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Sobre la igualdad; por Santiago Muñoz Machado, Catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Complutense de Madrid

04/07/2008
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El día 4 de julio de 2008 se publicó, en el diario El Imparcial, un artículo del Profesor Santiago Muñoz Manchado en el cual el autor opina que la encomienda de la política de igualdad a un departamento especializado del Gobierno central no puede ser otra cosa que un dispendio o un capricho. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

SOBRE LA IGUALDAD

Querido Editor:

Las circunstancias de mi ajetreada vida universitaria han determinado que haya de comenzar las colaboraciones con El Imparcial, que he comprometido contigo, mientras estudio, paseo y escribo, en Cambridge (MA), donde concluyo el curso académico. Como estaré por aquí algún tiempo, espero que aceptes que dé a mis colaboraciones el formato de cartas de modo que, mientras que al periódico le aguante la paciencia, podamos formar un serial con origen en Harvard. Seguramente la distancia quitará condicionamientos al escritor, y añadirá la inocencia y la independencia que da analizar los problemas sin acercarse demasiado a la olla en la que se hierven. Además, siempre se puede poner un punto de comparatismo, que es de utilidad incuestionable para ver las luces y las sombras de la actualidad local filtradas a través de los cristales de otras experiencias.

Pongamos, para ilustrar lo que digo, el ejemplo de la igualdad. Los últimos gobiernos españoles están ofreciendo el raro ejemplo de subordinar toda su política a uno o dos principios inspiradores. La pasada legislatura fue la autonomía y, si acaso, las dependencias. De ambas cosas se hicieron, en verdad, políticas de fuegos de artificio, que no es el caso criticar ahora, pero que fueron los estandartes que adornaron infinidad de discursos. La legislatura que empieza ha sido sometida, sobre todo, a la advocación del sacrosanto principio de igualdad. Hasta el extremo de ponerle un departamento gubernamental su delicadísimo nombre.

Cuando Alexis de Tocqueville, después de recorrer Estados Unidos en los años treinta del siglo XIX, en plena era jacksoniana, escribió su “Democracia en América”, destacó, respecto del sentimiento igualitario que había observado en aquel país, dos perfiles que siguen interesando a los europeos. El primero, que, para los americanos, ningún principio organizativo ni derecho alguno tiene más valor que la igualdad; desde luego, está por encima de la libertad. Lo explica Tocqueville, en la parte segunda de su afamada obra, señalando que la igualación de todos es también la mejor manera de asegurar la libertad en tanto que no habrá nadie que pueda esgrimir título alguno para pretender preeminencias sobre los demás salvo la que resulte de la aplicación de las reglas de la representación democrática.

El segundo tiene más importancia para valorar el nuevo énfasis igualitarista del Gobierno español. Escribió Tocqueville que mientras la sociedad americana estaba formada por gentes atraídas por las enormes oportunidades de desenvolvimiento personal y económico que ofrecía la tierra nueva, personas iguales, en la sociedad europea del Antiguo Régimen lo característico eran la desigualdad y los privilegios. La diferencia le parecía al gran observador francés crucial, ya que mientras los gobiernos americanos no precisaban desarrollar ninguna política específica para hacer efectiva una igualdad que ya existía en la sociedad, para los europeos la igualdad habría de ser, necesariamente, una política principalísima que precisaba la acción decidida del legislador. Sólo a base de leyes, y de gobiernos capaces de ponerlas en práctica, sería posible levantar los obstáculos (“estorbos” decían los ilustrados españoles que ya escribieron sobre la inconveniencia de los privilegios, como Campomanes o Jovellanos) que la sociedad estamental oponía a la igualdad. Una política de igualdad era necesaria en los Estados europeos, que tenían que deshacerse de la herrumbrosa organización social del Antiguo Régimen, pero era de todo punto innecesaria en América porque allí la sociedad se había establecido sin diferencias entre sus individuos.

Es curioso cómo esta diferencia puede observarse en las redacciones de las declaraciones de derechos y de los textos constitucionales. La Declaración de independencia norteamericana de 1776 empieza diciendo “Tenemos las siguientes verdades por evidentes en sí mismas, que todos los hombres han sido creados iguales…”. Aunque la Declaración de derechos francesa de 1789 contiene una consagración aparentemente escueta de la igualdad (“Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse más que en la utilidad común”), casi todos sus diecisiete artículos contienen una explicación o desarrollo de lo que el principio de igualdad exige: en cuanto al acceso a los cargos públicos, en relación con el pago de impuestos, en el sometimiento a la justicia, ante la ley, ante las autoridades gubernativas, etc. Inmediatamente el formidable preámbulo de la Constitución revolucionaria de 1791 explicaba con detalle todas las acciones que debían emprenderse y contra qué situaciones debería actuarse para hacer efectiva la proclamada igualdad. Además esa misma Constitución creó los servicios públicos de beneficencia y enseñanza, que serán los primeros servicios sociales, y la segunda Declaración francesa de derechos, la de 1793, transformará las prestaciones públicas indicadas en derechos de los ciudadanos justamente en nombre y como consecuencia del principio de igualdad.

