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HOMENAJE A ÁLVARO D’ORS

17/02/2004
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Álvaro D´Ors Pérez-Peix, catedrático de Derecho Romano y profesor honorario de la Universidad de Navarra, falleció el día 1 de febrero, en la Clínica Universitaria de Pamplona, a los ochenta y ocho años de edad. Sus compañeros Rafael Domingo, catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Navarra y Amelia Castresana, catedrática de Derecho Romano de la Universidad de Salamanca le rindieron homenaje mediante la publicación de sendos artículos en el diario ABC, el día 4 de febrero, y en el diario El País, el día 10 de febrero, respectivamente. Transcribimos íntegramente dichos artículos.

ÁLVARO D´ORS, IN MEMORIAM; por Rafael Domingo, catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Navarra

RODEADO del cariño de su numerosa familia, ha muerto en la Clínica Universitaria de Pamplona, a los ochenta y ocho años de edad, Álvaro d´Ors, uno de los intelectuales españoles más conspicuos de la pasada centuria y de mayor reconocimiento internacional. Pensador original -nunca se dejó arrastrar por la corrección política-, humanista entregado al oficio universitario, que amó apasionadamente, maestro de una pléyade de romanistas, con su frontis auctoritas, ardor oculorum y praestantia gestus personificaba d´Ors la misma idea de cultura.

Ya su propio nacimiento, el día 15 de abril de 1915, fue pronto conocido por la intelectualidad de la época, a través de una carta que Eugenio d´Ors dirigió a su querido amigo Juan Ramón Jiménez: “Sepa usted y diga a mis amigos que mi tercer retoño ha nacido estos días, varón como los otros dos y que se cristiana mañana con nombre de Álvaro. Tómese nota de él como de un futuro residente [(se refiere a la Residencia de estudiantes en “La Colina de los Chopos”). Ya ve usted, yo estoy hecho ya un joven patriarca, mientras que, por lo visto, usted continúa en Zenobita”. (El poeta, casado con Zenobia, seguía sin descendencia).

De educación atípica e irregular, debido a su resistencia a la escolarización, gustaba de recordar el día en que, ya con seis años, su madre María Pérez-Peix, escultora, le enseñó a leer en una tarde. Esto le permitió sumergirse en la voluminosa biblioteca de su padre, en la que pasó muchas horas aprovechando los frecuentes viajes de Xenius. No es de extrañar, pues, que, en este ambiente familiar, d´Ors fortaleciera su propio temperamento esteticista, y que años después afirmara que el torno de alfarero, las colecciones de insectos, el dibujo de mapas y las traducciones (ya de niño aprendió el catalán, el francés y el inglés) contribuyeran definitivamente en su primera formación.

Con el traslado de la familia a Madrid en 1923, Álvaro d´Ors se escolarizó en la Preparatoria del Instituto Escuela, donde conoció y se educó con los hijos de los más influyentes intelectuales de la época. Con algunos de ellos -Ortega Spottorno, Pérez de Ayala y Miret Magdalena, entre otros- fundó una revista llamada “Juventud”, que quizá no llegara a una docena de números, pero que sirvió para cultivar sus aficiones literarias. Con ironía, me comentó d´Ors que, en cierta ocasión, fue calificada por un popular torero de “birria con buenos apellidos”.

La atracción por la belleza clásica embriaga su época de adolescente. En efecto, en 1931, pasa el verano en Londres, donde sus visitas diarias al Museo Británico le convierten al mundo clásico. Mucho influyó en esta decisión la famosa “Oda a la urna griega”, de Keats, poeta que ocupó entonces un puesto de honor en sus lecturas. Su pasión por la armonía de lo concreto y por el rigor le acercó al Derecho romano. Discípulo de los romanistas españoles José Castillejo (1872-1945) y Ursicino Álvarez (1907-1980) y del italiano Emilio Albertario (1885-1948), Álvaro d´Ors irrumpió en los ambientes romanísticos con sus Presupuestos críticos para el estudio del Derecho Romano (1943), que, aunque calificado diminutivamente por él mismo de “librillo programático”, fue, junto con el Horizonte actual del Derecho Romano (1944) de Ursicino Álvarez, la obra que, tras la guerra civil española, marcó un nuevo rumbo a los estudios romanísticos en España.

