Diario del Derecho. Edición de 27/10/2025
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Felipe VI, el Rey de todos; por Manuel Pizarro Moreno, académico de número de la Real de Jurisprudencia y Legislación de España

27/10/2025
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El día 27 de octubre de 2026 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Manuel Pizarro Moreno en el cual el autor opina sobre el papel de las monarquías parlamentarias contemporáneas.

FELIPE VI, EL REY DE TODOS

Vivimos tiempos crispados y broncos, de una acusada radicalización, no solo ideológica sino también en las formas y maneras de relacionarnos. Lo vemos a diario en el Congreso de los Diputados pero también en los medios de comunicación y en las redes sociales. Lamentablemente, la ilógica de bloques ha contaminado la vida política y los ambientes más dispares. La polarización señala a las personas y les asigna etiquetas colocándolas injustamente en el lado “bueno” o “malo”, “correcto” o “incorrecto” de la Historia. Hasta los jueces reciben la impúdica calificación de “progresistas” o “conservadores” para tratar de condicionar su trabajo e influir en sus decisiones. En este contexto, es entendible que algunos se pregunten qué papel juega el Rey.

Una pregunta, la del papel de las monarquías parlamentarias contemporáneas en los distintos ordenamientos jurídicos, que se han planteado escritores, filósofos, juristas y politólogos a lo largo de la historia en innumerables ocasiones, y sobre la que se han escrito ríos de tinta. ¿Qué significan las funciones constitucionales atribuidas a reyes y reinas? ¿Qué alcance tienen? Las conclusiones son distintas, con opiniones para todos los gustos, pero hay algo en lo que casi todos ellos coinciden: lo que caracteriza políticamente la función regia en cualquiera de las monarquías existentes hoy en Europa es su “eficacia integradora”, expresión acuñada por el filósofo del Derecho Rudolf Smend (1882-1975), que sigue plenamente vigente.

Tal y como advirtió el gran teórico alemán, si hubiésemos de resumir en una sola noción el cometido que siguen ejerciendo los reyes en nuestros días es el de ser un poderoso y valioso elemento de unión y encuentro ante las diferentes opciones ideológicas, favorecedor de la síntesis social entre los individuos y la comunidad en la que viven.

Esta “eficacia integradora” es particularmente necesaria en las sociedades complejas de nuestro tiempo, cuya racionalidad administrativa resulta muchas veces ajena a los ciudadanos, que necesitan “sentir” unas emociones y unos vínculos de pertenencia a través de símbolos que proyectan el contenido axiológico del Estado, esto es, sus valores, y hacen más sencillo y comprensible su conocimiento.

Y España no es una excepción. Preguntarse qué papel desempeña el Rey en estos tiempos de crispación y polarización, significa preguntarse en qué se traduce la definición que de su figura hace la Constitución, como “símbolo de la unidad y permanencia del Estado”. Una premisa básica sobre la que descansan el resto de sus funciones, entre ellas, la importantísima de moderar el funcionamiento regular de las instituciones.

Moderar, sin tomar partido, sin decantarse, en uno u otro sentido, en aquellos asuntos polémicos que escinden en dos bloques antagónicos a los españoles. Moderar sin manifestar simpatías por una facción o un bando concretos, ni intervenir en disputas de marcado cariz electoralista, ni en los conflictos ordinarios de la gestión de las instituciones. Moderar manteniendo un prudente distanciamiento del debate político diario, una neutralidad frente a toda confrontación partidista y electoral. Esa distancia es lo que, precisamente, le permite ejercer la elevada misión que los constituyentes le han confiado.

Estos límites, necesarios, no desnaturalizan su función. El Rey no es un poder constitucional autónomo; depende del refrendo ministerial para la validez de sus actos y sus funciones son, como ya hemos dicho, esencialmente “simbólicas”. Pero ese simbolismo, no le resta peso ni eficacia en esa labor conciliadora e integradora que acomete con su trabajo diario, antes, al contrario.

El Rey proyecta ese contenido axiológico del Estado en cada una de las actividades que realiza. Acoge y se aproxima a las distintas sensibilidades sociales en cada encuentro, acto, viaje o representación institucional, transmitiendo la utilidad de su papel y favoreciendo el acercamiento. También en la alta representación del Estado en las relaciones internacionales, el mando supremo de las Fuerzas Armadas y el alto patronazgo de la Reales Academias (“las armas y las letras” en lenguaje cervantino) o cuando la justicia se administra en su nombre.

Su figura brinda una estabilidad crucial. Los gobiernos cambian, las mayorías se alternan en los parlamentos, pero la Corona está siempre ahí, como eje de la continuidad del Estado, como centro neurálgico de derechos, deberes y lealtades, ejerciendo su delicada función lenitiva y conciliadora sobre las demás instituciones.

Como dejó escrito con enorme acierto el pensador inglés Harold Laski (18931950), “la justificación de la Monarquía es su facultad para actuar como influencia curativa, para impedir que su prestigio sea utilizado por hombres que lo convertirían en un instrumento de partido, más que en un instrumento del servicio al país”.

Es clave de bóveda de la arquitectura constitucional y órgano determinante para que puedan mantenerse en equilibrio y armonía los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial. Encarna en su persona, en el desarrollo de su función, los supremos valores -”la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”- que, junto a la definición de la “Monarquía parlamentaria” como forma política del Estado, comparten la norma de apertura constitucional, que es el artículo 1 de la misma Constitución de 1978.

Estabilidad, equilibrio y armonía necesarios para que la clase política en general y el resto de los ciudadanos en particular puedan resolver los problemas de convivencia, siendo receptivos a los continuos llamamientos al entendimiento y la concordia del Rey. Orillando personalismos y partidismos estériles y manteniendo, dentro de las comprensibles discrepancias y distintos puntos de vista, la cortesía y lealtad debidas a España y a los españoles. Solo de este modo lograremos superar juntos el deterioro institucional que padecemos y podremos afrontar el futuro con entereza y optimismo.

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