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JUECES Y OBJECIÓN DE CONCIENCIA; por José Gabaldón López, Vicepresidente Emérito del Tribunal Constitucional

03/05/2006
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Ayer, día 3 de mayo de 2006, se publicó en el Diario ABC un artículo de José Gabaldón López, en el cual el autor opina sobre la objeción de conciencia respecto de la celebración de los matrimonios homosexuales. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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JUECES Y OBJECIÓN DE CONCIENCIA

La consciente notoriedad de la boda de un alcalde suscita de nuevo la reflexión sobre viejas cuestiones relacionadas con la libertad de conciencia de los encargados de la aplicación de la ley 13/2005, de 1 de junio (matrimonio entre personas del mismo sexo). Cuestión que se concretó, por el momento, en los jueces encargados del Registro Civil (eventualmente los alcaldes). Muchos de esos jueces dudaron razonablemente de la legitimidad de aquella ley como también habían dudado categorías enteras de juristas. Y algunos plantearon cuestión de inconstitucionalidad. El Tribunal Constitucional, en su auto de 13 de diciembre de 2005, decidió inadmitir una de dichas cuestiones fundándose en que estos jueces no actúan en el ejercicio de una función jurisdiccional sino registral, dependiente del Ministerio de Justicia; es decir, administrativa.

Actúan, pues, como funcionarios de la Administración. A pesar de que (como señalaba uno de los cuatro votos particulares) la legitimación les viniera dada por tratarse de un juez ejerciendo “funciones atribuidas por Ley en garantía de un derecho fundamental” (artículo 117-4 de la Constitución) y de ser constitucionalmente inadmisible la figura de un juez obediente a la Administración. En conclusión, los jueces encargados del Registro Civil, en cuanto funcionarios, no podrán plantear cuestión de inconstitucionalidad respecto de aquella ley. ¿Habrían, pues, de limitarse a aplicarla o, como única alternativa, a abandonar la función, como inmediatamente hizo uno de ellos? ¿Les cabe otra opción? Si la razón de fondo es, como expresamente han dicho, una seria discordancia ideológico-religiosa, la objeción de conciencia para apartarse de la aplicación de esa ley sería el único camino, ya que no pueden intentar que el Tribunal Constitucional les aclare si se ajusta o no a la Constitución.

Pero he aquí que otro de esos jueces optó por esta vía y tuvo la precaución de consultarlo. La Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial le ha dicho que no puede tampoco alegar la objeción y ni siquiera abstenerse por otros motivos de conciencia porque (según lo que conocemos por la noticia de prensa), “los miembros del Poder Judicial no pueden ejercer la objeción de conciencia al estar sometidos únicamente al Imperio de la Ley”. Utiliza el órgano del Consejo, no el argumento procesal, sino el orgánico: “Ser miembros del Poder Judicial”. En resumen, no pueden elevar al Tribunal Constitucional su duda de constitucionalidad, porque actúan como funcionarios. Pero tampoco pueden alegar objeción de conciencia porque son jueces. Agreguemos que esto último lo extiende dicha resolución a todos los miembros del Poder Judicial.

Inquieta que sean precisamente los servidores públicos a cuya credibilidad se remite la aplicación de las leyes quienes hayan de pasar al sacrificio máximo de su carrera sin que, de un modo u otro, el parangón previo con su conciencia moral sea sometido a quien pueda objetivamente juzgar acerca de la seriedad de los motivos que les impiden intervenir en la aplicación de leyes que estimen injustas, arbitrarias, irregulares o contrarias a principios fundamentales, éticos, de libertad o de Derecho.

