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Ciudadanía y universalismo en la experiencia jurídica romana; por Antonio Fernández de Buján, Catedrático de Derecho Romano de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Consejo Editorial de Iustel

10/11/2008
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El día 31 de octubre de 2008 se publicó en el diario ABC un artículo de Antonio Fernández de Buján. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

CIUDADANÍA Y UNIVERSALISMO EN LA EXPERIENCIA JURÍDICA ROMANA

Para el Ordenamiento Jurídico de Roma, en materia de nacionalidad, el hombre libre, o bien era ciudadano romano, civis, y por ende, miembro de pleno derecho de la ciudad-estado, que era la civitas romana, o bien era un no ciudadano, peregrinus, esto es una persona que, no obstante tener su residencia en el territorio estatal romano, no tenían reconocida la ciudadanía romana. A las personas que pertenecientes a otros pueblos, vivían fuera del orbe romano, se les daba la denominación de bárbaros, barbari, o se les encuadraba en la categoría de enemigos, hostes, cuando pertenecían a comunidades con las que Roma tenía relaciones hostiles.

Una posición intermedia, entre estas dos categorías, se correspondía con la condición de los latinos. Los latini veteres, antiguos latinos, tenían una posición jurídica privilegiada, en cuanto que se les reconocía la plenitud de derechos en el ámbito familiar y patrimonial, así la posibilidad de contraer matrimonio, ius conubii, con ciudadanos romanos, el ejercicio del comercio, ius commercii, la potestad de testar o ser nombrados herederos, testamentifactio, la legitimación para el ejercicio de acciones ante los tribunales de justicia, ius actionis, la posibilidad de adquirir la ciudadanía trasladando su domicilio a la ciudad de Roma, ius migrandi, etcétera. Tenían, sin embargo, restringidos sus derechos políticos, dado que si bien podían votar en las asambleas populares, ius sufragii, no podían desempeñar cargos públicos, ius honorum. La denominación de latinos obedecía a que, en sus orígenes, designaba a los miembros de las comunidades establecidas en el Lacio, Latium -que era, y es, una región natural, situada en la parte central de la península itálica-, e integradas en una confederación de ciudades libres, la Liga Latina, sobre la base de un tratado de alianza, concertado por sus representantes políticos, el año 493 a.C., Foedus Cassianum, así denominado por haber sido el cónsul romano Casio quien propuso a los latinos un pacto, en pie de igualdad, para defenderse frente a enemigos comunes.

Posición semejante, a la de los antiguos latinos, era la que ostentaban los miembros de las colonias fundadas por Roma. Con posterioridad, el estatuto jurídico latino se concedió asimismo, aunque con mayores limitaciones, en especial en el ejercicio de los derechos políticos, a comunidades enteras, así Vespasiano otorgó la condición de latinos, ius latii, a todos los españoles, hispani, en el año 74 de C., lo que, en la práctica, supuso que, en muy pocos años, accediesen a la ciudadanía romana la mayor parte de los españoles.

Aun a riesgo de resultar en exceso esquemática, podría ser la descrita una síntesis de la concepción de la ciudadanía en Roma respecto de la que cabría hablar, por tanto, de grados, en cuanto al reconocimiento de derechos por la comunidad política romana, que iría de más a menos, desde la situación de los ciudadanos, cives, que eran los únicos a los que se aplicaba en su totalidad el derecho público y privado romano, lo que era una consecuencia, por otra parte, del principio de la personalidad del derecho, que caracteriza, en buena medida, el mundo antiguo, hasta los peregrinos que, como ya se ha indicado, no serían propiamente extranjeros, en el sentido de pertenecientes a otra comunidad, sino personas libres no ciudadanas, habitantes del territorio estatal romano, a quienes se habría ido reconociendo, de forma paulatina, derechos, circunstancia ésta que explica la expresión de “ciudadanos de segundo grado”, con la que se refieren a ellos algunos autores. En este esquema, los antiguos latinos ocuparían una posición privilegiada en cuanto a su estatus jurídico.

Roma pasa a ser en el siglo IV la comunidad dominante del Lacio; en el III, de la península itálica, y en el II, de los territorios y pueblos colindantes con el mar Mediterráneo. Decía Ortega al respecto que nos cuentan la historia de Roma, con un ritmo creciente tan próximo a la perfección, que más que una crónica parece que estamos escuchando una sinfonía. Roma anexiona, conquista o se alía, en su política expansiva, pero ello no le impide respetar la autonomía administrativa y las aportaciones culturales de otros pueblos, en no pocas ocasiones, al propio tiempo que asimila la cultura griega, latinizándola. Romanizar llega, por todo ello, a ser sinónimo, conforme al canon cultural de la época, de civilizar o latinizar, con la significación de transmisión de la cultura clásica.

