HUMANIZAR LA POLÍTICA
“La democracia es el mejor de los sistemas políticos, con todos sus retos y debilidades. Pero la democracia la construyen seres humanos libres y respetuosos con el sentido de la justicia, que estén dispuestos a humanizar la política, es decir, a recuperar al ser humano en el centro de las decisiones. Y sobre todo a tomar decisiones en las que prima la mejora de la sociedad, y no sólo las prioridades partidistas”
LAS ultimas noticias sobre la campaña presidencial americana, han abierto conversaciones importantes sobre la situación real de la democracia y de las instituciones, en un país culturalmente plural y diverso. La renuncia de Joe Biden y la irrupción de Kamala Harris como candidata, superan de algún modo el estereotipo tradicional del poder en aquel país. Pero la situación es Estados Unidos no es única. La democracia está viviendo momentos difíciles, también en Europa y en otros países que, tras el proceso de descolonización del siglo XX, también han abrazado la democracia como sistema político. A pesar de los muchos avances hacia este sistema político, el último informe publicado por la OCDE sobre gobernanza inclusiva, muestra que más del 50 por ciento de los países del mundo viven todavía en regímenes autoritarios. Probablemente la cifra más elevada en los últimos decenios. Y en muchos casos, se han utilizado los cauces democráticos para recortar libertades y de algún modo consolidar prácticas autoritarias.
La cuestión inmediata es plantearse cuáles son las causas. Por qué razones, en sistemas con instituciones que aseguran la separación de poderes y la protección de los derechos y libertades fundamentales, la democracia está en un momento de crisis. El libro de Levitsky y Ziblatt (‘How democracies die. What history reveals about our future?, Viking 2019; traducido al castellano con el título, ‘Cómo mueren las democracias: lo que la historia revela sobre nuestro futuro’, Booket 2021), es elocuente para descifrar dichas causas.
Los autores señalan que la polarización, los distanciamientos de las convenciones políticas no escritas y una creciente guerra institucional, conducen a una democracia sin guardarraíles sólidos. De este modo, el Estado se puede convertir, en palabras de Duke Jedehiah Purdy, en un “microcosmos de la política hiperpartidista y la creciente desconfianza mutua del país”.
Este escenario, ciertamente sombrío, muestra que la democracia ha funcionado apoyándose en dos normas que con frecuencia se dan por supuestas: la tolerancia mutua y la contención institucional. Utilizando el caso americano, nuestros autores señalan que la Constitución estadounidense no recoge que haya que tratar a los rivales como contrincantes legítimos por el poder y hacer un uso moderado de las prerrogativas institucionales que garanticen un juego limpio. Sin embargo, sin estas normas, el sistema constitucional de controles y equilibrios no funcionará como esperamos.
En el caso americano, la genialidad de la primera generación de dirigentes políticos en aquel país, que podría aplicarse a muchas otras sociedades, no se basó en la creación de instituciones infalibles sino en que además de diseñar instituciones bien pensadas, poco a poco instauraron un conjunto de creencias y prácticas compartidas que contribuyen al buen funcionamiento de las instituciones, y que empiezan por una base consolidada de libertad individual y de igualdad. En este proceso, la tolerancia y la contención institucional son principios que indican a la clase política cómo comportarse, más allá de los límites de la ley, para que las instituciones funcionen.
Para ello, hace falta la regeneración de la vida política, es decir, otro modo de gestionar la sociedad, que siguiendo la pauta propuesta por Naciones Unidas en la Agenda 2030, reclama recuperar al ser humano en el centro, y gestionar lo público en términos sostenibles. Esta aspiración, que se ha mostrado históricamente como elemento indispensable de una democracia fuerte y sólida, reclama altura de miras, respeto, tolerancia, diálogo y una convicción seria acerca del bien común.
Recordando la historia del caso chileno, los autores citados afirman que las coaliciones más eficaces son aquellas que congregan a grupos con concepciones distintas( incluso discordantes) sobre múltiples asuntos. No se construyen entre amigos, sino entre adversarios. Y esta apuesta no implica en ningún caso abandonar las causas que defendemos, sino pasar por alto temporalmente discrepancias con el fin de hallar un terreno común moral. La necesidad de asegurar la mejora de toda la sociedad, poniendo al ser humano en el centro, es una convicción, que se debería manifestar en los hechos y las decisiones políticas de quienes tienen responsabilidades públicas en cualquier democracia, humanizando la política. Los acuerdos, la conversación, el diálogo y el respeto que facilitan llegar a acuerdos entre “adversarios” políticos, permiten no sólo dejar de ver al que piensa diferente como un enemigo, sino asumir que la riqueza de una sociedad es la diversidad y el pluralismo. Y para garantizarlo, hay que trabajarlo en el día a día del debate político.
Parafraseando a Hanna Arendt, la gran defensora del pluralismo, por mucho que nos afecten las cosas del mundo, por mucho que nos conmuevan y estimulen, se vuelven humanas para nosotros sólo cuando podemos discutirlas con nuestros iguales. Y para hablarlas, debatirlas y buscar soluciones es necesario un verdadero diálogo, basado en la palabra y en la transparencia, que son el presupuesto de toda decisión justa. Teniendo en cuenta que la justicia es -según dejó dicho también Arendt- un imperativo moral. Pero la justicia se articula sobre la propuesta de Ulpiano, de dar a cada uno lo que le corresponde. Y esta finalidad no se construye sobre el relato, sino sobre la realidad del respeto a la libertad y a la igualdad de cada uno de los seres humanos.
La democracia es el mejor de los sistemas políticos, con todos sus retos y debilidades. Pero la democracia la construyen seres humanos libres y respetuosos con el sentido de la justicia, que estén dispuestos a humanizar la política, es decir, a recuperar al ser humano en el centro de las decisiones. Y sobre todo a tomar decisiones en las que prima la mejora de la sociedad, y no sólo las prioridades partidistas.
Para eso es necesario contar con líderes responsables, es decir (siguiendo a Arendt) con responsables políticos que asuman que la libertad no es un hecho, sino un deber y una responsabilidad; que la igualdad no significa identidad, sino reconocimiento de diferencias y respeto mutuo; y que el poder sin responsabilidad es la raíz de la corrupción y del abuso de poder. La humanización de la política es el gran reto pendiente, en Estados Unidos y en las sociedades occidentales, en las que superando la polarización se abra la puerta al diálogo, al respeto, a la transparencia y a la tolerancia.