Sin embargo, la crítica o la abstención que significa la objeción de conciencia es un derecho fundamental de todos, reconocido en el artículo 16 de la Constitución y por nuestro Tribunal Constitucional. Salvo la remisión a un poder absoluto que alcanzase incluso a la sumisión de las conciencias, el conflicto real entre el deber de cumplir un mandato legal y el de obedecer a la propia conciencia cuando aquél se estima radicalmente injusto, o se opone a principios morales, religiosos o ideológicos, no puede desembocar “a priori” en el sacrificio desproporcionado de quien únicamente pretende abstenerse de cooperar en los resultados injustos que producirá su aplicación. Se trata de un conflicto interior entre aquellos dos deberes, que puede llegar a ser dramático cuando verdaderamente obedece, no a cualquier ideología, sino sólo a aquellas que merecen el nombre de convicciones o creencias, incluso aunque no se apoyen en ideas religiosas.

Nuestro Tribunal Constitucional ha afirmado (sentencia 15/1982, de 28 abril) que la objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocida en el artículo 16 de la Constitución Española, “directamente aplicable en materia de derechos fundamentales”; y “puede afirmarse que es un derecho reconocido explícita e implícitamente en la ordenación constitucional española” (sentencia de 161/1987, de 27 octubre). No con un reconocimiento general contrario a la idea de Estado (sentencia Tribunal Constitucional 161/1987), sino en el ámbito razonable que supone su fundamento en convicciones que “provengan de un sistema de pensamiento coherente y suficientemente orgánico y sincero”, o solamente de aquellas ideologías que merecen el nombre de convicciones o creencias aunque no se apoyen en consideraciones religiosas (dicho por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo en sentencia de 25 de febrero de 1982).

Al juez del Registro Civil, que en cuanto funcionario no podría plantear la cuestión de inconstitucionalidad, cabríale en cambio alegar objeción de conciencia en virtud de la doctrina del propio Tribunal Constitucional dictada en relación con funcionarios sometidos incluso a regímenes de disciplina más exigentes de lo común, como era el caso del subinspector de Policía al que se refirió la sentencia 101/2004, de 2 de junio o del militar a quien la sentencia 177/1996 de 11 de noviembre reconoció el derecho de alegar objeción de conciencia para “hacer valer la vertiente negativa de la libertad religiosa frente a su participación en un acto que estima de culto en contra de su voluntad y convicciones personales” (se trataba de permanecer en la formación de su unidad militar que prestaba honores a la Virgen patrona de la ciudad). Expresamente, pues, se admitió ahí que los funcionarios puedan alegar objeción de conciencia para abstenerse de cumplir un deber legal por motivos ideológicos y religiosos, incluso “en su vertiente negativa”.

Si los jueces del Registro Civil actúan como funcionarios, ¿cabe excluirles como ha hecho el Consejo General del Poder Judicial? Se extiende además el Consejo a todos los jueces, a todos los miembros del Poder Judicial, y para que no haya lugar a dudas invoca la situación orgánica y no el aspecto funcional: se trate o no, pues, de actuación jurisdiccional, un juez no podrá invocar la objeción de conciencia. ¿No olvida esa general resolución que los jueces y magistrados, sometidos a la Ley y a la Constitución, no pueden ser privados del instrumento adecuado para conciliar esa doble sumisión; y que el desacuerdo con una norma legal puede estar fundado en los motivos que alcanzan al ejercicio de la propia libertad religiosa o ideológica? En nuestro sistema constitucional ya no es el juez “la boca fría” de la Ley, porque “en cualquier proceso, en cualquier litigio, el primer juicio que el Juez ha de hacer es el juicio a la Ley misma” (Rubio Llorente). Tal es su primera responsabilidad, que le obliga con independencia del carácter técnico del proceso en que haya de intervenir, puesto que si es su incardinación en el Poder Judicial la razón que se invoca, para todos los jueces habrá de tenerse en cuenta su doble obligación y su deber previo de juzgar la ley que ha de aplicarse con una u otra consecuencia.

