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LA PERPETUA CRISIS DEL CONSEJO DEL PODER JUDICIAL; por Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y Director de la Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado de Iustel

30/03/2007
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Ayer, día 29 de marzo de 2007, se publicó en el Diario El Mundo, un artículo de Rafael Navarro-Valls, en el cual el autor reflexiona sobre la situación del Consejo General del Poder Judicial. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

LA PERPETUA CRISIS DEL CONSEJO DEL PODER JUDICIAL

Tempestad sobre el Poder Judicial. Eso es lo que parece presagiar la atmósfera opaca que envuelve a su Consejo General. Existe una tensa polémica en torno a una supuesta maniobra para alterar, de forma interesada, la antes desconocida y hoy familiar Sala del 61, competente para ilegalizar partidos políticos. Y hay expectación ante la probable enmienda que presentarán PSOE y IU para reducir drásticamente las competencias del Consejo cuando esté en funciones, como ahora ocurre.

El anterior ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, provocó un gran malestar entre los componentes del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) cuando describió al organismo como un “muerto viviente”, y su sucesor, el fiscal Bermejo, más recientemente alanceaba al muerto dudando de la legitimidad de su actual composición. La posibilidad de que los integrantes del denominado sector minoritario renunciaran en bloque a sus cargos, como maniobra para forzar la renovación del órgano, desató la enésima trifulca con el sector mayoritario. Naturalmente, estos episodios -como muchos anteriores-han rebotado en los medios de comunicación, con el correspondiente impacto en la opinión pública.

Esta cadena de acontecimientos (y otros de los que ahora prescindo) no, contribuyen precisamente al fomento del prestigio de la institución- En mi opinión, ha llegado el momento de rehuir los circos políticos y de no confirmar con tantas actuaciones. discutibles un dicho popular, que corre por los medios jurídicos: “los amantes de las salchichas y de las leyes no deberían ser testigos del proceso de su fabricación”. Es urgente, pues, un análisis de lo que está sucediendo, desde la serenidad y la prudencia. Intentémoslo.

Como es sabido, la Constitución Española opta por un modelo institucional de gobierno del Poder Judicial, creando, a tal efecto, un órgano representativo: el CGPJ, al que se encomienda la administración del estatuto judicial. La razón de su existencia es, por tanto, la salvaguarda de la independencia judicial, llevando a sus últimas consecuencias el principio de separación de poderes, con el consiguiente veto implícito al Poder Ejecutivo de tomas de decisión en este ámbito. La idea, en si misma, resulta impecable. Ahora bien, el mecanismo que la propia Constitución diseña para su traducción a la práctica desnaturaliza, sorprendentemente, el proyecto inicial.

No parece razonable que se haga intervenir al Congreso de los Diputados y al Senado -órganos de absoluta significación, política- en el proceso de nombramiento de los miembros del CGPJ. Se concilia mal con la vocación de independencia y autonomía del propio órgano. No olvidemos que, en una democracia, el que ha recibido un nombramiento de origen político ha de recordar que está presente por pura casualidad y cortesía. Es como si, al tiempo de alumbrar la criatura, se le hubiese suministrado un virus que somete su evolución a un proceso degenerativo.

Ésta es la razón de que no produzca extrañeza -y debería producirla- que la mención de los vocales del Consejo vaya acompañada de las siglas del partido político que, en cada caso, ha avalado su nombramiento. Es anómalo que dicha mención se complete con la inmediata vinculación al bloque conservador o progresista, al que pertenece cada vocal. Causa estupor, en fin, que se entienda normal que el ministro de Justicia abogue por la inmediata renovación del órgano, a fin de que su composición responda a la “nueva mayoría parlamentaria”. En una notable pirueta de ingeniería social, la comunidad ciudadana ha acabado asumiendo que el Consejo General del Poder Judicial es un órgano mimético del Parlamento. Lo cual no deja de ser grave, pues su independencia de consignas políticas debería estar fuera de toda duda.

Téngase en cuenta que el CGPJ es el único competente para sancionar a los jueces, para nombrar altos cargos judiciales y determinar el concreto puesto que cada miembro de la carrera judicial ocupa. A esto hay que añadir su decisiva intervención en el proceso de fijación de las retribuciones finales que aquéllos perciben. Estas importantes funciones deberían exigir un marco de marcada autonomía respecto del Ejecutivo. Un diseño de base que neutralizara la natural voracidad del poder político por controlar todo lo que, en vías de principio, queda fuera de su ámbito de acción. Un cordón sanitario en torno al órgano que aleje cualquier sospecha de politización. Si se quiere, un reducto alejado del peligro de que su propia composición lo convierta en objeto de deseo que unos pretenden asaltar y otros retener.

