LOS JUECES NO SE ENTERAN DE QUIÉN HA GANADO LAS ELECCIONES
“Parece que los jueces no se han enterado de quién ha ganado las elecciones” es lo que, hace unos días, ha dicho públicamente una alta autoridad del poder ejecutivo de EEUU para denostar la anulación o suspensión por parte de determinados jueces federales de varias decisiones adoptadas por el nuevo presidente norteamericano. Esta frase retrata bien la concepción despótica del ejercicio del poder, que no solo pretende instalarse allí, sino que se está extendiendo a otros países que, al menos en la forma, se presentan como democracias constitucionales.
Esa grosera apelación a que los jueces deben actuar en consonancia con la mayoría política producida por las elecciones no debe causarnos sorpresa a los españoles, puesto que, salvando las diferencias entre un régimen presidencialista (el de EEUU) y uno parlamentario (el nuestro), en muchas ocasiones hemos oído o leído algo parecido dicho por algunos políticos (e incluso algunos ¡juristas!): que el Consejo General del Poder Judicial (órgano de gobierno de la magistratura y que por ello ha de ser tan independiente como ésta) y el Tribunal Constitucional (máximo tribunal en la aplicación e interpretación de nuestra Norma Fundamental) han de reflejar en su composición, y también en sus decisiones, la misma mayoría política que exista en las Cámaras.
La extrema gravedad de tales pronunciamientos resulta incuestionable, ya que impugnan de raíz la base más sólida del sistema constitucional democrático, que no es otra que el Estado de derecho. Esto es, la exigencia de que las instituciones políticas y, por supuesto, las mayorías que en cada momento se proyecten en la composición de las mismas han de estar sometidas a los límites que la Constitución impone, y por ello al control que, para dotar de eficacia a esa limitación, han de realizar unos órganos judiciales independientes. Si no fuera así, la democracia mudaría en despotismo, que no dejaría de serlo porque lo ejerciera la mayoría política surgida de las elecciones.
Hoy, las democracias constitucionales están asediadas por un peligro que puede destruirlas o tergiversarlas: el protagonizado por las corrientes populistas, que propugnan la prevalencia de la política sobre el Derecho, de la “voluntad popular” sobre la ley; y que, por ello, plantean que los jueces carecen de legitimidad para controlar los actos que adopten las instituciones políticas estatales surgidas de la representación democrática. O, en todo caso, que las actuaciones judiciales han de adaptarse, aboliendo su necesaria independencia, a los designios de las mayorías producto de esa representación.
De ahí que convenga aclarar la indudable y corrosiva confusión en que incurren tales pretensiones, basadas en un erróneo entendimiento de lo que la democracia y el Estado de derecho significan. En una democracia constitucional (única forma auténtica de la democracia), ni las instituciones estatales ni las mayorías políticas reflejadas en el Parlamento ostentan la soberanía, que sólo pertenece al pueblo y que este ejerce en el momento constituyente y, limitadamente, en el momento de la reforma constitucional, pero no a la hora de elegir a sus representantes, pues la soberanía es indelegable. En consecuencia, el pueblo no transmite a esos representantes un poder omnímodo para actuar.
Por ello, la Constitución impone necesariamente a los poderes constituidos unos límites que de ninguna manera pueden traspasar. Si pudiesen hacerlo y no existieran frenos que los detuvieran, la Constitución habría desaparecido como norma jurídica suprema de obligatoria observancia.
No cabe, pues, apelar a la democracia en abstracto para oponerla al “imperio de la ley”. La democracia solo puede referirse a un tipo concreto de esta: la democracia constitucional, que, para garantizar las libertades ciudadanas, establece la limitación del poder. Esa limitación se asegura mediante controles sociales (los ejercitados por una comunidad de ciudadanos libres e iguales en su libertad haciendo uso de sus derechos a criticar los abusos del poder), controles políticos (el control parlamentario y el control electoral) y controles jurisdiccionales (los ejercitados por unos jueces solventes e independientes).