Y si lo primero que se advierte es que dicha ley sea injusta, irregular, inconstitucional o incluso una de aquellas leyes que la doctrina ha calificado como “leyes que no constituyen derecho” (Radbruch, Schmidt) o que son paradigma de un derecho injusto, de un derecho nulo o contrario a la naturaleza de las cosas que, por serlo, puedan convertir en pura arbitrariedad o en ausencia de derecho sectores enteros de disposiciones positivas, no cabe neutralizar de modo general aquellas previsiones del ordenamiento que atribuyen al juez una facultad, un poder de revisión, no ante sí sino ante el órgano competente (en nuestro caso el Tribunal Constitucional).

Mas cuando sólo le quepa a un juez la posibilidad de abstenerse de intervenir en su aplicación (incluso en el procedimiento), no cabe relegarle a la única opción previa, al desproporcionado criterio de abandonar el oficio. El mismo Schmidt afirma que los daños que pueda producir una ley arbitraria no se evitan “dejando a los jueces que abandonen el estrado del Tribunal” cuando su conciencia jurídica, ideológica o religiosa le veda intervenir. En tal caso, ha de serle reconocido el mismo derecho que a cualquier ciudadano, que deriva de su fundamental libertad ideológica, de formular el necesario juicio previo y en su caso alegar la objeción de su conciencia para que pueda juzgarse luego en la instancia adecuada acerca de la legitimidad de esta invocación y de si su alegación se apoya en convicciones o creencias “que alcanzan nivel de obligatoriedad, seriedad, coherencia e importancia”, “procedentes de un sistema de pensamiento coherente y suficientemente orgánico y sincero” como exigía el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la sentencia citada.

¿Hace falta señalar que el nivel de seriedad, coherencia e importancia de las convicciones alegadas respecto de la ley que legaliza el matrimonio entre personas del mismo sexo se encuentra avalado, no sólo por opiniones religiosas de la máxima solvencia, sino por otras de carácter jurídico y jurídico-constitucional de no menor prestigio, a las que se han unido criterios generalizados de amplísimos sectores intelectuales y sociales? El cerrar los labios en uno y otro aspecto a los jueces del Registro Civil tiene el riesgo de alcanzar finalmente un grado no deseable de radical injusticia y de intromisión en el ámbito de su personal libertad ideológica, si, en todo caso, les quedare absolutamente impedido hacer valer sus personales dudas de conciencia.

Evidentemente, no se puede privar a los jueces en general de su legitimación para plantear cuestiones de inconstitucionalidad (ciertamente, habrán de producirse en el futuro cuando esa ley se aplique en procesos variados, dado su alcance y la complejidad de situaciones confusas e irresolubles a las que sin duda dará lugar). Pero la cuestión que aquí se plantea es inmediata y más amplia. Al juez, en general, si se le impide eludir su intervención en leyes injustas, no se le puede privar de justificar su abstención mediante objeción de su conciencia, lo cual presenta un fundamento sin duda más amplio que la sola cuestión de inconstitucionalidad; y sin perjuicio de que, según los casos, pueda o no llegarse a esta.

El recuerdo de aquellos magistrados alemanes que, aplicando leyes hitlerianas, dictaron sentencias legales pero de evidente injusticia material y fueron mas tarde condenados por ello alumbra una inquietante cuestión. Se les condenó por la aplicación de aquel derecho injusto; pero, si alegándolo se hubieran abstenido, ¿no habría sido condenada su abstención dado el régimen político autor de aquellas leyes? ¿No se hubiera invocado también entonces para ello su estricta “sumisión al imperio” de la ley, de aquellas leyes injustas a las que su conciencia pudo haberse opuesto? Tal alternativa sin salida ofrece en toda su crudeza el riesgo de la libertad personal que se manifiesta en la objeción de conciencia, y el valor humano y de adhesión a la justicia que la misma comporta. ¿Privaremos de ello a nuestros jueces? ¿Fundaremos esa privación unas veces en que son jueces y otras en que actúan en funciones administrativas? ¿Hasta tal punto puede llegar un positivismo jurídico radical?

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