GUERRA Y ARTE
He vuelto a ver una película ya antigua, ‘El tren’. En ella, la resistencia francesa actúa para evitar que un comandante nazi, amante de la pintura impresionista, se lleve a Alemania la colección que entonces se encontraba en el museo Jeu de la Pomme, en París. La película plantea un dilema ético: ¿se puede justificar la muerte de todos los que intervienen en la acción para evitar que la colección se vaya a Alemania? ¿Es justa la defensa de unas obras de arte en ciertas circunstancias? Al mismo tiempo debemos preguntarnos: ¿es el arte un botín de guerra como acertadamente lo califica Colorado Castellary?
Todas las guerras han propiciado la apropiación, la destrucción, el saqueo de obras de arte. Napoleón fue un maestro, pero no fue el único ni fue el primero; en definitiva, no hizo otra cosa que culminar las directrices de la Revolución, que quería trasladar a París el arte griego y romano como símbolo de la libertad instaurada a partir de la Revolución. Los romanos saqueaban las obras egipcias y griegas y Cicerón se encargó de denostar a Verres por estas acciones; el ‘sacco’ de Roma en 1527 fue famoso. Los talibanes destruyeron los Budas de Bamiyan. Estos ejemplos no sirven para justificar estas prácticas. Por ello, hoy aún se producen reclamaciones sobre el robo de obras de arte pertenecientes a particulares que llevaron a cabo los nazis y declaraciones internacionales que protegen a los propietarios saqueados, como la Declaración de Principios de Washington, de 1998. El caso del Pisarro colgado en el Museo Thyssen y que ha llevado a España a una disputa importante en los tribunales americanos es un ejemplo notable.
También España es un país de vándalos y alanos. Todos se creen con derecho a obtener aquello que es de los demás. Como decía un antepasado mío, en realidad el deseo del vecino se resume diciendo que “si yo no tengo nada, que nadie tenga más”. Leyes bienintencionadas como las desamortizadoras del siglo XIX producen resultados desastrosos: toda la compra, por no decir el expolio, producido en bienes muebles e inmuebles durante el siglo XIX y buena parte del XX permitió la salida, en aquel caso legal, del territorio español de patrimonio importante. Pero nada que ver con lo ocurrido durante la Guerra Civil.
La Guerra Civil produjo diferentes tipos de víctimas: quienes perdieron la vida fueron las víctimas principales; vergüenza para sus victimarios. Pero hubo quienes la mantuvieron, aunque se quedaron sin nada: desde los tenedores de dinero republicano que perdió su valor sin más y que nunca se vieron compensados, hasta quienes, poseedores de importantes o no tan importantes colecciones de arte o bibliotecas, vieron cómo desaparecían. Hay algunos nombres en ambos bandos de la contienda: el duque de Alba, que recuperó casi en su integridad su patrimonio al acabar la Guerra Civil, mientras que el alcalde republicano de Madrid, Pedro Rico, se vio privado de su colección después de la guerra, que no ha aparecido jamás; el naviero De La Sota, cuyos herederos van recuperando bienes, algunos identificados al verlos colgados en un parador de turismo, o José Sicardo, el ‘coronel rojo’, gobernador militar de Alicante, casado con una heredera del historiador Carderera, cuyos sucesores no han recuperado nada. Y supongo que habrá muchos más que no han querido significarse durante el tiempo en que el arte ha sido un botín de guerra.
Ahora las víctimas de estos saqueos vislumbran un rayo de esperanza: en esta contienda entre vándalos y alanos se ve aparecer una posibilidad lejana: la que les ofrece, supuestamente, la reciente Ley de Memoria Democrática. Entre sus disposiciones figura la de su reconocimiento como víctimas. Así, los titulares de las colecciones desaparecidas o del dinero ‘rojo’ entregado sin compensación han visto reconocida su condición. Y como tales víctimas tienen derecho a un resarcimiento. Que no les compensará de la pérdida de sus bienes, de los años durante los que sus bienes estaban en paradero desconocido, del miedo a reclamarlos en épocas oscuras y de la incomprensión de porqué ello sucedió.
Aquí volvemos a plantearnos el dilema ético del que hablaba al principio, porque frente a los crímenes y la muerte en las cunetas de cientos de personas, ¿qué importancia tiene la recuperación de una colección de obras de arte?
Vayamos por partes. El problema principal no es de orden material únicamente, sino de vulneración de los derechos humanos y del quebrantamiento de la dignidad inherente de la persona. Es evidente que la pérdida de los bienes materiales no es equivalente a la pérdida de la vida. Pero el arte es un bien inherente a esta dignidad; solo las personas crean arte y coleccionarlo incrementa este Patrimonio de la Humanidad del que todos somos un poco propietarios. El arte se puede comprar y vender; se puede disfrutar o no, pero su robo por motivos políticos no es nunca justificable. Y por ello, la Ley de Memoria Democrática reconoce a los expoliados la cualidad de víctimas con derecho al resarcimiento, en la línea de declaraciones internacionales y de las directivas europeas. Quien vendió una obra de arte a cambio de un pasaporte que le salvaba la vida, o quien escapó para salvar su vida y dejó en su casa una importante colección de la que se incautaron los vencedores, tiene derecho al resarcimiento porque su dignidad ha sido vulnerada. Y ello exige una reparación.
Pero ¿qué puede quedar después de más de 80 años? ¿Cómo se puede identificar lo que estas personas perdieron? ¿Y si terceras personas de buena fe adquirieron la propiedad de alguna obra de arte sin saber su origen? Es cierto que quienes perdieron su propiedad en manos de vándalos y alanos, que de todo hubo, tienen en sus manos unos recibos, por así decirlo, con listas de objetos, pinturas, esculturas, bibliotecas, etcétera. Pero algunos no son identificables; otros se han perdido para siempre; otros no se han perdido para todo el mundo, puesto que influyentes personajes y algunos museos recibieron objetos incautados, que nunca devolvieron. Como otras víctimas, estas personas quieren recuperar su dignidad perdida. Y esperan que funcionen las previsiones de la ley de Memoria.
El dilema al que me referí al principio es insalvable. Malos tiempos para plantearlo.