Es posible, querido Editor, que algún día próximo te envíe una carta comentando algo sobre cómo evolucionaron después los asuntos concernientes a la igualdad en Estados Unidos y en Europa. Pero lo dicho es suficiente ahora para dar un salto hasta el presente y valorar qué sentido puede tener que un Gobierno del siglo XXI convierta a la igualdad en santo y seña de su política.

Esta ilusión, si el Gobierno la tiene, suena mitad a antigua y mitad a inocente. Antigua, porque ya se ha visto que la igualdad ha sido la política por excelencia desde que el constitucionalismo se fundó. Como un programa igualitario no acaba de cumplirse nunca y, además, son políticamente discutibles las metas que se pretenden alcanzar, siempre es posible renovarlo o modularlo. Las políticas de igualdad acompañan siempre a los gobiernos como si fueran su propia sombra.

La parte ingenua de la invocación del igualitarismo viene del equívoco, la falta de reflexión o el disparate, póngale cada cual la cualificación que más pertinente le parezca, de que puede ser hoy una política que gestione unitariamente un Ministerio del Gobierno central.

Esta crítica merece ser explicada. Cuando los revolucionarios franceses, que inauguraron el constitucionalismo europeo, empezaron a desmantelar el Antiguo Régimen para hacer posible la igualdad, tuvieron que afinar dos instrumentos esenciales: la ley y la Administración. La ley, porque tendría que ser, en lo sucesivo, general y universal, sin que pudiera escapar de sus mandatos ningún grupo ni estamento privilegiado. La ley sería igual para todos, y a todos se aplicaría por igual. La Administración, en segundo lugar, porque sería el brazo ejecutivo encargado de aplicar la ley. Cambiaron, para hacerlo posible, totalmente, la organización administrativa del Antiguo Régimen y la sustituyeron por otra fundada en la idea de centralización. El Gobierno central podría, apoyado en esta nueva maquinaria, formar políticas que se ejecutaban sin variación en todos los rincones de Francia gracias al emplazamiento, en todo el territorio, de agentes que transmitían y hacían efectivas esas políticas (prefectos, subprefectos, alcaldes) con la celeridad del fluido eléctrico como dijo expresivamente, en la época, el Ministro Chaptal.

El modelo de unidad de la ley y de unidad de la Administración se exportó desde Francia a toda Europa, y fue imprescindible para asegurar la igualdad de todos los ciudadanos ante las mismas leyes y la misma Administración.

En algunos Estados europeos ese modelo ha cambiado radicalmente. La unidad de la ley y la unidad de la Administración han sido sustituidas, en nuestra Constitución, por un ordenamiento complejo, integrado por leyes de procedencia estatal y autonómica, y una Administración plural cuyas instituciones y órganos funcionan con separación ocupándose de la ejecución de leyes y políticas que no son iguales en cada parte del territorio del Estado.

Si la ley no es única ni la Administración tampoco, las políticas públicas tienen que ser diversas, y los ciudadanos son considerados de forma diferente según la parte del territorio en que estén establecidos o en que tengan sus intereses. Una de las consecuencias de la implantación de un Estado complejo, de estructura federal o autonómica, es la desigualdad de las políticas y, por tanto, el trato no igualitario de los ciudadanos. Las posibilidades de diferenciación radican en que cada Comunidad Autónoma puede hacer su propia legislación, diferente de la de las demás, en materias de su competencia exclusiva. Con ello padece la igualdad plena de los ciudadanos en todas las partes del territorio. Pero, como ha repetido muchísimas veces el Tribunal Constitucional, y en esto su jurisprudencia es irreprochable, la desigualdad es una consecuencia inevitable, y constitucionalmente legítima, del Estado autonómico.

Dicho lo cual, puedo ir terminando esta carta con una valoración final acerca de si puede tener algún sentido que el Gobierno de un Estado autonómico, fuertemente descentralizado, pretenda constituir la igualdad en el bastión de sus políticas. Resulta obvio que la misión es imposible. En la mayor parte de los sectores en los que la igualdad aparece más comprometida (sanidad, asistencia social, educación, infraestructuras,…) las competencias se han desplazado hacia las Comunidades Autónomas, que, por definición, pueden ser usadas conforme a criterios políticos diferentes. Incluyo en el caso la igualdad entre hombres y mujeres, que no es una política sustantiva, objeto de reparto de competencias específico, sino un problema que han de tener en cuenta los poderes públicos con ocasión de su acción sobre cualquier sector de la vida económica o social. En los casos en los que es posible que las leyes generales y básicas establezcan normas de común y general aplicación, tampoco es el Gobierno central el encargado de ejecutarlas, sino que corresponde la misión a los autonómicos o, no pocas veces, directamente a los tribunales. En los casos limitados en que la ejecución de las leyes sectoriales corresponde a la Administración central, también la igualdad es un valor y un principio constitucionalmente eficaz que necesariamente cada organismo competente tiene que tener en cuenta.

Verás, en conclusión, querido Editor, que la encomienda de la política de igualdad a un departamento especializado del Gobierno central no puede ser otra cosa que un dispendio o un capricho. No digo que sea una operación de puro marketing político, al servicio de los intereses electorales de los detentadores del poder, porque en tal caso también sería una aplicación de los recursos públicos en favor de intereses políticos particulares.

Santiago Muñoz Machado

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