A VECES LO REPROBABLE SÍ ES EL DELITO
El 29 de mayo de 2024 la placa que recordaba a Miguel Ángel Blanco fue arrancada de su emplazamiento en Vitoria. También sufrió ataques la dedicada a Modesto Carriegas, banquero asesinado por ETA en 1979. En 2023 el panteón en el que descansan los restos mortales de Fernando Buesa amaneció cubierto de pintura negra y heces. Y la víspera, el monolito erigido en su honor y en el de Jorge Díez, el ertzaina que perdió la vida en el mismo atentado, apareció manchado con barniz rojo. La sepultura de Buesa también había sido vandalizada en el año 2000, igual que la inscripción que recordaba a Saturnino Sota, panadero asesinado a tiros en 1978, o, en varias ocasiones, la dedicada a la memoria de Gregorio Ordóñez. Son solo algunos ejemplos.
Mucho más frecuentes son los homenajes que se rinden al grupo terrorista y a quienes formaron parte de él. Los actos, pancartas o pintadas con alabanzas a los denominados gudaris forman parte del paisaje en el País Vasco y Navarra. Son visibles en pueblos y ciudades, en eventos deportivos, en fiestas populares, en verbenas o en pasacalles navideños. Se trata de elementos con presencia constante en un espacio público en el que supuestamente la sociedad y las víctimas tienen derecho a convivir en paz.
El fin de ETA, el gran logro del Estado de Derecho, no se puede explicar sin contar con sus consecuencias. Aunque la banda desapareció, sus víctimas (las familias de 853 asesinados y los más de 2.600 heridos) no han dejado de serlo. Tampoco se ha esfumado su legado envenenado: intolerancia, dinámicas excluyentes hacia los no nacionalistas y esa infección latente a la que se refería Primo Levi, que se ha materializado en ciertos episodios de violencia política.
Con la excusa de que los atentados van quedando atrás en el tiempo, de que el peligro se ha disipado, no nos estamos esforzando lo suficiente en prevenir la radicalización de los más jóvenes. Se ha dejado el campo libre a quienes siguen justificando la historia de ETA mientras difunden los discursos de odio que la nutrieron. La legitimación de la violencia como herramienta política crea un caldo de cultivo peligroso: quizá en el futuro una nueva generación considere oportuno seguir los pasos de quienes le son presentados como héroes y mártires. Se trata, empleando el sintagma acuñado por el historiador Gaizka Fernández Soldevilla, de desactivar los “mitos que matan”. En buena medida, el futuro de esta sociedad depende del consenso mínimo en torno a la inviolabilidad de la vida, la dignidad y la libertad de las personas.
La cuestión de los homenajes a ETA y sus miembros ha vuelto a saltar a la arena política. Hace unos días, una proposición no de ley permitió que el Congreso revelase su postura ante la cuestión de impedir este tipo de actos. Aunque salió adelante, parte del hemiciclo -PSOE y Sumar- votó en contra de abordar este problema y lo hizo basándose en tres argumentos defectuosos.
El primer argumento consiste en sostener que “no todo lo reprobable es delito”. La afirmación no puede ser más acertada. No obstante, oculta que en España las conductas que ensalzan o justifican el terrorismo y las que vulneran la dignidad de las víctimas sí son delictivas. Así lo indica el artículo 578 del Código Penal.
En 2000, tras una tregua que empleó para rearmarse, ETA asesinó a 23 personas. La violencia desplegada por la banda y su entorno dejó además 145 heridos. Ese mismo año el PP y el PSOE suscribieron el Pacto Antiterrorista, que impulsó la reforma del Código Penal en esta materia. Entre las novedades se encontraban los nuevos delitos de enaltecimiento y de justificación públicos del terrorismo o los terroristas y los consistentes en la “realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación” de las víctimas o de sus familiares.