En diciembre de 1943, ganó por oposición la cátedra de Derecho Romano de Granada, pero, ya en verano de 1944, se trasladó por permuta a la de Santiago de Compostela. Allí conoció y se casó, en 1945, con Palmira Lois, de la que nacieron once hijos. Desde Santiago, acudió regularmente, hasta 1948, a la Universidad de Coimbra, para impartir seminarios romanísticos. Esta reiterada colaboración con la Universidad portuguesa culminó años más tarde con el doctorado honoris causa (1983). Lo recibió también en la Universidad de Toulouse (1972) y en la Universidad de Roma-La Sapienza (1996). A su época santiaguesa corresponden obras señeras como su Epigrafía jurídica de la España romana (1953) o su edición del Código de Eurico (1960).

En 1961 se incorporó a la recién creada Universidad de Navarra, a cuyo fundador, San Josemaría Escrivá, conoció y trató ya en los años 40. Su entonces novedoso espíritu de santificación en medio del mundo, luego recogido por el Concilio Vaticano II, caló muy hondo en su alma. En la Universidad de Navarra permaneció hasta su jubilación oficial en 1985 como ordinario de Derecho romano y posteriormente como profesor honorario.

Las claves de la Weltanschauung de d´Ors, como la distinción entre autoridad y potestad, persona y sujeto, su concepto de representación, el valor de la naturaleza de las cosas, la importancia del concepto de “servicio” como quicio del Derecho, por citar algunos ejemplos, tienen siempre en sus orígenes un “chispazo” romanístico, ciencia que siguió cultivando admirablemente incluso siendo octagenario, con obras como Las Quaestiones de Africano (1997), Crítica romanística (1999), etc.

Su pasión por la verdad le llevó, sin embargo, a cultivar otros campos del saber. En filosofía política centró su atención en la crítica contra la “secularización europeizante”, e -influido sobre todo por Carl Schmitt, Michel Villey y Max Weber- denunció “la forma política de Estado” y el “consumismo capitalista”, que consideró efectos de la revolución protestante. De estos tres autores, Carl Schmitt ha sido el que más ha contribuido -por contraste- a configurar su pensamiento. En efecto, en tanto Carl Schmitt fundamenta su teoría del “nomos” en los principios de territorialidad y potestad, d´Ors opta por los principios de personalidad y autoridad. Esta distinción entre autoridad -saber socialmente reconocido- y potestad -poder socialmente reconocido- ha sido una de las principales aportaciones de d´Ors a la filosofía social. A su vez, frente al homo homini lupus moderno, propuso d´Ors el homo homini persona, principio que, a mi entender, constituye un firme cimiento del incipiente derecho global.

En el campo de la teoría del derecho, fue d´Ors un precursor de lo que podríamos denominar “estética jurídica”, al concebir el derecho como un juego de posiciones: la “posición justa”. En efecto, haciendo caso omiso de concepciones logicistas y racionalistas, d´Ors se enfrenta al derecho desde la estética, que posteriormente trasciende con su concepción judicialista, reflejada en la fórmula “derecho es lo que aprueban los jueces”. Hace unos años, completando su propia teoría jurídica, definió el derecho como el conjunto de “servicios socialmente exigibles”, cambiando así la perspectiva subjetivista desde la que se viene contemplando el derecho desde la Ilustración.”¡Bienaventurado, no me cansaré de repetirlo, quien ha conocido maestro! Porque ése sabrá pensar según cultura e inteligencia. Habrá gozado, entre otras cosas, del espectáculo, tan ejemplar y fecundador, que es el de la ciencia que se hace, en lugar de la ciencia hecha, que los libros nos suelen dar. Quien aprende ciencia en el libro, corre peligro de volverse escientista, es decir, dogmático de lo sabido; quien, al contrario, recibe lección de maestro sabrá más fácilmente conservarse humanista, porque no se olvidará de la relación entre el producto científico y el hombre que arbitra y crea: y así él tendrá el culto del espíritu creador; no la esterilizante superstición del resultado”.

Las deliciosas palabras que Eugenio d´Ors dejó escritas en 1914, en su Flos sophorum, nos sirven hoy para honrar a este gran maestro que fue su hijo Álvaro d´Ors, de cuyo asiduo trato y fecundo magisterio nos hemos beneficiado miles de juristas de todo el mundo. Descanse en paz.

