UNA REACCIÓN INADMISIBLE
Algunas reacciones inmediatas que se han producido al publicarse el fallo de la sentencia del Tribunal Supremo que condena al fiscal general del Estado por un delito de revelación de secretos ilustran bien sobre la grave situación en que se encuentra la política española.
Que algunos políticos, algunos periodistas e incluso algunos juristas se hayan apresurado, nada más conocerse la noticia pero no el texto de la sentencia --que aún no se ha publicado-, a decir que la condena “es injusta por no sustentarse en pruebas debidamente constatadas en el proceso”, o que la decisión, adoptada por una sala del Tribunal Supremo “sumamente dividida”, “expresa la voluntad de unos magistrados conservadores guiados exclusivamente por una finalidad política”, sólo indica la degradación a que ha llegado nuestra conversación pública.
Pero que algunos miembros del Gobierno, antes de que la sentencia pueda conocerse, también hayan proferido similares denuncias, manifestando que tenían que “morderse la lengua” ante tamaña tropelía, “puesto que se ha condenado sin pruebas”, que “es una sentencia política”, que “el fallo sólo puede entenderse como un intento de interferir en la vida democrática”, o que “es un golpe judicial en toda regla”, añadiendo que no aceptarán “que el Estado de derecho se use para desestabilizar a un Gobierno legítimo”, ya significa un salto cualitativo, por institucional, en esa degradación. Una degradación que se ha visto acentuada, además, por la intervención del propio presidente del Gobierno, quien ha llegado a manifestar, como reacción a la condena, que “hay que defender la democracia de aquellos que creen que pueden tutelarla” (refiriéndose, obviamente, aunque sin decirlo de manera expresa, a los magistrados que, en el ejercicio de su función jurisdiccional, han declarado culpable a su fiscal general del Estado).
Ante estas desaforadas reacciones es conveniente recordar algunos principios básicos. El primero, que una condena dictada por una holgada mayoría de cinco magistrados frente a dos no puede deslegitimarse por el hecho de que no haya sido unánime. Ni la unanimidad es la regla para adoptar las sentencias de los tribunales -sólo la de la mayoría- ni tampoco la unanimidad es lo que suele producirse en las resoluciones judiciales colegiadas de reconocida importancia (valen, como ejemplo, determinadas sentencias cruciales del Tribunal Supremo o del Tribunal Constitucional adoptadas por una mayoría menos holgada que la de ahora). Más aún: si se exigiera unanimidad, la consecuencia práctica e indeseable es que, en un órgano colegiado, se le otorgaría un derecho de veto a cualquiera de los magistrados. Que la condena se haya acordado por cinco frente a dos no resta, pues, ninguna legitimidad jurídica a la decisión.
El segundo principio básico que hay que recordar es que el Estado de Derecho está precisamente para garantizar que la democracia se atenga a unos límites constitucionales que no puede traspasar. A eso se le llama democracia constitucional, en la que no cabe apelar al principio democrático para sobreponerlo al del Estado de Derecho. De lo contrario, la democracia mudaría en despotismo, que no dejaría de serlo porque fuese el despotismo de la mayoría.
No puedo opinar (nadie debería opinar, y menos las autoridades públicas) sobre la sentencia que condena al fiscal general del Estado hasta que esa sentencia sea conocida, pero sí que puedo y debo efectuar a limine una apreciación: que ha de presumirse, de entrada, que cinco magistrados, de reconocida solvencia, han fundado en Derecho su decisión. Esa decisión puede ser criticada, por supuesto, y es probable que lo hagan las dos magistradas disidentes apelando a otras razones jurídicas distintas a las usadas por la mayoría. Pero, mientras no se conozcan el texto de la sentencia y el de los votos particulares, resulta inadmisible que se descalifique la decisión que la Sala del Tribunal Supremo ha tomado. Y más inadmisible aún es el carácter calumnioso que revisten algunas de esas descalificaciones, en cuanto que suponen, realmente, la imputación de un delito de prevaricación a los magistrados que con su voto han apoyado la condena.