A finales de la República, la imposibilidad de gobernar un gran territorio estatal, que se extiende por todo el Mediterráneo, el mare nostrum, en expresión de los romanos de la época, se hace cada vez más patente. El voto, ejercitado de forma directa, en las asambleas populares en Roma, por cientos de miles de ciudadanos, muchos de los cuales viven a gran distancia de la civitas, se convierte en una utopía. Por otra parte, la anualidad y la colegialidad de las magistraturas comienza a ser una rémora que paraliza la actividad política y provoca enfrentamientos entre los colegas. César, consciente de que no se pueden gobernar tantas naciones, tantos pueblos, desde una ciudad, intenta la transformación de la polis en una cosmópolis, extender la ciudadanía, respetar la autonomía de las provincias y controlar el ejército, pero es asesinado en los idus de marzo del año 44.

Veinte años de guerras civiles y guerras exteriores alumbran el nacimiento de una nueva fórmula política, cuyo primer y principal protagonista, Augusto, afirma en sus memorias que tiene igual potestas que sus colegas en las magistraturas, pero que es el primero en auctoritas. La nueva etapa política, conocida como Principado, ante la aversión del pueblo romano a la monarquía, alude a que hay una persona, el princeps, que está a la cabeza del Estado. Augusto restablece la paz, pero esta paz, le cuesta a los romanos, la pérdida de la libertad.

La concesión de la ciudadanía a todos los habitantes libres del Imperio, por el Emperador Caracalla, en una época, el siglo III d.C., en la que el territorio estatal, se extendía a través de tres continentes y de decenas de miles de kilómetros, supuso la desaparición definitiva de las categorías de peregrinos y latinos, así como el reconocimiento legal de la vocación universalista de Roma, lo que confirió asimismo un nuevo contenido al término de peregrini, con el que se hizo referencia, a partir entonces, a todas aquellas personas que pertenecían a pueblos extranjeros a Roma, a los que se había conocido, con anterioridad, con la denominación de barbari.

La reflexión sobre las ventajas e inconvenientes que produjo la decisión política de vincular ciudadanía con residencia, con la consiguiente universalidad que supuso la atribución del estatus de ciudadano, con independencia de etnias y culturas, con mínimas excepciones, a todos los habitantes del territorio estatal romano -lo que hizo escribir a Ihering, en el Espíritu del Derecho Romano que: Roma representa el triunfo de la idea de universalidad sobre el principio de las nacionalidades-, podría aportar elementos nuevos y reflexiones de interés al actual debate planteado sobre las nociones de nacionalidad y ciudadanía.

En el fragmento que conocemos de la Constitución Antoniniana, de Caracalla, promulgada en el año 212, se afirma: “...Otorgo a todos cuantos se hallan en el orbe, la ciudadanía romana..., pues conviene que todos los ciudadanos no sólo contribuyan... sino que también participen de la victoria, y esta constitución manifiesta la grandeza del pueblo romano...”. Aunque Caracalla se dirige en su constitución a todo el orbe, es claro que sólo afecta al orbe romano.

Desde la consideración de la historia, en afortunada expresión de Portalis, como física experimental de la legislación, y del derecho, como un agregado lógico e histórico de experiencias colectivas, estamos, en suma, ante realidades ya planteadas y, en buena medida, satisfactoriamente resueltas en un mundo como el romano, en el que también se produjeron tanto las tensiones que supusieron la afluencia masiva de personas a la Roma republicana en busca de trabajo y de mejores condiciones de vida, atraídas por la pujanza económica y el esplendor de la ciudad, como el multiculturalismo producido por la integración de personas pertenecientes a poblaciones de universos culturales muy alejados del romano, la globalización económica y los movimientos de secesión en el marco del territorio estatal.

La cuestión de la concesión de la condición de ciudadano a personas de otras comunidades había adquirido ya una especial relevancia en la Roma de los últimos siglos de la República al convertirse en bandera electoral por uno de los dos grupos políticos mayoritarios, y en asunto especialmente polémico en los debates entre los candidatos, en los que no faltaban agrias referencias al patriotismo o falso patriotismo de los contendientes. En los primeros siglos de nuestra era, el debate sobre ciudadanía se replantea, pero ahora ya en el marco de las disposiciones legales, favorables en ocasiones y restrictivas en otras, al otorgamiento de la libertad, y la consiguiente ciudadanía, a quienes carecían de aquélla, en lo que constituye el punto más negro de la historia de la Antigüedad, y cuyo cuestionamiento, en la praxis política, se produce de forma especial por obra de los ideales representados por la filosofía estoica y el pensamiento cristiano.

La historia de la humanidad se nos presenta, en definitiva, también en este punto, como un proceso continuado y gradual, con sus hitos, altibajos y retrocesos, de lo que Hegel denominó la larga marcha de la humanidad hacia la libertad.

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