros en la tarea de interpretación y aplicación, pudiendo ser normas subsidiarias. En tercer lugar, pero en posición prevalente, los principios constitucionalizados, reconocidos y protegidos por la Constitución, que son los fundamentos mismos del sistema jurídico-político, a partir de los cuales se despliega todo el aparato de normas.

Pero hay dos maneras de ver y considerar el ordenamiento constitucional. El primero de estos modos de acercarse a la Constitución arranca de la soberanía de la Nación española. Es una visión desde la soberanía. El segundo modo, camino o método, parte de la autonomía de las Comunidades. Estos dos enfoques nos llevan a consecuencias distintas en los varios órdenes de nuestra convivencia jurídico-política. También se aprecia de forma diversa, desde un punto de vista y desde el otro, la ilegalización de un partido político con la imagen que Herri Batasuna se presentó en Estrasburgo.

La organización territorial de España, materia del Título VIII C.E., tuvo que diseñarse con los condicionantes propios del momento constituyente. Para conseguir el consenso hubo que ceder desde unas posiciones iniciales doctrinalmente más claras y políticamente menos vacilantes. De la ambigüedad de algunas de las fórmulas empleadas se han servido determinados intérpretes para presentar un ordenamiento constitucional basado en la autonomía de las Comunidades. Los poderes autonómicos se utilizan para vertebrar el sistema, con la correspondiente infravaloración, menosprecio, del poder soberano de la Nación española. Lo estamos comprobando ahora en el debate sobre la financiación.

En esta línea interpretativa, se desplaza la soberanía de la nación española a una soberanía mitigada, disminuida, descafeinada, del Estado español. En el lenguaje político, con tanta habilidad como intención, no se emplea “nación española”, sino “Estado español”. Junto a esta manipulación, los constructores de un ordenamiento constitucional apoyado, como cimientos del mismo, en el poder de las CCAA, procuran olvidar el carácter derivado del poder autonómico, así como la condición de ordenamiento secundario (fruto de la autonomía) de los ordenamientos jurídicos propios de las CCAA, frente al ordenamiento originario (fruto de la soberanía) del Estado.

En definitiva, se esboza un orden constitucional que resultaría de la concurrencia de los poderes autonómicos, bajo la presidencia coordinadora del poder estatal. No es de extrañar que el Gobierno vasco plantease la inconstitucionalidad de la Ley Orgánica de Partidos Políticos (LOPP).

El Tribunal Europeo de Derecho Humanos, en su reciente Sentencia de 27 de junio, ha ratificado expresa y rotundamente lo que el Tribunal Constitucional afirmó en su Sentencia de 3 de marzo del año 2003, relativa a la LOPP. En definitiva lo que los “batasunos” violaron es el principio constitucional y constitucionalizado que da fundamento y razón de ser al “Estado democrático”.

La lectura de esta Sentencia del Tribunal Europeo me ha proporcionado una gran satisfacción. Uno de sus parágrafos fundamentales se inicia de este modo: “Este Tribunal está de acuerdo con los argumentos del Tribunal Constitucional”. Han venido a mi memoria las dos recusaciones que el Gobierno vasco presentó contra mí, presidente entonces del TC y ponente de la sentencia. La primera recusación al comienzo de la tramitación del recurso, al conocerse que yo sería el ponente, y otra a mediados de la tramitación. Una mayoría de mis compañeros rechazó esos dos intentos de apartarme del asunto y de obligarme a abandonar el Tribunal. A la importancia de un voto, de un solo voto cuando es decisivo, 6 frente a 5, me he referido en mi último libro “Vivir es arriesgarse”.

La “vieja” doctrina de nuestro TC es conocida y bendecida por el TEDH. ¿Habrá pronto, acaso, una “nueva” doctrina? ¿Se llegará a afirmar que la autonomía es soberanía? ¿Se admitirá que el Estado de las Autonomías es un estado federal? ¿Se destrozará la Constitución de 1978 y se tergiversará la “vieja” doctrina del TC, “vieja” por ser la constante desde 1981 y “vieja” por habernos amparado a todos?

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