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JUECES COMO DIOSES; por Jesús Zarzalejos Nieto, profesor de Derecho Procesal de la Universidad Complutense

14/10/2005
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El día 14 de octubre, se publicó en el Diario ABC un artículo de Jesús Zarzalejos Nieto, en el cual el autor analiza las consecuencias de la Sentencia del Tribunal Constitucional que establece que los Tribunales españoles tienen jurisdicción universal para juzgar casos de genocidio. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

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JUECES COMO DIOSES

Ahora que ya no hay duda alguna de que los tribunales españoles tienen jurisdicción universal, la siguiente cuestión que hay que resolver es cuándo vamos a dejar de engañar a las víctimas que confían en la Audiencia Nacional para el castigo de los crímenes cometidos en las montañas del Tíbet, los lagos de Ruanda, los cuarteles argentinos o las comisarías chilenas. En su reciente y difundida sentencia sobre este principio tan controvertido, el Tribunal Constitucional no ha establecido una doctrina propia: se ha ajustado a la letra de la Ley Orgánica del Poder Judicial (artículo 23.4), que no prevé ninguna condición específica para el ejercicio de la competencia extraterritorial de nuestros tribunales en la persecución de los crímenes más odiosos, como el genocidio o el terrorismo. Este es el problema: que la grandilocuencia de la ley es la causa de su inviabilidad.

Cuando el Tribunal Supremo dispuso en la sentencia del “caso Guatemala” que el reconocimiento de esta jurisdicción universal estuviera condicionado a la nacionalidad española de la víctima y a la existencia de alguna conexión con el interés del Estado español, realmente estaba actuando como legislador, imponiendo restricciones a un principio de competencia formulado en la ley sin limitación alguna. Pero no es de esta forma como se arreglan los fallos legales. El Supremo dijo lo que debería ser, pero no es. El Constitucional ha dicho lo que es, pero no debería ser, y, aun así, a esto hay que atenerse.

Pues bien, ya hemos pasado por encima del principio de territorialidad, compitiendo o supliendo a estados soberanos -Argentina o Chile no son precisamente “estados fallidos”- en el juicio a sus propios ciudadanos por delitos cometidos en su propio territorio. Hemos renunciado a las exigencias de los principios de legalidad penal y seguridad jurídica, persiguiendo determinados hechos que o bien no estaban previstos como delitos en la legislación española cuando fueron cometidos en el extranjero, o bien no estaban incorporados a la competencia internacional de los tribunales penales españoles. Recuérdese, por ejemplo, que, aplicada a la legislación inglesa, ésta fue la base de la decisión de los lores al autorizar la extradición de Augusto Pinochet únicamente por asesinato y secuestro, no por terrorismo ni genocidio, como solicitaba el juez Baltasar Garzón. Ya tenemos una jurisdicción universal formulada con una perfección teórica inigualable, pero que puede ser tan perturbadora como la virtud del juez Virata, que narró Stefan Zweig en “Los ojos del hermano eterno”, leyenda de un hombre tan absolutamente justo que su ejemplo inalcanzable fue causa de discordia entre los ciudadanos a los que sirvió.

Tenemos sobre el papel una jurisdicción perfecta, sí, pero cuya eficacia exigirá de nuestros jueces y fiscales dotes divinas, para superar las barreras del espacio y del tiempo y también las fronteras de las soberanías estatales, para recabar pruebas y testigos, concretar acusados e implicar a los gobiernos locales. No entremos en los medios materiales y humanos que absorbe, siempre limitados en una Audiencia Nacional que tiene sobre la mesa terrorismo, narcotráfico y delincuencias organizadas, con sumarios muy importantes cuyo éxito depende, por ejemplo, de intervenciones telefónicas no siempre bien acordadas y que luego pasan factura con condenas menores para grandes delincuentes.

Y ahora, ¿qué? El máximo resultado que la Audiencia Nacional ha podido ofrecer a las víctimas de las dictaduras -y quedan unas cuantas tiranías, algunas en activo, pendientes de pasar por taquilla- es una especie de justicia placebo, basada en buenas apariencias, gratas sensaciones, pero con nulos resultados. Al final, sólo hemos conseguido -y digo “hemos” porque el castigo de un genocida es sin duda un interés común- alimentar esperanzas e ilusiones frustradas por causas totalmente previsibles de antemano, pero que se ignoran a toda costa para evitar la catarata de descalificaciones que suele dedicar la ortodoxia fundamentalista que custodia las esencias de esta justicia planetaria.

A pesar de todo lo que se diga, la Audiencia Nacional seguirá siendo un Tribunal español, sometido a la legislación española; sus jueces y fiscales seguirán sin tener jurisdicción fuera del territorio nacional y deberán contar con los mecanismos tradicionales de cooperación entre estados para sentar en el banquillo a un ciudadano extranjero por delitos cometidos en el extranjero. Por estas razones, porque el orden de Westfalia aún no está totalmente desmantelado, están actuando los tribunales internacionales de Naciones Unidas, con resultados manifiestamente mejorables, bien es cierto; y por estas razones se constituyó en 1998 la Corte Penal Internacional -producto del acuerdo entre estados soberanos-, el primer órgano judicial permanente de la comunidad internacional, para soslayar todos los problemas que impiden a un estado desbordar la soberanía de otro para juzgar crímenes y verdugos lejanos.

Aun así, hay algo bueno, realmente bueno, en esta demostración de ansias infinitas de justicia: que la justicia universal está planteada como un absoluto y no admite excepciones; y que los que defienden, para la exportación al resto del planeta, la justicia y la memoria como base del rechazo a toda impunidad, no consentirán que el final de ETA sea un paréntesis a su rigor ético.

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