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TOCQUEVILLE Y LA UNIÓN EUROPEA; por José M. de Areilza Carvajal, profesor de Derecho Comunitario y Vicedecano del Instituto de Empresa

17/09/2007
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El día 14 de septiembre de 2007, se publicó en el Diario ABC un artículo de José M. de Areilza Carvajal, en el cual opina sobre la democratización de la Unión Europea. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

TOCQUEVILLE Y LA UNIÓN EUROPEA

Una de las maneras de entender la integración europea desde que se negoció el Tratado de Maastricht a principios de los noventa es afirmar que está pasando por lo que la profesora de Oxford, K. Nicolaidis, llama su “momento Tocqueville”. Siguiendo las huellas del ilustrado francés, los europeos hemos empezado a hacernos las preguntas difíciles de toda democracia, en nuestro caso para transformar un proyecto elitista, como fue la integración económica y política nacida en 1950. En poco más de medio siglo la Unión ha emergido como una federación jurídica sobre la base de una confederación política, sin dejar de crecer en número de Estados miembros y de tareas asignadas, un ejercicio de pragmatismo exitoso. La UE ha desarrollado un constitucionalismo propio, basado en buena medida en decisiones judiciales, orientado a limitar el poder y a crear una Comunidad de Derecho y se ha dotado de lo que podíamos llamar una constitución material y no escrita. Pero una vez que se han transferido numerosas competencias al plano europeo y nos gobernamos cada vez más desde Bruselas, tiene todo el sentido haber entrado en un momento democrático para dejar atrás el elitismo original y mejorar francamente los mecanismos de rendición de cuentas y la transparencia, el reparto del poder entre centro y periferia, los requisitos para formar mayorías o la protección de los derechos fundamentales. Sólo que además la Unión es un ensayo de “democracia fuera del Estado”, que carece de los fundamentos constitucionales clásicos (sobre todo sin un demos en nombre del cual se organice la Unión), por lo que el esfuerzo de imaginación debe ser mayor, para respetar las identidades nacionales preexistentes sin dejar de profundizar en la creación de una nueva polis, de ámbito supranacional.

El experimento democratizador no ha sido sencillo porque la Unión comenzó su “momento Tocqueville” al mismo tiempo que el mundo cambiaba aceleradamente y en especial el continente europeo sufría una mutación profunda. La UE ha respondido tomando decisiones estratégicas, desde la moneda única a las ampliaciones, que transforman su ser y que hacen más necesario el debate constitucional y político.

La fallida Constitución europea debe ser entendida en este contexto reformista, que ya ha dado lugar a tres valiosas modificaciones de los tratados y que en estas semanas avanza hacia una cuarta. La reforma en curso pretende introducir algunos avances democráticos propuestos por la Constitución, pero adolece de dos problema serios. En primer lugar, al renunciar a usar la palabra “Constitución” torpemente se añade que tampoco se pretende hacer nada que tenga carácter constitucional o que esté inspirado por dicho espíritu. Es una manera de devaluar la constitución material ya existente y sus principios de primacía, efecto directo, responsabilidad del Estado, etcétera, y de exponerla a mayores ataques futuros por parte de euro-escépticos, de los que sólo parcialmente podrá ser defendida por el Tribunal de Justicia de la CE. En segundo lugar, la reforma actual se aparta del acertado diagnóstico que llevó a lanzar el proceso constitucional. En efecto, la declaración de Laeken de 2001, que puso en marcha la Convención Europea, afirmaba que “los ciudadanos consideran que las cosas se hacen demasiado a menudo a sus espaldas y desean un mayor control democrático”. Para salvar esta distancia preocupante entre instituciones y ciudadanos se proponía una revisión a fondo del método de reforma de los tratados. El remedio no era tanto aprobar el contenido de la Constitución como acentuar el debate público sobre la Unión y la comparación entre distintas visiones del bien común europeo, a través de su elaboración, ratificación y posterior interpretación. Había un punto de idealismo en esta idea de republicanismo europeo, a imagen del americano, en el que la virtud de participación ciudadana en los asuntos públicos se convertía en esencial. Pero por lo menos trataba de poner en el centro del proceso de integración las preguntas sobre los valores, los fines de la integración y la forma de tomar decisiones de la UE y apelar a los ciudadanos para superar la visión tradicional de que el engranaje de Bruselas es sólo un medio tecnocrático para conseguir resultados apetecidos por distintos gobiernos nacionales y sus altos funcionarios.

El voto negativo de Francia y Holanda en 2005 a la Constitución y la decisión de otros cinco países de suspender la ratificación hay que entenderlo como una etapa de esta democratización pendiente. Sin embargo, los líderes europeos tal vez no estaban preparados para escuchar a sus electores opinar libremente sobre cuestiones europeas. Ese verano entraron en una especie de bloqueo psicológico, del que han salido entendiendo la crisis constitucional al revés y pactando un rescate que tiene algo de vuelta al elitismo originario de la integración europea. Ocultos tras la oscuridad de la terminología comunitaria, los líderes europeos vivieron su “momento Maquiavelo” y acordaron en el Consejo Europeo de junio una reforma de los Tratados existentes a través de una inusitada vía rápida, con el fin de insertar en un documento aparentemente técnico y deliberadamente farragoso muchos de los avances de la Carta Magna -esta vez sin consultas populares, por favor, aunque la ratificación por cada uno de los 27 países tendrá de nuevo algo de campo de minas.

Este rescate, deseable en cuanto a muchos de los contenidos pero preocupante en cuanto a las formas, avanza estos días sin casi publicidad alguna. Parece preferible arrinconar por un tiempo los sutiles pensamientos de Tocqueville sobre las revoluciones democráticas y centrarse en el debate europeo de antaño, una discusión elitista sobre medios y resultados. Es cierto que la UE no debe dedicar todos sus esfuerzos a la introspección constitucional y que en muchas áreas -defensa, energía, inmigración, reformas económicas- la Unión aún no tiene medios ni voluntad política para defender sus intereses comunes y no produce los resultados necesarios. Pero sin reforzar la legitimidad del proceso europeo, hacerlo más comprensible y dar más voz a los ciudadanos europeos, no será posible mejorar la capacidad de actuación de la UE y su escasa financiación. El futuro de la UE pasa por atender las observaciones y enfrentarse a los dilemas sobre la democracia que sigue planteando en sus escritos el ilustrado francés. Por mucho que ahora se soslaye, el debate constitucional ha llegado para quedarse. Resulta difícil cerrar la caja de Pandora de la democracia a escala europea que entre todos hemos abierto. La otra manera de decirlo es recordar que los momentos Tocqueville pueden ser eternos.

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