AHORA QUE LA AMNISTÍA ES CONSTITUCIONAL
Ahora que el Tribunal Constitucional ha validado la amnistía, al jurista que suscribe no le queda sino mirar hacia adelante. Atrás quedan las expresiones de incredulidad e inquietud ante lo que en los medios se presentaba como texto de la ponencia previa a la deliberación y fallo. La sentencia, es cierto, ha evidenciado que mi inquietud, no así mi incredulidad, poseían fundamento, pero lo relevante ahora es que nuestro juez constitucional ha dejado dicho, en única y definitiva instancia, que aquella ley de amnistía, aparte de unos muy puntuales extremos, es constitucionalmente adecuada. Y no sobra añadir que pecaría de temeraria la pretensión por parte de cualquier poder del Estado de poner en cuestión a partir del Derecho interno lo declarado por el tribunal.
Pendiente queda mirar hacia adelante. Pues ni la Constitución ni la misma justicia constitucional han salido sin rasguños del trance. En lo que sigue dejaré de lado los sufridos por la Constitución, no porque me parezcan nimios, sino porque ya han sido competentemente señalados. Opto en su lugar por centrar la atención en los sufridos por la propia justicia constitucional patria. Lo avanzaré sin rodeos: nuestro Tribunal Constitucional ha perdido en esta ocasión una inmejorable oportunidad de hacer valer que, como tal institución, mantiene su razón de ser.
Gertrude Lübbe-Wolff, una figura señera de la justicia constitucional alemana, ha dado a la luz un ingente trabajo bajo el epígrafe Culturas de la deliberación (Beratungskulturen, disponible en abierto). El largo subtítulo da cuenta de la razón de ser del empeño: en castellano, “cómo trabajan los tribunales constitucionales y de qué depende que integren o polaricen”. El mensaje es evidente. Lo que singulariza a estos órganos es, esencialmente, su capacidad y su voluntad de deliberar, tanto una cosa como la otra. Por así decirlo, la deliberación está en el ADN del juez constitucional. Y en función de cómo acierten en llevar a cabo esa dimensión de su oficio, los tribunales constitucionales contribuirán a la integración o a la polarización de la comunidad política: desde luego, siempre sin merma de la claridad y coherencia de la sentencia.
Por “deliberación” hay que entender aquí el momento crucial de intenso y si es preciso prolongado diálogo entre los integrantes de la institución en el tratamiento de un litigio constitucional. A mayor complejidad del asunto, mayor urgencia adquiere la garantía de la suficiencia de esta etapa en el proceso de alumbramiento de la sentencia. Por su parte, la “integración”, entendida aquí como factor de cimentación de la comunidad política en torno a su Constitución, es un objetivo ciertamente cargado de ambición, por lo que en nuestras circunstancias ya será mucho si la justicia constitucional evita erigirse ella misma en un factor adicional de “polarización”, categoría esta última en la que no hace falta detenerse.
Lo que lamentablemente parece haber ocurrido en el caso que nos ocupa es un ejemplo de libro del referido efecto aditivo, seguramente involuntario, de polarización. Todo apunta, en el origen, a un trabajo competente por parte del grupo de letrados y letradas del Tribunal en esta ocasión singularmente adscritos a la tarea, siempre en el contexto de las oportunas orientaciones recibidas. Pero una vez culminado ese trabajo, y distribuida la ponencia, se suponía llegado el momento de la implicación de la decena (esta vez) de integrantes del pleno del tribunal. En definitiva, tocaba deliberar con toda la amplitud que el caso requería a partir de lo que no pasaba de ser una opinión sobre diez. Es aquí donde honestamente pienso que el tribunal ha fallado de manera ostensible.
En este sentido conviene retener dos datos: a) el recurso de inconstitucionalidad, tal como aparece resumido en los antecedentes de la sentencia, evidencia la extraordinaria envergadura del asunto, coherentemente puesta de manifiesto en las 150 densas páginas de fundamentos jurídicos; b) este asunto había polarizado a nuestra sociedad a unos niveles raramente conocidos. La suma de estos dos factores ofrecía una circunstancia única para hacer valer que el título que nuestra Constitución dedica al Tribunal Constitucional sencillamente continuaba teniendo sentido: no solo por la competencia del juez constitucional para encarar en grupo los complejos problemas esta vez implicados, sino por su capacidad de integrar en toda la medida de lo posible las diferentes perspectivas legítimamente presentes en el pleno, por encontradas que inicialmente parecieran. Pues ambas capacidades se veían en esta ocasión eminentemente puestas a prueba.
En cambio, y lamentando mucho decirlo, la sentencia ha optado en su consecuencia por polarizar a base de no deliberar. Desde que en el arranque del pasado junio el texto de la ponencia llegó anómalamente a los medios, en paralelo con su distribución interna se generalizó la opinión de que “esa” era ya la sentencia, dándose la consiguiente relevancia a la noticia. Se fijó, por lo que se sabe, un calendario poco menos que inapelable de deliberación y fallo sin correspondencia alguna con la complejidad técnica del asunto y con el reto de explorar puntos de encuentro. Poco extrañaría que el par de semanas disponibles hasta dicha deliberación y fallo hubiera sido empleado, en hipótesis, por los ya discrepantes en la puesta en pie de unos previsibles votos, tan extensos en algún caso como los fundamentos jurídicos de la sentencia. ¿Hubo ocasión de exponer a suficiencia en el pleno del Tribunal las respectivas posiciones antes de concluir en voto discrepante en caso de derrota? No lo parece, a juzgar por el ritmo de deliberación seguido.
Pero, cabría preguntarse, ¿es que no había modo de que las cosas hubieran ocurrido de manera diferente? La realidad es que cualquier intento de aproximación de enfoques hubiera requerido una deliberación sin fecha de caducidad, que adicionalmente diera a tiempo a la ponente para reflexionar sobre las numerosas sugerencias que sin duda habría recibido, antes de regresar al pleno con un segundo o tercer texto. Basta imaginar el trabajo y el tiempo que hubiera requerido poner en pie un esquema de sentencia que, por ejemplo, concluyera en una declaración de inconstitucionalidad de la ley excepcionalmente no seguida de su nulidad: como por lo demás la propia sentencia hace en un momento muy secundario. Pero, sin duda, vivo fuera de la realidad.
Por desgracia, todo parece indicar que se había alcanzado un punto en el que nadie en el tribunal conservaba esperanza o confianza alguna en la deliberación. Al final se obtiene la sensación de que en el interior de nuestra justicia constitucional está hoy ausente algo tan elemental como el reconocimiento del otro, si se quiere, la capacidad de ver en el otro un interlocutor válido. Sería injusto no asumir que este lamentable estado de cosas arranca de atrás, pero mucho me temo que este episodio se vea en el futuro como epítome de esta infausta evolución. En suma, el cuadro resultante ha sido el de una justicia constitucional en cuyo seno no se delibera. Con el efecto de aparecer como una instancia de mera traslación del conflicto a una instancia adicional carente de efectivo valor añadido para el desarrollo de nuestra vida pública. Lo peor que le puede pasar.