SIN ABOGADOS NO HAY JUSTICIA
En tiempos convulsos como los actuales, cuando los pilares del Estado constitucional se tambalean ante el empuje de populismos, el desprestigio institucional y la banalización de la política, resulta imperativo recordar un principio y hecho deseables que parecen olvidados: sin abogados no hay justicia. Esta afirmación, que puede parecer una consigna gremial o una proclama corporativa, encierra en realidad una verdad esencial para el sostenimiento de la dignidad humana, la libertad y la democracia.
La función del abogado es una de las más nobles que puede desempeñarse en cualquier sociedad y más en una sociedad democrática. En palabras de Calamandrei: “En cualquier forma de Estado, existe el fenómeno jurídico y la función, no política, sino científica, que en toda organización estatal corresponde al jurista”. Aunque a diario sea un operador del derecho a ras de tierra, el abogado no es un mero tramitador de documentos, ni un intérprete frío de códigos. Es la voz de quien no tiene voz ante una necesidad o un conflicto que requiere de conocimientos jurídicos. Representa y defiende los intereses legítimos de las personas. Es un intermediario entre el ciudadano y el poder, entre el individuo y el Estado. Actúa como vigilante de sus excesos y contrapeso ante su arbitrariedad y es demiurgo de la paz social. Su tarea no se limita al pleito; es consultor, mediador, educador cívico. Y es un agente indispensable de la Justicia.
La existencia de una abogacía libre, independiente y deontológicamente sólida es tan fundamental para el Estado constitucional como lo son los jueces independientes e imparciales o los legisladores razonables y responsables. Donde el abogado es perseguido, amordazado o despreciado, la Justicia no es más que una ficción retórica. En el caso de España, la Justicia no es solo una finalidad, sino una categoría estructural de nuestro Estado social y democrático de derecho, según el artículo 1.1 de la Constitución. Pero este ideal no se alcanza naturalmente o por generación espontánea. Requiere instituciones independientes, procedimientos garantistas y profesionales comprometidos con su servicio. Entre ellos, se encuentra, de manera esencial, el abogado.
El sistema de Justicia no se sostiene únicamente sobre la piedra angular de la independencia judicial. Esto no basta si no se puede ejercer una defensa técnica frente a los poderes públicos o ante otro particular. Y ello exige la figura del abogado, que transforma la necesidad del ciudadano en argumento jurídico. La queja, en acción. La incertidumbre, en garantía. La imparcialidad del juez presupone la existencia de partes que comparecen en condiciones de igualdad procesal, asistidas por profesionales del derecho que los asesoran eficazmente. Si no es así, el juicio se convierte en una ficción formal vacía de contenido. Por esto, el artículo 24 de la Constitución consagra como derecho fundamental la defensa y la asistencia letrada dentro de la tutela judicial efectiva.
Aunque ejercida en régimen privado, la abogacía cumple una función pública. Hacer posible el acceso a la Justicia y, con él, la efectividad de los derechos. Es una institución de garantía del sistema constitucional, indispensable para que el derecho no se reduzca a un discurso normativo inoperante. Además, la presencia de abogados y juristas de reconocida competencia en órganos constitucionales, jurisdiccionales y consultivos del Estado es una exigencia democrática de primer orden. En un sistema institucional donde predominan perfiles de carácter funcionarial, el abogado aporta una visión distinta, más próxima al derecho aplicado, al caso concreto, al conflicto real. Su presencia pluraliza los criterios, enriquece la interpretación jurídica y actúa como contrapeso saludable frente a la uniformidad doctrinal.
A pesar de su trascendencia constitucional, la abogacía no goza del reconocimiento que merece. Por el contrario, se ve con frecuencia sometida a una crítica fácil y generalizadora, cuando no a una banalización de su ejercicio. Desde algunos sectores se presenta al abogado como un actor que complica, retrasa o distorsiona los procesos. Esta visión no solo es injusta; es incompatible con un verdadero Estado de derecho. No es casual que las dictaduras comiencen siempre por silenciar a los abogados. Porque la primera garantía del ciudadano frente a la arbitrariedad es su abogado. Donde se menosprecia su papel, la Justicia se convierte en una construcción formalista al servicio del poder. Donde se respeta su función, se refuerza el sistema democrático, se protege la dignidad de la persona y se asegura la igualdad real ante la ley.
El ejercicio de la abogacía afronta desafíos crecientes. La digitalización de la Justicia, la expansión de la inteligencia artificial, la complejidad normativa y los nuevos conflictos jurídicos exigen una preparación rigurosa y una actualización constante. Pero ninguna tecnología podrá sustituir el juicio prudente, la responsabilidad ética ni la deliberación jurídica consciente, propias de un abogado formado, libre e íntegro. Lejos de ser una figura superada, el abogado es más necesario que nunca. No solo para litigar, sino para participar activamente en los debates jurídicos de nuestro tiempo, desde los derechos digitales hasta la protección de datos, desde la transparencia pública hasta la libertad de expresión, desde la sostenibilidad hasta la responsabilidad corporativa. El Estado social y democrático de derecho necesita abogados no solo en los tribunales, sino también en las aulas, en los consejos, en los foros y en las instituciones.
Ciertamente, la abogacía no puede exigir respeto si no se exige a sí misma los más altos estándares de ejemplaridad. La confianza social en la Justicia depende también del comportamiento profesional del abogado. De su rigor técnico, de su integridad personal, de su respeto a la deontología y de su compromiso con el cliente y con el sistema. La defensa del abogado y su papel esencial no puede ser solo corporativa; debe ser constitucional. Y su ejercicio, más que un privilegio, es una responsabilidad cívica. Cada actuación, cada escrito, no es solo la defensa de un interés particular; es un acto de afirmación del Estado de derecho y del orden constitucional que nos hemos dado.
España, como Estado social y democrático de derecho, no puede permitirse prescindir ni de jueces independientes ni de abogados libres, competentes y respetados. La imparcialidad judicial necesita de la defensa técnica. Y la defensa técnica exige condiciones materiales, reconocimiento institucional y respaldo social. Sin abogados, no hay defensa. Sin defensa, no hay proceso justo. Sin proceso justo, no hay justicia. Y, sin justicia, no hay democracia. La Constitución nos obliga a proteger ese equilibrio. No solo para garantizar el acceso a la Justicia, sino para mantener viva su justificación. La de que el derecho sea un instrumento de libertad, igualdad y dignidad para todos.