EL FISCAL, ¿MÁRTIR DE LA VERDAD?
El Tribunal Supremo ha condenado al fiscal general del Estado en un proceso judicial en el que se han visto las costuras de nuestra democracia. Por ello, sin entrar a hacer ningún juicio sobre el acierto o desafuero de una sentencia que no conocemos, quisiera aprovechar para desbrozar algunos elementos que han intoxicado el debate público.
Seguramente la intoxicación más relevante es la de quienes han presentado este proceso como un juicio a la verdad. En absoluto. Aquí lo que se ha juzgado es la revelación por parte de una autoridad pública de información confidencial de un ciudadano. Penalmente, la motivación de quien delinque no es relevante, no nos importa si es un Robin Hood o un miserable; lo importante a efectos penales es la conducta llevada a cabo.
En segundo lugar, tampoco es cierto que el proceso judicial haya sido un ataque a periodistas. Los periodistas han sido libres a la hora de decidir si querían preservar la confidencialidad de las fuentes y no se ha cuestionado la licitud de sus publicaciones. Lo único es que, por lo que parece, el tribunal no ha dado credibilidad a sus testimonios exoneratorios. Cuando conozcamos la sentencia podremos valorar las razones del tribunal para no haberlo hecho. La Fiscalía, como institución, tampoco ha sido cuestionada en este proceso judicial, por mucho que el mismo haya permitido ver su trastienda, confirmando la existencia de vínculos políticos en su cúpula y la normalidad de las filtraciones, una lacra de nuestro sistema judicial.
Asimismo, resulta temerario sostener que se ha condenado a nadie sin pruebas cuando no conocemos la sentencia, ya que es ahí donde podremos ver la argumentación del tribunal. Además, si se hubiera vulnerado algún derecho fundamental, cabe recurso ante el Constitucional y en Estrasburgo.
Ahora bien, ayuda poco a la serenidad del debate público que se adelante un fallo sin conocer la sentencia. Y es cierto que en este caso la imparcialidad del tribunal se ha visto cuestionada por dos factores. El primero, responsabilidad de los propios magistrados, es su incapacidad a la hora de haber resuelto este asunto de manera lo más consensuada posible. El segundo factor que ha empañado la imagen de imparcialidad es que sobre este proceso ha planeado la sombra -quizá falsa o intencionadamente proyectada por terceros- de que en el Supremo le tenían unas especiales ganas a este fiscal general, el cual había acumulado indudables deméritos. Pero sus deméritos como fiscal general no deberían influir en el objeto juzgado en sede penal. Por el bien de nuestras instituciones esperemos que la sentencia ofrezca una motivación razonable y bien razonada que permita despejar esta sombra.
Más allá de estas precisiones, creo que cualquier demócrata debería compartir algunas cuestiones. La primera, el rechazo a que instituciones que deberían disfrutar de autonomía (diría más, de independencia) sean manejadas partidistamente, como se ha visto con la Fiscalía General o, en su día, con la “policía patriótica” de Rajoy. Además, cabe señalar de nuevo lo contraproducente que resulta que en asuntos sensibles políticamente los tribunales se dividan alineados -y alienados- por bloques ideológicos. Lo cual debe llevarnos a cuestionar el sistema de nombramientos de la cúpula judicial.
Adicionalmente, deberíamos estar de acuerdo en que es necesario que aquellos que ostentan responsabilidades públicas sean comedidos en sus declaraciones y no intoxiquen los debates. E, igualmente, sin perjuicio de la presunción de inocencia, deberíamos convenir que cuando se abren procesos penales a una autoridad pública, llega un momento (como muy tarde, con la apertura del juicio oral) en el que es necesario que dimita.
Para terminar, un llamamiento a que nuestros jueces y magistrados reflexionen íntimamente sobre su posición institucional, como garantes del imperio de la ley, para lo cual han de preservar su independencia e imparcialidad; no sólo ante injerencias externas, sino como una regla de conducta interna. Porque los vientos del populismo iliberal que erosionan nuestro Estado de Derecho han hecho que el Poder Judicial cobre un exceso de protagonismo, lo que exige mucha prudencia en el cómo deciden y también en el cómo se manifiestan públicamente. No dejarse llevar por cantos de sirena para verse como paladines.



















