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Aquella ansiada República

14/04/2005
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MANUEL RAMÍREZ

No deben caber muchas dudas sobre la afirmación de que, a lo íargo de nuestra historia política, tan cuajada de vaivenes y bandazos y tan carente de un temprano y sólido consenso que permitiera nuestro acceso a un estable y perdurable régimen de modernidad y libertades, habrán sido numerosas las ocasiones en que quizás cada generación haya tenido su fecha memorable. Sería largo el recorrido desde los constituyentes que en Cádiz partean nuestra primera Constitución de 1812, tan llena de ilusiones prontamente yuguladas por el odioso Fernando VII, hasta nuestros días. Sin embargo, me atrevo a afirmar que ninguna de esas muchas fechas ha sumado tantas esperanzas como aquel 14 de abril de 1931. Había terminado la gran farsa de la Restauración, víctima de su propia defunción en manos del caciquismo, la descomposición de sus remedos de partidos y el constante “borboneo” de Alfonso XIII. Se había disuelto, igualmente, la intelectual apelación al “cirujano de hierro” de inmediato traducida en la dictadura de Primo de Rivera. Y, por supuesto, fracasos habían constituido otros intentos posteriores de volver a la Constitución de 1876.

Por el advenimiento de una República “salvadora” hacía tiempo que venían apostando, predicando o luchando los intelectuales integrados en la Agrupación al Servicio de la. República; la clase trabajadora, cada vez más pujante en las filas de la UGT (de orientación socialista) y la CNT (de inspiración anarquista); los restos de los partidos liberal y demócrata; los grupos y personas que habían dado vida a la Coalición Republicano-Socialista; el PSOE como partido más antiguo y mejor organizado; los posteriores partidos nacidos precisamente para actuar en pro de la “traída de la República”, y hasta buena parte de los mismos monárquicos que nunca perdonaron al rey Alfonso XIII que hubiera consentido y apoyado la dictadura de Primo (Alcalá-Zamora o Maura, por ejemplo). Una España pobre, escindida y lastrada

por mil problemas no vislumbra más solución que una República. Así lo manifiesta en las elecciones municipales del 12 de enero y así lo celebra con inusitado entusiasmo dos días más tarde. Alfonso sale de España y los firmantes del Pacto de San Sebastián pasan de la cárcel a convertirse en el Gobierno Provisional republicano. Se dice que sin mediar una sola gota de sangre. Para la historia de España y de gran parte del mundo se ha dado la gran lección. Y comienza la vida y la historia de un régimen que, en palabras de uno de sus cualificados protagonistas, Jiménez de Asúa, tenía que haber llegado “para mudarlo todo”. Quizá en el sentido de esta afirmación se escondía también la primera causa de su fracaso: ¿mudarlo todo? ¿Y por obra de la ley?

Y empieza la extensa obra de cambiar las cosas. Y de remediar maies heredados, a veces; creados otras por el mismo régimen. A estas alturas, una obra suficientemente analizada por españoles e hispanistas. Con el trasfondo de un florecimiento intelectual, cultural y artístico hasta entonces no conocido y que, por desgracia, acaso tuvo que producir sus mejores frutos ya en el exilio, y con la crisis económica mundial sobre sus espaldas, la República realiza una reforma agraria que fue luego destrozada en su segundo bienio {Partido Radical y CEDA) con un engendro cuyas primeras críticas partieron de José Antonio Primo de Rivera. Una reforma militar bien planteada en su inicio (disminución de personal sobrante e incremento de material moderno) pero hiriente cuando su autor, Manuel Azaña, la defiende en las Cortes congratulándose de “haber destrozado” al Ejército al que nunca entendió que también era el Ejército de España. Una política au-

tonómica que cuaja en la concesión del primer Estatuto para Cataluña y, ya en días de guerra, de otro para el País Vasco, y todo ello mediante un proceso diseñado en la Constitución a mi entender de forma mucho más cautelosa que en la actualidad: la autonomía venía a ser la excepción bien controlada por las Cortes soberanas y con clara delimitación de competencias. Una necesaria reforma contra el caciquismo en el campo que propician tanto la Ley de términos municipales como la creación de Jurados Mixtos, obras del que a la sazón, en el primer bienio, fuera buen ministro de Trabajo, Largo Caballero. Y, en ñn, una política religiosa claramente dañina para la Iglesia católica, con errores de bulto y manifiesto enfrentamiento con la ciudadanía, nada escasa por cierto, de dicho credo. El mismo Azaña confesaría más tarde, en sus Memorias, el error de esta política, protagonizada sobre todo por el trasnochado Partido Radical-Socialista. Va de suyo que toda esta empresa reformista sufrió luego los posteriores vaivenes de una derecha que la dejó en nada y de un Frente Popular que la repuso y aumentó con creces.

