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EL PODER DE UNAS CARICATURAS; por Javier Martínez-Torrón, Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense y Subdirector de la Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado de Iustel

14/02/2006
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Ayer, día 14 de febrero, se publicó en el Diario ABC un artículo de Javier Martínez-Torrón, en el cual el autor opina sobre el derecho a la libertad de expresión. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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EL PODER DE UNAS CARICATURAS

Borges comienza su “Historia universal de la infamia” relatando que “en 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas”.

Esta anécdota histórica muestra la importancia de la perspectiva cuando se valoran las consecuencias morales, y jurídicas, de las decisiones humanas. Que sean negros o indios los protagonistas de una misma situación de sometimiento constituye, para el hombre occidental contemporáneo, una simple variación accidental que no altera su noción de lo inhumano de la esclavitud. Para otros ojos, en cambio, era un elemento que modificaba radicalmente el juicio moral. Pocas cosas hay tan relativas como el sentido de la ofensa.

Interesa tenerlo en cuenta cuando se analiza la cuestión de las caricaturas sobre Mahoma y el islam publicadas en Dinamarca y Noruega, en septiembre y enero pasados, respectivamente. La agitación que han provocado en el mundo islámico muestra el poder de la libertad de expresión. Unas mediocres viñetas satíricas publicadas en un diario y una revista -no particularmente relevantes- de dos pequeños países europeos han desencadenado un problema de relevancia internacional.

El derecho a la libertad de expresión es parte esencial de la tradición democrática de los países occidentales, pero su protección es concebida de manera diversa según las áreas culturales, sobre todo por lo que se refiere a los límites de la libertad de prensa, en general menos estrictos en el área anglosajona. Así, por ejemplo, el Código Penal alemán considera delito negar públicamente la existencia del Holocausto judío bajo el régimen nazi. Mientras que la actitud del Derecho norteamericano queda reflejada en las palabras del magistrado Oliver Wendell Holmes, quien, al defender el free speech como principio central de la Constitución, precisaba que su tutela se extendía a “la libertad para expresar las ideas que odiamos”, y que sólo cesaría en caso de “peligro claro y actual”.

Si es indudable que Occidente cree con firmeza en la importancia de la libertad de expresión para la democracia, no es menos cierto que cada sistema jurídico nacional regula sus límites de manera no siempre idéntica, en especial cuando se produce una colisión entre libertades fundamentales. Esa relativa falta de uniformidad ha inspirado la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuyas líneas esenciales quedaron fijadas en los años 70, en los casos Handyside y The Sunday Times. Un aspecto central de esa doctrina consiste en afirmar que, en determinadas circunstancias, los Estados disponen de un legítimo “margen de apreciación” para valorar la necesidad de una medida restrictiva de derechos fundamentales.

En tiempos más recientes, el Tribunal Europeo ha aplicado su doctrina a situaciones en que el ejercicio de la libertad de expresión entraba en conflicto con la protección de los sentimientos religiosos. Se trata de las sentencias Otto-Preminger-Institut (1994) y Wingrove (1996), las dos relativas a prohibiciones de difusión de obras audiovisuales -en Austria y Reino Unido, respectivamente- denigratorias de la religión cristiana. Ambas decisiones, al declarar legítimas las restricciones de la libertad de expresión, subrayaban que no hay en las leyes nacionales europeas una posición unánime respecto al delito de blasfemia. Y esa falta de uniformidad concede a las autoridades de cada país un margen de apreciación discrecional más amplio para restringir la libre expresión cuando resulta ofensiva para las creencias religiosas de otros. Sobre todo porque éstas derivan del ejercicio de otro derecho fundamental: la libertad de pensamiento, conciencia y religión.

La jurisprudencia de Estrasburgo permite extraer dos conclusiones importantes. La primera es que hace falta estudiar a fondo la cuestión de hasta qué punto el derecho a la libertad de religión o de creencia incluye la protección de los sentimientos religiosos de los ciudadanos frente a ataques amparados en principio por la libertad de expresión. Estaríamos entonces ante un conflicto entre libertades que habrá de enjuiciarse en cada situación concreta. Una religión -también se ha dicho en Estrasburgo- no puede esperar permanecer libre de toda crítica. Pero eso no significa que la libertad de expresión constituya patente de corso para agresiones gratuitas realizadas con la exclusiva finalidad de provocar.

La segunda es que el Derecho occidental está firmemente persuadido de que esas agresiones pueden ser combatidas por medios legales pero nunca mediante la violencia. La sátira superficial sobre la religión toca un punto muy sensible para muchas personas, y no parece muy adecuada para favorecer el diálogo intercultural, pero no justifica acciones violentas realizadas supuestamente en nombre de Dios.

Ambas ideas están presentes en muchos de los comentarios escritos en estos días, desde el comunicado oficial del Vaticano a las declaraciones de algunos intelectuales ingleses en el Times. En el diario londinense, el filósofo Roger Scruton afirmaba: “Tan equivocado es burlarse de los tabús del islam como mofarse de los símbolos del cristianismo... es la clase de comportamiento que termina por hacer inviable la libertad de expresión”.

El problema no es nuevo. La burla pública de lo sagrado o las manifestaciones blasfemas son un fenómeno ya añoso en Occidente, amparado por una vaga proclividad social a aceptar que la libertad de expresión exige la tolerancia de esos hechos, sobre todo en relación con la religión más extendida en nuestro ámbito cultural: el cristianismo. De ahí que el sociólogo italiano Massimo Introvigne se haya referido al anticatolicismo como “el último prejuicio aceptable”, apuntando con ello una cierta permisividad de nuestras sociedades hacia expresiones que no se tolerarían si tuvieran, por ejemplo, carácter antisemita, racista o sexista.

Lo que sí es nuevo es la reacción generada por las caricaturas danesas en un hábitat religioso, como el islámico, no acostumbrado a encogerse de hombros ante manifestaciones gratuitamente ofensivas contra su religión y sus profetas. La violencia de esa reacción no es justificable, pero ha de movernos a reflexión, sobre todo en una Europa cada vez más plurirreligiosa. La tensión entre expresión libre y religión libre revela qué difícil es alcanzar ese equilibrio entre libertades que caracteriza los sistemas democráticos. Y nos enfrenta a la conveniencia de buscar soluciones armónicas en el entorno europeo.

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