MONARQUÍA Y MODERACIÓN
Quizás algunos de ustedes, dilectos lectores, me harán el honor de recordar un artículo mío *, publicado en esta cabecera (21/06/2024), al que titulé ‘Monarquía y presencia’, en el que señalaba que esta nota, la de la presencia del rey, ya fuese a la vista en un momento determinado o ya evocada en la lejanía palaciega, en la que se sabe que esta constituye la manifestación más sólida de las actuales monarquías parlamentarias. Su presencia en cualquier acto o ceremonia los dota de un plus en la escala del honor y la jerarquía y en ellos el rey ocupará el primero e indiscutido lugar de respeto.
Bien, ya lo tenemos ahí, ya sabemos que está, pero a esa presencia la arropan además una serie de atribuciones constitucionales, que en concretas circunstancias pueden hacernos pensar que de él emane una precisa actividad, no detallada en su posible contenido directamente por la Constitución, pero sí legitimada en ella mediante una mención genérica. Tal es el caso del texto en el que se nos dice que el rey “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”.
¿Qué facultades o poderes se le atribuyen al rey al asignarle estas funciones?
En su respuesta al interrogante, la tendencia de los comentaristas es o bien la de la sequedad o bien la de adentrarse en un vago posibilismo.
Los primeros, en una visión estrictamente jurídica, afirman sin más que la función moderadora que se cita en el precepto en favor del rey no le atribuye competencia específica alguna, distinta de las restantes que establece a su favor la Constitución, de modo que a lo más que alcanzaría sería a la eventualidad de dar su consejo al poder político, al cumplir este la obligación constitucional de dialogar con el rey, es decir, al asumir el conocido concepto inglés de que, bajo una monarquía constitucional, el rey goza del triple derecho de ser llamado a dar su opinión, de animar y de hacer sus advertencias, según dejó descrito Walter Bagehot en su clásico texto La Constitución Inglesa.
Con base en estos convencionales derechos, está el que le otorga con fuerza jurídica nuestra Constitución, en curiosa finta cortesana, a “ser informado de los asuntos de Estado y presidir, a estos efectos, las sesiones de Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno, a petición del presidente del Gobierno”. Digo que en curiosa finta cortesana, porque al lado de la obligación absoluta de tenerlo informado, cuyo cumplimiento se muestra especialmente visible en el hábito del despacho semanal con el presidente del Gobierno, la facultad de presidir el Consejo de Ministros se somete a una doble condición constitucional: la libre iniciativa política se le da al presidente, pero, una vez está activada como requisito previo, se le reserva al rey la decisión de acogerla o no, por ser el titular del derecho a ser informado y por eso quien puede fijar si le es necesario servirse de este medio excepcional de informarse. En definitiva, una concesión de la política a la jerarquía del honor.
Por otra parte, la situación de preminencia del rey como jefe del Estado vitalicio, le permite absorber conocimientos derivados de su trato con gran parte de quienes tienen algo que decir en España, según una costumbre que había implantado Juan Carlos I, de llamar a la Zarzuela a políticos, presidentes de las instituciones públicas, intelectuales, empresarios, profesionales de élite, con cuya conversación adquiere sabidurías que le permiten dar solidez a sus advertencias de peligro al Gobierno o a sus ánimos de adelante.
En cuanto a los segundos, los del posibilismo, situados en un plano más político que jurídico, se inclinan por una visión más generosa de la norma. Según su criterio, siempre que hubiere una desnaturalización o paralización grave en el funcionamiento de los órganos de mención constitucional, el rey podría, o más bien debería, hacer una advertencia formal sobre lo inasumible de la situación, aceptando incluso que, de no tener efecto la formulada en el sigilo de una audiencia, podría hacerla valer en una intervención pública, lo que les ha llevado a algunos a pensar que, para el mejor acierto en este tipo de delicadas actividades, sería conveniente que tuviera a su servicio un Consejo de la Corona, formado por personalidades de reconocida solvencia, que le asesorasen en las zonas más brumosas a la hora de decidir, opción que se barajó en el trámite de redacción de la Constitución a instancia de Laureano López Rodó, pero que fue rechazada.