CARTA (PÓSTUMA) A DON ÁLVARO D’ORS; por Amelia Castresana, catedrática de Derecho Romano de la Universidad de Salamanca

Estimado don Álvaro:

Desde nuestra última conversación telefónica, en vísperas de la Navidad, no he vuelto a tener noticias suyas. Con voz algo agitada me explicó en aquella conversación que se encontraba en casa, tranquilo, con buena parte de sus hijos, disfrutando de una especie de permiso provisional –fuera de la clínica- aún cuando me dejó muy claro que no tenía el alta médica. Me anunció que a primeros de año vería por fin la luz una publicación que sé que esperaba usted con mucha ilusión: la edición en castellano de su correspondencia privada con Carl Schmitt. “Este libro que tengo prometido a su marido, dígale Amelia que, en cuanto salga, se lo hago llegar”, fueron, si no recuerdo mal, sus palabras. Y estaba yo en estos días esperando recibir carta suya incluyendo la novedad editorial, cuando he tenido noticia de su adiós definitivo. Me queda hoy, nos queda desde hoy a muchos que como yo tuvimos la fortuna de conocerle y el singular privilegio de aprender de usted, el recuerdo vivo de su talante personal y la omnipresencia de su excepcional romanismo.

No quiero en este momento triste recordar el número de sus obras, ni siquiera la calidad científica de las mismas. Unos ya lo han hecho y otros muchos lo harán mejor que yo: los que estuvieron junto a usted en el aula y a quienes diariamente, según me han contado, “pasaba revista” aclarando las dudas y resolviendo las dificultades y trabas de su trabajo científico. Sin embargo, yo no he escuchado sus lecciones ni soy formalmente discípula suya. Pero más allá de la oficialidad de esa docencia, usted, don Álvaro, ha ejercido generosamente su magisterio con “oyentes” sensibles a las palabras del maestro: palabras de estímulo para el trabajo bien hecho, también palabras de cierta exigencia, y otras veces, las necesarias, palabras de crítica y de reconsideración de lo ya hecho. Yo soy una de sus oyentes, sin aula universitaria, sin hora señalada para clase, sin programa predeterminado, simplemente destinataria de una suerte de “docencia libre” per epistulam o en casa del maestro, per mensam.

Y es que el destino ha sido generoso conmigo. Recordará, don Álvaro, que hace casi treinta años, en uno de sus muchos viajes a Coimbra, pernoctó en Salamanca y, a la mañana siguiente, antes de continuar viaje, decidió pasar por el viejo Seminario de Derecho romano de mi Universidad. Fue informado de que esa misma mañana una joven defendía su Tesina de Licenciatura sobre un instituto de derecho privado romano. La joven era yo y, según supe por mi director, estaba usted muy interesado en asistir al acto académico. Me topé con usted en el pasillo de la Facultad, a las puertas del Seminario. Yo no le conocía personalmente, pero no fue difícil intuir que aquel “desconocido”, un hombre alto, corpulento, erguido, de gesto amable y de cejas muy pobladas podía ser don Álvaro. Asistida por no sé qué fuerza interior tuve la osadía de acercarme a usted y preguntarle: ¿es usted don Álvaro?. Me contestó afirmativamente, dibujando ya su primera sonrisa, y, sin tiempo para que usted preguntara por mi propia identidad, le confesé mi nombre y mi condición de “graduanda”. Fue entonces cuando sucedió lo inesperado. Me pidió usted permiso para asistir a la defensa de mi Tesina, ya que, según decía, no quería incomodarme con su presencia, quizás intranquilizarme en exceso: “lo dejo en sus manos”, me dijo. Quedé impactada por aquella realidad: era la imagen viva del maestro, maestro en verdad, el que ciertamente sabe y mucho, y, sin embargo, con un talante humano, cordial, afectuoso, casi entrañable desde las primeras conversaciones, pide permiso para escuchar al que no sabe nada, y asegura, después de oir al “novus”, que ha aprendido mucho de la exposición que ha hecho del tema, y que agradecería se le enviara dicho trabajo para leerlo detenidamente y dar por escrito su opinión razonada sobre el tema. Sí, don Álvaro, descubrí en usted la singular modestia del estudioso de raza, la humildad explícita del sabio sin paliativos. Y esa impresión cierta de estar ante alguien excepcional –que marcó mi primer encuentro con usted-, ha dejado en mi una huella, hoy imborrable y definitivamente atemporal, porque se ha instalado en mi corazón. Desde entonces he tenido la inmensa fortuna de escribirme con usted habitualmente, cartas, muchas cartas que conservo, todas debidamente ordenadas en mi escritorio. Constituyen uno de mis tesoros intelectuales más preciados. En ellas hay infinidad de sugerencias originales de trabajo, instrucciones varias sobre el método de investigación más adecuado, indicación de algunos estudios todavía pendientes...., en fin, todo un “arsenal romanístico”. Y también uno de mis objetos personales más queridos. Porque en una ya tan larga relación epistolar las letras que usted me ha dedicado han trascendido lo puramente académico, se han despojado de todo elemento romanístico para instalarse definitivamente en el mundo de los sentimientos. Sí, don Álvaro, en más de una ocasión ha tenido que orientarme sobre ciertos derroteros que sigue la vida y que dejan al descubierto simplemente la infirmitas del hombre: “todo tiene alguna razón de ser, Amelia, -solía escribirme-, aunque todavía hoy le resulte desconocida. Tenga paciencia....”