Cuando muchos años después hay que reflexionar por el fracaso republicano tras aludir a su importante labor y preguntarse por su desdichado final hay que hacer una clarísima distinción. La segunda República muere o “es muerta” por obra del alzamiento que se origina el 18 de julio de 1936 y su derrota en la espantosa guerra civil que entonces se origina. De eso no caben dudas. Pero no es menos cierto que, antes de llegar esa fecha, hay varias causas que están poniendo muy en serio el desarrollo pacífico de aquel ilusionante 14 de abril. Como fruto únicamente de un profundo estudio objetivo

de muchos años, creo que los factores de la crisis republicana pueden sintetizarse de esta forma:

a) La elaboración de la Constitución de 1931 que, con algunos logros como la creación de un Tribunal de Garantías Constitucionales (precedente inmediato de nuestro Tribunal Constitucional), no resulta en absoluto uña Constitución ni moderna, por el

nocivo gobierno de asamblea que

diseña (Europa va ya entonces

por otros caminos), ni integrado-

ra por incluir en su articulado y

con minuciosa redacción algo

que nunca debió estar en su seno

si de verdad se pretendía integrar:

las medidas de su nefasta política

religiosa. Desde su aprobación se

daba pie a la peligrosa afirma

ción de muchos de que aquella

no podía “ser nuestra Constitu

ción”. Ahí estuvo la razón de ser

de la CEDA. Defender a la Igle

sia o discrepar de la absurda diso

lución de la Compañía de Jesús

venía a significar, nada más y na

da menos, que oponerse a la

Constitución.

b) La existencia de un siste

ma de partidos que, además de

su debilidad (salvo en el caso del

PSOE), quedaría científicamen

te definido como de “pluralipar-

tídismo extremo y fuertemente

polarizado”. Es decir, demasia

dos partidos en concurrencia

que dificultaron notablemente el

juego parlamentario y la estabili

dad gubernamental, por un la

do. Y, por otro, existencia de par

tidos fuertemente ideologizados

y fuertemente opuestos, sobre'to

do, en función y por obra del

cleavage religioso. Son partidos-

lema de la “accidentalidad de las

formas de gobierno” (daba igual

República que Monarquía) y, en

el otro extremo, el Partido Radi

cal-Socialista, como auténtica

fuerza “comecuras”. A ello se

unió pronto la existencia y tote-

rancia de partidos claramente

anti-sistema. Todo esto empañó notablemente la vida de un régimen que, por esta razón, tuvo desde el principio muchos, demasiados frentes que atender.

c) La debilidad del consenso republicano. Desde el principio y hasta el trágico final (es algo que perdura incluso durante la guerra y que, en no escasa parte, colaboró en su final). Nunca se estuvo plenamente de acuerdo sobre la clase de República que se quería. ¿República unitaria o República federal? ¿República democrática, a secas, o República de trabajadores? ¿Simple declaración de Estado laico o consti-tucíonalizacíón de la política religiosa? El resultado no se hizo esperar. Superar la República, superar aquella forma de República, vino a ser pronto el objetivo de parte de la derecha y de.parte de la izquierda. Para unos (liberales, burgueses, intelectuales) se había ido demasiado lejos: “No es esto, no es esto”, clamó pronto la voz de Ortega o la oposición de Unamuno (por cierto, nada menos que Ciudadano de Honor de la República y, más tarde, ya en el 3 de julio de 1936, advirtiendo con una sentencia que me parece válida para entonces y para luego: “Cada vez que oigo que hay que republicanizar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa, [...] auténtica, esencial y sustancial y posterior al 14 de abril”). Y para otros (obreros, anarquistas y, al final, parte del mismo PSOE encabezada ahora por el mismísimo Largo Caballero), todo se había quedado demasiado corto, en una República burguesa y no representativa de sus intereses. Con un Azaña al que el régimen se le fue de las manos y pronto, de forma absolutamente voluntaria, se convirtió en el solitario de La Pobreta. Y es que ya habían aparecido aquellos para quienes lo de “superar” significaba sencillamente destruir lo existente y crear un “nuevo Estado”. Era el trágico aviso de un no menos trágico final.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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