CUMPLIR LA CONSTITUCIÓN NO ES PERDER EL TIEMPO
La Ley de Presupuestos Generales del Estado no es una ley más: es la norma más importante que aprueba el Parlamento cada año. En la misma, se contienen “la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal” (artículo 134.1 de la Constitución Española). De ahí su configuración como hoja de ruta fundamental que recoge el específico programa de acción política diseñado por el Gobierno para ser ejecutado durante su período de vigencia, el denominado “ejercicio presupuestario” (del 1 de enero al 31 de diciembre). La Constitución, consciente de la extraordinaria importancia que este instrumento normativo presenta en la práctica y teniendo en cuenta que corresponde al Ejecutivo la dirección política del Estado, atribuye en exclusiva a este la iniciativa para la elaboración del proyecto de ley de presupuestos. En dicho ámbito, pues, el inicial impulso regulador siempre parte de la esfera gubernamental, sin que las Cortes Generales puedan asumir en ningún caso tal facultad. De hecho, la intervención parlamentaria solo se activa una vez remitido el proyecto de Presupuestos por el Gobierno, correspondiéndoles las competencias relativas a su “discusión, enmienda y aprobación” (artículo 134.1 CE).
Para garantizar el cumplimiento del principio de anualidad que rige la vida de las leyes presupuestarias, la propia Constitución establece que el Ejecutivo tiene el deber de presentar el correspondiente proyecto “al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior” (artículo 134.3 CE). Dado que la vigencia de los presupuestos llega a su fin el 31 de diciembre del año en curso, es claro que el precepto constitucional sitúa el cumplimiento de la obligación prevista en el mes de septiembre. De esta manera, se introduce una exigencia orientada a garantizar que el 1 de enero del año siguiente entren en vigor los nuevos presupuestos, tras haber sido tramitados, discutidos y aprobados en sede parlamentaria. No obstante, como cláusula de salvaguarda para el supuesto de que el mecanismo temporal establecido falle, se introduce una previsión adicional según la cual se produce la prórroga automática “de los presupuestos del ejercicio anterior hasta la aprobación de los nuevos” (artículo 134.4 CE). De este modo, queda neutralizada la hipótesis de vacío presupuestario, garantizando que, hasta que no haya una nueva ley, las actuaciones desarrolladas por los poderes públicos estatales disponen de la necesaria base normativa.
Hasta aquí la sucinta exposición del marco constitucional que rige la materia presupuestaria en el nivel estatal y que, asimismo, ha sido asumida en sus líneas esenciales por las comunidades autónomas en las respectivas previsiones estatutarias. Las normas establecidas en ambas esferas de gobierno son claras y su interpretación deja un exiguo -prácticamente nulo- margen para la duda. Atendiendo a lo previsto, se desprende que los gobiernos están jurídicamente obligados a presentar el proyecto de ley de presupuestos ante la asamblea legislativa correspondiente, sin que puedan eludir tal deber. Porque su expresión máxima con la imposibilidad de aprobar las respectivas leyes de presupuestos. En tales circunstancias, ante la certidumbre asumida por el Gobierno de la nación de que su proyecto de presupuestos no conseguirá superar el examen del Congreso, se ha aducido la sonrojante pretensión de que sería una pérdida de tiempo presentarlos ante dicha Cámara. Así, vuelven a prorrogarse en 2025 los presupuestos de 2023.
La ausencia de mecanismos jurídicos que permitan superar esta situación de incumplimiento trae consigo que la prórroga presupuestaria, un mecanismo que en la Constitución se contempla como un remedio puntual de naturaleza extraordinaria y transitoria, experimente una significativa desvirtuación práctica, pasando a perfilarse como una solución “normalizada” en la presente legislatura. Esta situación, sin embargo, no resulta inédita en nuestra experiencia constitucional, puesto que existen precedentes de prórrogas presupuestarias consecutivas. Así sucedió con los presupuestos de 2018, cuya vigencia se prolongó hasta 2020. Igualmente, en Cataluña está en vigor la ley presupuestaria aprobada para 2023, sin que haya indicios que permitan vislumbrar unas nuevas cuentas públicas para dicha comunidad en 2025.
Que un Gobierno eluda de modo reiterado su deber de presentar los presupuestos por no contar con el necesario apoyo parlamentario o incluso, dando una nueva vuelta de tuerca al mecanismo jurídico establecido, que los retire de forma sobrevenida aduciendo tal razón, como en Baleares, tras constatar la presidenta Marga Prohens (PP) que sus socios de Vox no votarían a favor del mismo, supone una anomalía democrática. Este modo de proceder que parece estar imponiéndose en la actualidad contrasta abiertamente con la actitud mantenida en 1995 y 2019 por sendos gobiernos socialistas cuando, ante el rechazo cosechado en el Congreso por los respectivos proyectos de presupuestos presentados ante la Cámara, asumieron la pérdida de la imprescindible mayoría y, haciendo gala de un exquisito respeto de la Constitución, los entonces presidentes -Felipe González y Pedro Sánchez- procedieron a disolver las Cámaras y a convocar elecciones.
Entonces, como ahora, ante la imposibilidad de aprobar en sede parlamentaria las cuentas públicas definidas por un Ejecutivo, sea este central o autonómico, la solución no pasa por incumplir los mandatos constitucionales o estatutarios, sino por tenerlos muy presentes, procediendo en consecuencia. Y es que cumplir la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico nunca supone una pérdida de tiempo, antes bien, es una obligación insoslayable para los poderes públicos y los ciudadanos. si así lo hacen estarán incurriendo en un flagrante incumplimiento de lo dispuesto por la normativa de referencia. Alegar como motivo que justifica tal decisión que no se cuenta con mayoría suficiente en el Congreso (caso del actual Gobierno estatal) o en el correspondiente Parlamento autonómico (como sucede en Cataluña o Castilla y León) para sacarlos adelante no resulta aceptable, dado que la obligación establecida se configura sin excepción alguna y al margen de los concretos avatares políticos que rodean la vida de los Ejecutivos. Pretender que en tales circunstancias llevar el proyecto de ley de presupuestos ante el Parlamento supone “una pérdida de tiempo”, como recientemente se ha afirmado desde el Gobierno central, pone en evidencia una actitud profundamente desenfocada no solo del significado de la configuración constitucional de la atribución de la potestad presupuestaria a favor de la esfera gubernamental, sino también de los principios básicos que rigen el régimen parlamentario. Baste recordar que nuestra Constitución y los Estatutos de Autonomía sitúan en primer término la idea de que la existencia de una mayoría parlamentaria de apoyo al Ejecutivo es necesaria tanto en el momento de la investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno (legitimidad de origen) como a lo largo de su existencia, avalando las iniciativas propuestas por aquel (legitimidad de ejercicio). Implícitamente, se concluye que si ese vínculo imprescindible se quiebra y la inicial mayoría que sustentó al Ejecutivo desaparece, gobernar ya no es posible.
Este contexto de fondo, dominado por la evidencia de la precariedad de mayorías que apoyan a los Gobiernos, es el que concurre actualmente, salvo contadas excepciones, en nuestro país. Afecta al Ejecutivo estatal y a los de las comunidades autónomas de Cataluña, Castilla y León o Baleares. Todos los candidatos presentados lograron en la sesión de investidura el respaldo parlamentario para acceder a la Presidencia del Gobierno, pero dicho aval no ha logrado mantenerse con posterioridad, alcanzando