Esta anómala situación explica, por ejemplo, la permanente presencia en el debate público de la renovación del actual Consejo -que algunos han tildado de “caducado”-, a pesar de que, en rigor, la Ley Orgánica del Poder Judicial contempla expresamente la posibilidad de que el Consejo saliente continúe en funciones hasta la toma de posesión del que le suceda. Debate flanqueado por los mutuos reproches que los dos grandes partidos políticos se lanzan. Acusaciones que, dada la actual situación, no es de extrañar que se asienten en reproches de obstaculización de unas negociaciones que tienen como base -ni más ni menos- el reparto numérico de las vocalías entre las formaciones políticas con representación parlamentaria. Desde luego, el actual Consejo permanece en funciones desde el pasado 7 de noviembre, lo que es una anomalía. Pero no conviene olvidar que, por ejemplo, el presidido por Pascual Sala se mantuvo en esa situación algo más de nueve meses. No recuerdo que el proceso de renovación, en aquella ocasión, estuviese acompañado de una agitación mediática tan llamativa como la actual.

Demandaba al principio de estas líneas una reflexión, en la medida de lo posible, serena y prudente. Reflexión que, a mi modo de ver, ha de partir de un cambio en los planteamientos en el que prime, ante todo, el compromiso de respeto a la prevalencia del sentido institucional del CGPJ. Cierto es que las dudas y las críticas al actual sistema de designación de sus vocales se han multiplicado en los últimos años. También en la práctica totalidad de las sensibilidades políticas. Pero la verdad es que no se ha hecho un verdadero y persistente intento por acometer, de modo decidido y serio, su reforma.

Desde luego, la solución radical pasaría por la modificación constitucional que abordara un nuevo sistema de nombramiento de los componentes del CGPJ. Este desenlace, aún siendo jurídica y políticamente impecable, es difícil en la práctica, dada la cautela con que en España se contempla cualquier modificación de la Constitución de 1978. La verdad es que el derecho -como dice Carbonnier- “se resiste a los cortes abiertos y ama las disposiciones transitorias”. De modo que se precisa un esfuerzo de todos que, sin llegar a la reforma de la Carta Magna, rescate la nave de la peligrosa deriva emprendida. De otro modo, la tempestad a la que aludía al inicio puede provocar que el hundimiento tenga lugar más pronto que tarde.

Ese cambio de rumbo deber partir, a mi juicio, de la global concepción de que el Consejo es una institución de todos. Un órgano, ya lo dije, que debe quedar al resguardo de ese derecho tentacular y atrapa-todo propio de sistemas democráticos en estado embrionario. Es decir, al abrigo de las peligrosas manifestaciones de un poder político irrestricto en su inseguridad e inmadurez. La preeminencia del sentido institucional ha de conducir a la convicción de que este órgano es esencial en la moderna articulación del Estado de Derecho, pues garantiza la independencia del Poder Judicial. Pero, para efectivamente serlo, se requiere una premisa: la elección de unos vocales, profesionales del Derecho de reconocido prestigio, cuya trayectoria, a ser posible dilatada, haya permanecido al margen de orientaciones políticas, y que su sentido de independencia en un órgano de esa importancia les sirva de vacuna frente a posibles coqueteos políticos posteriores. Lo cual no supone un reproche para los actuales, cuya categoría humana y profesional ésta fuera de toda duda. Es más bien una reconvención al sistema que los mantiene en perpetua agitación.

Desde luego, la obligada crítica a sus decisiones ha de cohonestarse con el compromiso general de respeto por parte de todos los estamentos -clase política incluida-, a las resoluciones del órgano y a sus componentes individuales. Respeto general que asegurará la discreción y sobriedad que han de presidir la actividad ordinaria del Consejo.

Si estas directrices se perciben como inocentes e ingenuas es que la enfermedad que padece el Consejo General del Poder Judicial ha sido asumida como inevitable e incurable. En ese caso, sus futuras renovaciones vendrán a ser una suerte de encarnizamiento terapéutico, que no hará sino alargar la agonía. Me resisto a creer que la crisis del Consejo no tenga remedio. Es verdad que todos los estados tienen en materia jurídica esqueletos en el armario. No añadamos ahora muertos vivientes.

Veinticinco años de rodaje han producido muchas actuaciones positivas y logros no pequeños del CGPJ. Piénsese que, como órgano administrativo, su crecimiento, a nivel de medios humanos y materiales, ha ido en constante progresión. Igualmente ha sucedido con su habitual atención a ámbitos materiales de la Justicia de notable contenido social: violencia de género, menores y discapacitados. Me consta que es uno de los referentes en materia de promoción y desarrollo de proyectos de cooperación jurídica internacional, gozando de prestigio en la esfera internacional, especialmente en Latinoamérica. Sin que pueda olvidarse el esfuerzo que ha supuesto la incorporación de profesionales del Derecho de primera categoría a los órganos técnicos del Consejo.

Sólo creo parcialmente exacto que la experiencia sea la suma de nuestros desengaños. Si nos limitamos a contemplar el panorama desde el puente, sin descender al detalle, el balance general del CGPJ arroja un resultado negativo. Pero la sociología del Derecho, al analizar las instituciones, insiste en que, por encima de las zonas patológicas de los conflictos, existe una realidad jurídica mucho más amplia, que es equilibrada y pacífica. Lo cual, claro está, no puede servir de excusa para que el apasionamiento o las luchas partidistas continúen en su labor destructiva. Es el momento de sumar voluntades. Y de recordar que, para que la Justicia reine en los órganos del Estado, “antes es necesario que reine en el corazón y en las almas de los ciudadanos”.

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