Sin los primeros (los controles sociales y políticos), el Estado democrático no puede funcionar. Sin los últimos (los controles jurisdiccionales), el Estado de derecho no puede sencillamente existir. Por ello, en el Estado constitucional, democracia y Estado de derecho conforman una realidad inescindible (así lo declara, rectamente, el art. 1.1. de nuestra Constitución). De manera que eliminar uno de esos dos elementos sería, sin duda, eliminar la Constitución.
Nuestro Rey, Felipe VI, dándonos un buen ejemplo, lo ha expresado de manera muy clara en diversas ocasiones, entre ellas, en su mensaje navideño de 2023, cuando dijo que “fuera de la Constitución no hay democracia ni convivencia posibles, no hay libertad, sino imposición, no hay ley, sino arbitrariedad. Fuera de la Constitución no hay una España en paz y libertad”.
La sumisión a la Constitución, esto es, a una Constitución auténtica que, frente a todas las decisiones políticas, garantiza los derechos fundamentales y la división de poderes, es el único camino para evitar el despotismo. En este punto conviene no olvidar que, además de la división entre el poder legislativo y el poder ejecutivo (relacionados, y no sólo en los regímenes parlamentarios, pero funcionalmente diferenciados), la división entre los poderes políticos y el poder jurisdiccional ha de ser de estricta separación, esto es, basarse en la independencia y en la no politización de los órganos judiciales. Ojalá que en la España actual no se consumen los intentos que ahora se hacen para eliminar esa independencia, sin la cual, como ya he indicado, el Estado de derecho dejaría de existir.
Dicho lo anterior, conviene volver a lo que en los Estados Unidos está sucediendo y que ha dado pie a este artículo. Confío en que una Constitución bien equilibrada como la de aquel país consiga frenar las pretensiones despóticas del presidente Trump. Al menos, el poder judicial de la federación ya ha dado muestras de ello, no solo por las resoluciones que está dictando, sino también por la firme reacción pública del presidente del máximo órgano jurisdiccional federal, el Tribunal Supremo de EEUU, ante los términos insólitos e inadmisibles utilizados en la frase que he citado al comienzo de este artículo. Su respuesta ha sido inmediata y contundente: no solo ha reprochado severamente esos términos, sino que también ha dejado bien claro que los jueces son independientes y que actuarán sometidos únicamente al Derecho y no al servicio de cualquier directriz política que pretendiera coartarlos.
Al margen de la distinción, allí, entre jueces progresistas y jueces conservadores (el propio presidente del Tribunal Supremo es tenido por juez conservador), la independencia de los jueces federales, incluyendo a los que componen el Tribunal Supremo, es un valor, también allí, tradicionalmente aceptado y respetado. Favorecido quizás por el carácter vitalicio de su designación. Y, aunque aquella distinción (entre jueces progresistas y jueces conservadores) haya podido reflejarse en determinadas sentencias del Tribunal Supremo, es muy probable que, cuando estén en cuestión las bases principales de la Constitución, ello no suceda. Es lo que se ha visto ahora en la actuación individual de algunos jueces federales, y también lo ha dejado bien claro, con carácter general, el propio presidente de ese tribunal cuando desde el poder político se ha tratado de socavar la esencia misma del Estado de derecho.
En definitiva, frente a los intentos de destruir o tergiversar la democracia constitucional, la lucha por el Estado de derecho y por su auténtico sustento, la independencia de los tribunales frente al poder político, es un esfuerzo que no se debe abandonar. Así se hará, espero, en los EEUU, y así debería hacerse en otros países, entre ellos el nuestro, que están sufriendo amenazas de análogo sentido al de la inicua frase allí proferida por un alto cargo del poder ejecutivo que, con impudor e insolencia, no solo desconoce o desprecia lo que significa la democracia constitucional, sino también que el Estado de derecho, el rule of law, en su formulación anglosajona, esto es, “el Gobierno de las leyes y no de los hombres”, es un principio profundamente arraigado en la cultura jurídico-constitucional norteamericana.
Los jueces, solo sometidos al imperio del Derecho, no pueden estar supeditados a instrucciones o mandatos provenientes del poder político. En tal sentido, los jueces norteamericanos, a la hora de dictar sus decisiones, “no se han enterado” de quién ha ganado las elecciones. Efectivamente, así es y así debe ser.