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En el laberinto de la corrupción; por Ana Carmona, catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla

18/07/2025
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El día 18 de julio de 2025 se ha publicado, en el diario El País, un artículo de Ana Carmona en el cual la autora considera que las instituciones europeas nos recuerdan una y otra vez que nuestro Estado de derecho tiene un flanco débil.

EN EL LABERINTO DE LA CORRUPCIÓN

Estado de derecho y democracia son dos ejes indisolublemente unidos, caras de una misma moneda. Consecuentemente, resulta imprescindible que el Estado cuente con mecanismos eficaces llamados a garantizar que el ejercicio del poder no se produzca al margen de su marco normativo o en contra de sus postulados. Se trata no solo de que jueces independientes y únicamente sometidos al imperio de la ley persigan y castiguen la corrupción, esto es, la desviación o los abusos de poder en que puedan incurrir los responsables públicos. Junto a ello se requieren actuaciones preventivas que impidan estas prácticas, lo que exige implantar un marco regulador que sitúe en primer término las exigencias de integridad y transparencia, así como la rendición de cuentas desde el ámbito institucional hacia la ciudadanía.

Este planteamiento frente a la corrupción, completado con el recurso a otros indicadores (entre estos, el respeto de la libertad y el pluralismo de los medios de comunicación), es empleado por distintas instancias supranacionales para diagnosticar el estado de salud del Estado de derecho de los países sometidos a verificación. Es el caso de los informes anuales de la Comisión Europea en relación con sus Estados miembros y también el de los emitidos en sus rondas periódicas de evaluación por parte del Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco) del Consejo de Europa. La atención a ese contexto supranacional, así como a los estándares allí establecidos, se muestran como referentes imprescindibles para obtener una imagen clara sobre la situación en la que se encuentra la lucha contra la corrupción en España y, por ende, nuestro Estado de derecho. Así lo confirma la mención explícita a los mismos que encabeza la batería de medidas presentada ante el Congreso de los Diputados por Pedro Sánchez en respuesta al tsunami político e institucional derivado de la imputación de Santos Cerdán como presunto autor, entre otros, del delito de cohecho. Y que también se podría aplicar a la recentísima imputación de Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda con José María Aznar y Mariano Rajoy.

A modo de premisa, es preciso señalar que el reciente informe de la Comisión sobre el Estado de derecho en España (previo a los casos Cerdán y Montoro) dibuja un panorama muy negativo en relación con nuestro sector público. Tomando como referencia los últimos Eurobarómetros sobre corrupción, se constatan unos índices de percepción de la misma muy elevados, tanto por la ciudadanía (el 89% frente al 69% de media en la UE) como por las empresas (el 87% y el 63%, respectivamente). Entre estas últimas, un 40% (frente al 25% europeo) considera que el factor determinante que les ha impedido acceder a contratos públicos en las correspondientes licitaciones ha sido la corrupción. Como contrapeso a tal situación, la Comisión pone en valor el alto grado de independencia (61%) con que estas perciben la actuación del máximo órgano competente en la materia (el Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales).

A partir de ahí, el análisis sobre los específicos mecanismos de respuesta de nuestro ordenamiento recibe una valoración desigual, combinando luces y sombras. No dejan de reconocerse avances significativos: es el caso, entre otros, del desarrollo de la Estrategia Nacional Antifraude, que se halla en una fase avanzada; la iniciativa para reducir los tiempos de tramitación de los procedimientos que persiguen delitos de corrupción de alto nivel, así como para ampliar los plazos de prescripción de los delitos de cohecho y malversación, entre otros; o el reciente nombramiento del director de la Agencia de Protección del Informante.

En el lado opuesto, sin embargo, son todavía muchas y muy importantes las asignaturas pendientes. Para empezar, no basta con luchar contra el fraude, echándose en falta la definición de una estrategia para combatir la corrupción que establezca un plan unificado de actuación a nivel nacional. Muy al contrario, desde Europa se percibe un contexto de acusada fragmentación, lo que dificulta el desarrollo de respuestas idóneas y eficaces. En esta línea, el anunciado plan estatal de lucha contra la corrupción pretende “la racionalización del ecosistema público” en este ámbito, en el que coexisten diversas instancias tanto estatales como autonómicas. Con tal finalidad se opta por crear una nueva entidad -la Agencia Independiente de Integridad Pública- que se superpondrá a las demás, estando llamada a aunar competencias y a establecer relaciones de coordinación en el desarrollo de planes de prevención, supervisión y planificación de la lucha contra la corrupción. Esta decisión resulta muy llamativa, teniendo en cuenta que el logro de tales aspiraciones requiere una ambiciosa reforma legislativa orientada a neutralizar el riesgo evidente de solapamiento y duplicación de competencias.

Unas autoridades que, en opinión tanto de la Comisión como del Greco, no siempre cumplen plenamente con las funciones que justifican su razón de ser y que, por lo tanto, deberían ser reforzadas. Es el caso del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, competente para emitir recomendaciones de naturaleza vinculante, pero que, sorprendentemente, no cuenta con mecanismos para garantizar su efectividad. En tales circunstancias, la eficacia de su labor experimenta una merma indiscutible. En una situación no plenamente satisfactoria se encuentra también la Oficina de Conflictos de Intereses. Aunque se valora positivamente que el proyecto de ley sobre transparencia e integridad de las actividades de los grupos de interés, actualmente en tramitación parlamentaria, prevea un aumento de sus atribuciones, se subraya la necesidad de robustecer su potestad sancionadora frente a la Administración. Asimismo, se insiste en que esta Oficina deje de estar integrada en la estructura del Gobierno.

La percepción del estado en que se encuentran la integridad y la transparencia en el ámbito político tampoco resulta especialmente halagüeña. Las instancias europeas coinciden en señalar el escaso nivel de rendición de cuentas predominante entre nuestros parlamentarios que, con carácter general, no informan sobre las reuniones mantenidas con grupos de interés. Esa opacidad en un tema tan sensible debería ser objeto de atención preferente, implantándose la exigencia de publicidad y acompañándose de la correspondiente sanción en caso de inobservancia. El plan del Gobierno, por su parte, se limita a contemplar la realización obligatoria de cursos de formación para la difusión de buenas prácticas.

Dada su relación directa con la corrupción en España, la selección de los altos cargos de la Administración se erige como otro elemento necesitado de mejora. La fórmula idónea es clara: priorizar criterios profesionales, primando los méritos objetivos frente a las prácticas imperantes de la libre designación en las que el elemento clave es la adhesión política. La voracidad de todos los partidos a la hora de colonizar las instituciones públicas se hace especialmente visible en este esencial ámbito sin que se perciban señales de reforma.

A la luz del recorrido realizado, en línea con las instancias europeas, se desprende que nuestro Estado de derecho muestra un importante flanco de debilidad en materia de prevención y control de la corrupción, particularmente serio en lo que atañe a la eficacia de las autoridades independientes y al nombramiento de altos cargos administrativos. Reconociendo los avances que se han producido y los que quizás se produzcan, si es que se llevan a término los presentados por el Ejecutivo, lo cierto es que el balance final sigue mostrando un amplio y preocupante margen para la mejora.

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