‘GOODBYE’, SR. FISCAL
En 1872 el jurisconsulto alemán R. Von Ihering publicó un opúsculo titulado Der Kampf um das Recht. Conservo la edición en español La lucha por el Derecho, de 1910, publicada por la editorial argentina Tor, cuya traducción del alemán la realizó el insigne jurista Adolfo Posada y que contiene un prólogo del famoso novelista Leopoldo Alas (Clarín), autor de La Regenta (1884-1885).
Ihering, autor de lectura obligada para la formación de juristas, afirmaba que “en tanto que el Derecho tenga que estar preparado contra el ataque por parte de la injusticia, no le será ahorrada su lucha”. Con ello destacaba la fuerza del Derecho contra la injusticia y la necesidad que tenemos los juristas de luchar por el Derecho. Es decir, de luchar por la Justicia.
En un Estado de Derecho, como el nuestro, la Justicia institucionalizada es competencia del poder judicial, que, junto con el poder legislativo y el poder ejecutivo, conforma su arquitectura constitucional. En principio, al poder legislativo le corresponde la elaboración de las leyes que en las democracias responden a la voluntad general. Al poder ejecutivo, el gobierno que conlleva la ejecución de esas leyes, siempre bajo el principio de la protección del interés general. Y al poder judicial, a través de la jurisdicción, juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
La teoría es clara, si bien en la práctica se ha destacado que la esencia de las democracias nace de un mutuo control de los poderes del Estado, dado que todo poder debe tener sus contrapesos para que este no devenga en absoluto. Es decir, todos los poderes del Estado están sujetos al imperio de la ley y del Derecho.
El mutuo control de los poderes del Estado debe encuadrarse en el mutuo respeto de las competencias legales de cada uno de estos poderes. Por ello, la acción del legislativo y del ejecutivo está sometida, cuando es cuestionada, al poder judicial. Este tiene reservada la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado con arreglo a las leyes. La acción del poder judicial tampoco es absoluta, porque el mismo se ve fiscalizado a través de los medios de impugnación establecidos por las leyes.
En este contexto, la condena por parte de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de don Álvaro García Ortiz a dos años de inhabilitación especial del cargo de fiscal general del Estado, además de otros pronunciamientos condenatorios, del que por ahora sólo conocemos el fallo -por lo que es temerario comentar una sentencia ignota-, es sólo un ejercicio de la potestad jurisdiccional en el normal funcionamiento de nuestro Estado de Derecho.
Desde esa perspectiva, como el ejercicio del poder legislativo o del ejecutivo, sus frutos podrán ser compartidos o no, pero siempre desde el respeto y por los cauces legales. Es decir, desde la paz civil.
La condena penal de don Álvaro García Ortiz se suma a las condenas también del Tribunal Supremo que ha cosechado en el ámbito contencioso-administrativo, y a la declaración de inidoneidad para ocupar el cargo del fiscal general del Estado que obtuvo del Consejo General del Poder Judicial en su segundo mandato y que fue desoída por el Gobierno al nombrarle. También a las descalificaciones que la Sala Segunda del Supremo ha hecho a las conclusiones de algunas de sus circulares; en especial, a la que salía al rescate del Gobierno con una interpretación de la ley del sí es sí abiertamente ilegal.
Estas circunstancias han puesto el foco en el perfil personal de este fiscal de carrera, que perderá su condición de fiscal con motivo de su condena penal, cuando sea firme la sentencia condenatoria del Supremo.
Leo en la prensa que era un vulgar lacayo del presidente del Gobierno, con quien tenía una lealtad perruna, además de otros descalificativos personales en los que no entraré por respeto.
Ese respeto que quizás él se perdió a sí mismo cuando no cejó en su empeño de seguir promoviéndose para el cargo de fiscal general a pesar de ser considerado inidóneo por el órgano de gobierno de los jueces. O cuando no dimitió al ser condenado por el Tribunal Supremo en el ámbito contencioso-administrativo por desviación de poder al favorecer a su benefactora tomando la Fiscalía General del Estado como si fuera un cortijo suyo y de ella. O cuando fue descalificado por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en las conclusiones de una de sus circulares sobre la ley del sí es sí. O, finalmente, cuando esa misma Sala le abrió procedimiento penal por el delito de revelación de secretos o datos reservados.
Así las cosas, ya antes de su segundo mandato y en el tiempo en que se ha mantenido en él, donde además de lo indicado ha tenido omisiones reveladoras de su poco sentido del deber al que como fiscal general del Estado estaba obligado, no resulta extraño que cierta opinión pública crítica se haya preguntado si era o no digno de su cargo, concluyendo que no lo era.
Como he indicado al inicio de este artículo Leopoldo Alas (Clarín) hizo el prólogo de la traducción española del libro de Ihering La lucha por el Derecho. La novela más famosa de Clarín fue La Regenta. Esta obra narra la historia de Ana Ozores, una joven y bella mujer atrapada en un matrimonio sin amor con el regente de la ciudad de Vetusta, un hombre mayor y severo. A pesar de su aparente respetabilidad, Ana sufre una intensa agitación emocional y espiritual, luchando con sus deseos y una creciente sensación de aislamiento. Se convierte en el objeto de deseo de dos hombres: el carismático y moralmente ambiguo Don Álvaro, y el devoto pero reprimido sacerdote Fermín de Pas. Atrapada entre estas influencias conflictivas, la convulsión interna de Ana se intensifica, llevándola a una crisis de fe e identidad. La novela explora temas como la presión social, la represión, la hipocresía y las tensiones entre los deseos personales y las expectativas públicas, ofreciendo una aguda crítica del tejido moral y religioso de la sociedad española.
Pues bien, si los amables lectores cambian a la protagonista de la novela, Ana Ozores, por el valor de la Justicia, siendo que en pleno siglo XXI somos tan atávicos como en el siglo XIX, quizás Don Álvaro sea don Álvaro y sigamos viviendo en esa perversión moral que, en definitiva, supone la falta de respeto a la decisiones judiciales. Porque, como decía Aristóteles, la más excelente de todas las virtudes es la justicia.
En 1939 Christopher Isherwood publicó la novela Goodbye Berlín, ambientada en los últimos días de la República de Weimar. El autor, durante su estancia en Alemania, fue testigo del rápido desmoronamiento político y social del país. Presenció la extrema pobreza, el desempleo, las manifestaciones políticas y los combates callejeros entre las fuerzas de extrema izquierda y extrema derecha, así como la emergencia del nazismo.
Si nos tenemos que despedir de alguien sólo hagámoslo respetuosamente del Sr. Fiscal y no de nuestra sufrida España. Goodbye, Sr. Fiscal.



