En todo caso, lo que objetan quienes se mantienen más abiertos a las posibilidades constitucionales de actuación del rey en sus funciones moderadoras, es que ante situaciones de auténtica, profunda y prolongada irregularidad en el funcionamiento de las instituciones, lo que se oiga desde el rey sea solo su silencio.
Veamos un ejemplo reciente: durante más de un lustro, el principal partido de la oposición mantuvo la insólita postura de que mientras no fuese modificada la ley, en el sentido de que la elección de los doce jueces y magistrados llamados por la Constitución a formar parte del Consejo General del Poder Judicial fuesen elegidos por sus pares, no por los diputados y senadores, sus grupos parlamentarios no cumplirían la ley vigente, que les obligaba a proceder a la elección. A esta espasmódica decisión respondió el Gobierno con la también insólita de sacar adelante una ley, por la que se privaba al Consejo, en funciones durante años, por haber agotado su periodo de mandato sin haber sido renovado, de su potestad constitucional de hacer nombramientos para los puestos de mayor relevancia de la judicatura. Finalmente, lo insólito culminó en una sentencia del Tribunal Constitucional, en la que se daba aval de constitucionalidad a la -en mi opinión- semejante inconstitucional decisión.
He ahí tres sucesivos disparates, gravemente torticeros y que, con prolongación en el tiempo, adolecieron gravemente a la Justicia en España.
¿Se oyó la voz del rey?
Hay que pensar que, por supuesto, en atención a su función moderadora, sin duda hizo valer su preocupación y consiguiente advertencia a los implicados en las audiencias que hubiere tenido con ellos, pero ¿en algún momento pudo o debió ser más explícito en público?
Aún en caso afirmativo, la moderación en el ejercicio de su propia función moderadora le impedía someter a advertencia la sentencia del Tribunal Constitucional, en cuanto resolución firme afirmativa de la constitucionalidad de la ley, así como a la propia ley, una vez promulgada con su sanción, por lo que su actividad de advertir tendría que haberse limitado a la posición de voluntario incumplimiento de la ley por el principal partido de la oposición.
Un delicado y obligado equilibrio, el de su majestad
* Artículo publicado en el Faro de Vigo del 21 de junio de 2024:
Monarquía y presencia; por Ramón Trillo
Victoria de Hannover fue reina de Gran Bretaña e Irlanda desde el año 1837 hasta su muerte, en 1901. Nieta de Jorge III, que con asiduidad desvariaba, heredó el trono porque sus tíos, Jorge IV y Guillermo IV, hermanos de su padre, el duque de Kent, habían hecho fecunda siembra de vástagos, aunque ninguno con la legitimidad requerida para ser alzado a la condición de rey. Su entronización produjo un inicial efecto adverso: el rey de Inglaterra dejó de ser también rey de Hannover, porque en este reino de Alemania regía la Ley Sálica, que vetaba a las mujeres para este menester.
Durante su reinado, el país alcanzó la cima. Su dominio imperial, científico, industrial y financiero fue indiscutible. En favor de esta brillante ruta todos habían empujado. En política, desde el pío y liberal Gladstone, siempre arropado en jaculatorias bíblicas, hasta el tan enrevesado literato como extraordinario político que fue Benjamín Disraeli, judío y tory, por el que la reina no disimulaba su especial afecto y al que acabó haciendo conde de Beaconsfield.
Todo esto acontecía mientras ella estaba allí, pero nada de los espectaculares inventos, de las nuevas industrias a las que se aplicaban, de las victorias militares, de los éxitos políticos y económicos, del dominio de los mares eran su obra, a pesar de lo cual, todo, hasta el nombre de aquella grandeza, le fue atribuido: la Era Victoriana.
Pequeña, redondeada por los años de cuerpo y faz, la melena blanca, en uno de sus retratos, ya mayor, aparece sentada, hogareña, con el brazo izquierdo doblado en ángulo agudo, el codo apoyado en una mesa cubierta de terciopelo, la mejilla reposada en el dorso de la mano, como si descansara de no haber hecho nada y sin embargo ella era la reina constitucional de un país sin Constitución escrita, a la que se dirigían todas las miradas cuando se hacía presente. Su presencia era la de su propio reino.