Cosa bien distinta es la costumbre, muy extendida en el Tribunal Supremo, de aprobar primero el fallo y redactar después la sentencia. En mi opinión, las sentencias sólo deberían votarse en la Sala cuando esté completada su redacción y hacerse públicas con su texto completo y con el de los votos particulares que se hubieran formulado. Es posible que, en este caso, para impedir filtraciones (algo que no debería ocurrir, pero que lamentablemente sucede, y no sólo con las decisiones del Supremo), se haya adelantado la noticia del fallo. Pero esa finalidad no compensa, creo, el riesgo, por muy reprochable que sea, de que se formulen juicios apresurados, a favor o en contra del fallo, sin haberse conocido públicamente las razones que en la sentencia conducen a él.
Como he dicho al principio de este artículo, el caso que comento es un buen reflejo de la degradación de nuestra democracia constitucional que, desde hace años, padecemos. El solo hecho, insólito, de que se haya juzgado y condenado por un delito al fiscal general del Estado, y más aún que este (a diferencia de lo que sucedería con cualquier otro fiscal) continuase a lo largo del proceso en el ejercicio de su cargo, ya ha producido un daño institucional del que difícilmente nos recuperaremos.
También ha producido un grave daño institucional el hecho de que el presidente del Gobierno haya formulado su propia sentencia (declarando inocente al fiscal general) antes de que la dictara el tribunal, reiterando, una vez conocido el fallo, que, diga lo que diga la sentencia, él lo seguirá considerando “inocente”. Una cosa es el ejercicio legítimo de la crítica a las resoluciones judiciales y otra bien distinta su ilegítima y frontal descalificación. El respeto que la segunda autoridad del Estado ha de tener a la división de poderes y, por ello, a la independencia judicial, debería habérselo impedido.
Pero llueve sobre mojado, ya que ese respeto tampoco se ha venido produciendo durante los últimos tiempos acerca de otros principios y reglas constitucionales, como, por ejemplo, la obligación del Gobierno de presentar en tiempo al Congreso los Presupuestos Generales del Estado y la consiguiente potestad parlamentaria de su examen y aprobación; el carácter excepcional de los decretos-leyes; la condición de la lengua española como única oficial que ha de utilizarse en los órganos generales del Estado; la solidaridad, sin discriminación, entre todas las comunidades autónomas; o, en fin, la consideración, como lícita y normal, en una democracia representativa regida por el pluralismo político, de la posibilidad de alternancia en el poder ejecutivo.
Estamos viviendo unos momentos de grave perturbación institucional. Hace ya tres años, un grupo de profesores alertamos sobre el carácter “menguante” de nuestra democracia constitucional. Hoy podríamos decir que, desde entonces, y de un modo tan intenso como acelerado, de menguante está pasando a ser menguada. Es muy doloroso ver cómo la política pretende no quedar sometida a las leyes. Cómo se apela a la “voluntad popular” por encima del Estado de Derecho. O, en definitiva, cómo ideas autocráticas intentan imponerse por encima de los principios y los valores que identifican a nuestro sistema constitucional.
Ojalá que esas tendencias no triunfen y puedan recuperarse la concordia, el consenso y el espíritu de compromiso con la libertad que sirvieron de base a nuestra Transición política y a nuestra Constitución, cuyo texto, aunque mejorable, sigue sirviendo para organizar democrática y pacíficamente nuestra convivencia. Porque los problemas políticos actuales no provienen tanto de ese texto como de su inaplicación o falseamiento. Es decir, de una continuada deslealtad a la Constitución, cuya última muestra queda bien reflejada en algunas reacciones constitucionalmente inadmisibles frente a la condena al fiscal general del Estado aprobada por el supremo tribunal de nuestra jurisdicción ordinaria.
Esa condena, una vez que la sentencia se dicte y se haga pública, habrá de acatarse, como exige el Estado de Derecho, que facilita, además, que pueda recurrirse por las vías procesales oportunas. En tal sentido es claro que la sentencia podrá, jurídicamente, criticarse, pero lo que ese Estado de Derecho no permite es que, políticamente, pueda denigrarse y menos aún por quienes, en razón de su cargo, tienen la obligación de respetar la forma de Estado que la Constitución ha establecido.



