Si hasta entonces era punible la apología -ensalzar el crimen o a su autor cuando supusiese una incitación directa al delito-, desde ese momento sería sancionable el simple acto de “ensalzar o hacer elogios, alabar las cualidades o méritos” de la actividad terrorista y de sus perpetradores y la acción de “hacer aparecer como acciones lícitas o legítimas lo que es un comportamiento criminal”.
Por otra parte, el delito de “humillación” nacía como una infracción específica contra la vulneración del derecho al honor y la dignidad de las víctimas del terrorismo, más emparentado con las injurias y los discursos del odio que con la apología.
El Tribunal Supremo ha subrayado que la libre expresión está condicionada por otros derechos y exigencias constitucionales, entre los cuales “desempeñan un papel no desdeñable el respeto al otro (...) y la prohibición de conductas de alabanza de actividades terroristas que alimente un clima favorable a su reproducción o constituya un germen, remoto pero real, de nuevas acciones de esa naturaleza”.
Como en su día fue advertido por juristas, estos delitos han dado pie a numerosísimos problemas a la hora de aplicarlos. Si no sirven a su propósito, estos tipos penales deberían ser modificados o sustituidos por alternativas que, respetando los principios democráticos, logren los objetivos perseguidos.
Segundo argumento: “Los ongi etorri han desaparecido”. También es correcto. No ha habido recibimientos públicos a ex etarras en los últimos tres años. Sin embargo, el Observatorio de Covite registró 471 actos de homenaje en 2023, 421 en 2024 y 227 en lo que llevamos de año. Los ongi etorri constituían una pequeña parte de los tributos que la izquierda abertzale brindaba y brinda a la extinta organización y a sus componentes.
Año tras año se suceden los actos que reclaman la puesta en libertad de los “presos políticos”. También las manifestaciones, las fiestas de verano y los encuentros deportivos presididos por los retratos de personas condenadas por delitos de terrorismo. En Navidad, mesas vacías con sus imágenes recuerdan a los presos en las calles.
Tercero: la existencia de un supuesto agravio comparativo según el cual solo se dirige la atención a los homenajes al terrorismo, pero no los rendidos a la dictadura franquista. No solo se trata de un falso juego de suma cero, puesto que abordar la justificación de un tipo de violencia no impide que se afronte otra, sino que, además, es engañoso.
En 2023 el Parlamento vasco aprobó la Ley de Memoria Histórica y Democrática de Euskadi. Se trata de una innovadora norma de carácter administrativo que introduce sanciones para las infracciones contrarias a la memoria histórica y a la dignidad de las víctimas de la dictadura. Considera tales “la exhibición pública de elementos o menciones de conmemoración, exaltación, enaltecimiento individual o colectivo del golpe de Estado de 1936 y de la dictadura franquista, de sus dirigentes o de las organizaciones que sustentaron el régimen dictatorial”.
Por ejemplo, prevé sanciones de hasta 150.000 euros para la “destrucción o el daño grave a espacios, elementos y mobiliario de los lugares, espacios e itinerarios de la memoria histórica” o multas de hasta 10.000 euros para las “expresiones ofensivas, vejatorias o atentatorias contra la dignidad de las víctimas de la Guerra Civil o la dictadura franquista, o de sus familiares” y la “celebración de actos y homenajes” que tengan como finalidad la conmemoración del golpe militar o el régimen posterior.
Según la propia norma su objetivo es “consolidar y culminar la recuperación de la memoria histórica (...) recordando a las víctimas que padecieron la injusticia de aquellos hechos históricos que nunca debieron ocurrir y no deben volver a repetirse”. Asegura que “recuperar la memoria” es “un ejercicio de futuro” y que debe ser concebida como “la base de la convivencia democrática presente y futura y como impulsor de la promoción de valores éticos y principios democráticos”. “Construir la memoria democrática (...) a partir del recuerdo de ese pasado”, dice, “es el modo más firme de fortalecer la cultura democrática frente a los discursos de la negación, la exclusión y la intolerancia, para asegurar nuestro futuro de convivencia democrática”. Pues eso.



