Claro que las visitas a su casa han reforzado a lo largo de los años aquellas primeras y segundas y terceras.... impresiones extraídas de las cartas. La relación de afecto ha ido creciendo con el tiempo, también hacia doña Palmira, su esposa, siempre hospitalaria, con los “extranei” transformados en “adgnati proximi”, a pesar de tener que soportar sesiones casi siempre demasiado largas y para ella supongo que “aburridas”sobre la presencia de “pecunia stipulata” en la “pecunia traiecticia”o sobre la corrección del sentido etimológico de “fides”, o sobre otras muchas consultas que yo le hacía a usted “aprovechando mi viaje...a Pamplona.” Y usted, don Álvaro, que parecía casi más interesado aún que yo misma en el tema, no ponía freno a aquel aburrimiento. Se entregaba con toda generosidad a mis pesquisas. Yo perdía ciertamente la noción del tiempo...y de la educación. Pero tengo la sensación de que usted siempre me ha disculpado estos excesos. Recuerdo a doña Palmira interrumpiendo cariñosamente nuestra charla de horas cuando el té ya se había quedado frío y apenas había pastas en las bandejas que ella había distribuido sobre las mesas de aquel salón de ustedes expresamente diseñado para recibir: ¡¡Álvaro, ya está bien, no todo el mundo tiene tu capacidad de trabajo....!! Y no le faltaba razón a doña Palmira. Se había hecho tarde, sin darnos cuenta..,o, tal vez, sí nos dimos cuenta del paso del tiempo, pero ambos estábamos entusiasmados con aquel debate. Ese es su magisterio, el entusiasmo por aprender.

Hace ahora un año le visité en casa. Estábamos tristes, doña Palmira nos había dejado. Me costó subir las escaleras hasta el primero y afrontar que ella no saldría a recibirme al hall, como siempre antes. Su posición la ocupó usted, don Álvaro, y yo me sentí reconfortada al instante. Tras muchos años sin vernos personalmente, seguía conservando usted impecablemente sus cejas muy pobladas, su entrañable sonrisa y su corpulencia física que queda en nada cuando uno percibe su fortaleza de ánimo y su coraje espiritual. Hablamos de su infancia: me trasladó a un mundo de cultura asistido por Ortegas, Pidales, Barojas y Dorsianos en casa del maestro Bienvenida. Quedé embelesada con aquellos relatos. Fue nuestra primera charla sin la omnipresencia del derecho romano. Me preguntó por la familia. Llegaron algunos de sus hijos y sus nietos, era la hora de comer. Nos despedimos sine die....hasta hoy, don Álvaro que he empezado a echar en falta sus letras...su consejo...sus palabras exigentes...su modestia, en fin, toda su persona.

Con el afecto de siempre, Amelia

P.D. Dé un saludo afectuoso a doña Palmira, ahora que comparte con ella aeterna auctoritas.

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