Es esta noción, la de presencia, la que a mi modo de ver mejor define el sustrato de la esencia básica, la manifestación más profunda de las actuales monarquías parlamentarias. Hablando en redichos términos metafísicos, podría decirse - con perdón de los filósofos- que en ellas potencia y acto son simultáneos. Es su presencia, la presencia a secas del rey, ya sea inmediata y física, a la vista, ya sea evocada allá, en la lejanía en la que de todos modos se sabe que está. Muchos a esto lo llaman símbolo, una función simbólica, pero yo pienso que es algo más próximo, con toda evidencia más carnal y por eso más intenso y a la vez más volátil. Más volátil porque las banderas, por ejemplo, símbolos clásicos por excelencia, en su objetividad a lo más que se aventuran es a un estético flamear. No así los seres humanos, los reyes o las reinas, que, soportes de la realeza, optan no obstante a la común amplitud de posibles rasgos de la conducta humana: la virtud o el vicio, la lucidez o la opacidad mental, la valentía o la cobardía, la sutil elegancia o la tendencia a la ordinariez, la vana vanidad o el sólido orgullo, el engolamiento o la elegante sencillez.
En cobertura parcial de los riesgos inherentes a estas fluidas variables en su ser personal, los reyes tienen a favor que su mera presencia, sin más decir, marca honor y jerarquía: los actos políticos, sociales, académicos, militares o de cualquier otra naturaleza suben de escala cuando el rey está presente. El eventual deseo personal de los otros protagonistas de exhibirse o de distinguirse queda vinculado a su cercanía, recibiendo así los políticos y quiénes se consideran élites de mando en plaza el feliz mensaje para los ciudadanos de a pie de que no se engallen, que hay allí alguien que siempre que esté recibe y recibirá más respeto que ellos. Como la kipá judía, el rey irradia un contexto que pesa: por alto que estés, hay alguien que está por encima de ti y ese alguien va a permanecer. Es la distinción entre el poder supremo y el rango supremo de que hablaba Bagehot, el comentarista decimonónico de la Constitución inglesa.
La prestación del estar de los reyes es muy observable en el ámbito internacional: pocos saben quiénes son los transitorios primeros ministros de Dinamarca o de Holanda, pero todos identificamos la presencia permanente en su día de la reina Margarita o del rey Harald y, bajo su mirada, el firme caminar ondulante de sus democracias.
La presencia real resulta especialmente tonificadora en los países que fuimos un día un imperio de calidad universal. Esto es, primero España, después Inglaterra.
Lo tengo dicho y ahora lo repito: ese formidable rey de España que ha sido Juan Carlos I, durante las décadas de su feraz reinado jamás bajó el tono de su especial afecto y atención para los que nos son más próximos en el mundo, aunque lejanos en la geografía, las gentes de la América que un día fue española, la que ha hecho que nuestra historia merezca el calificativo de universal, con la que compartimos lengua, sangre y un sustrato moral común, rastreable en la extensa vigencia en el tiempo y el espacio de la religión católica. Su presencia allí fue constante. Sin jurisdicción alguna sobre aquellas tierras que durante más de trescientos años habían sido gobernadas por sus antepasados, cuando estaba presente él no era para ellos el rey de España, él era simplemente el rey. No había otro ni nadie tan aceptado en su preeminencia. Las Cumbres Iberoamericanas se alzaban sobre el coturno de su presencia y nunca dejó de asistir personalmente a las tomas de posesión de los presidentes de la república de allá, a los que con tanta satisfacción y agasajo recibía después de visita en Madrid. Ellos sabían - y por supuesto lo siguen sabiendo del actual rey de España- que ante él estaban en presencia de la única pieza neutral del complejo mundo iberoamericano, la única pieza que a todos ellos los abarcaba con la misma mirada y que esa mirada permanecía, que siempre estaba ahí para lo que hubiere lugar.
¿ Y además de la presencia, hay algo más?... Por supuesto, pero eso necesita de otras palabras...