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¿Es Europa la solución?; por Belén Becerril Atienza, profesora titular de Derecho de la Unión Europea de la Universidad CEU San Pablo

22/11/2023
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El día 22 de noviembre de 2023 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Belén Becerril Atienza en el cual la autora considera que las instituciones europeas cuentan con instrumentos jurídicos y capacidad política para poner límites al Gobierno de España si, en su deriva iliberal, socava gravemente el Estado de Derecho.

¿ES EUROPA LA SOLUCIÓN?

Tras conocerse la proposición de ley en virtud de la cual se concedería la amnistía a cambio de siete votos, y el acuerdo firmado por el PSOE con Junts del que trae causa directa, muchos españoles han dirigido su mirada a Europa. Mientras el Gobierno impulsa una amnistía que prometió que nunca tendría lugar, muchos ciudadanos se preguntan si es posible que, en un Estado de la Unión Europea, una minoría parlamentaria pacte una amnistía con sus beneficiarios directos, socavando gravemente la autoridad del poder judicial, a cambio de los votos que le permitan sumar la mayoría necesaria para lograr la investidura de su candidato como presidente del Gobierno. ¿Puede la Unión Europea frenar esta burla de la división de poderes? ¿Puede poner límite a semejante erosión de nuestro Estado de Derecho?

En otro tiempo la respuesta habría sido negativa. Durante muchos años, las competencias europeas se centraban en la economía. La adhesión a la Unión requería que los estados candidatos cumpliesen los Criterios de Copenhague, que incluían la existencia de instituciones estables que garantizasen la democracia, los derechos fundamentales y el Estado de Derecho. Sin embargo, una vez dentro, la Unión carecía de mecanismos para reaccionar en el caso de que se produjese una deriva que alejara a uno de los estados miembros de los estándares europeos. En esto consistía la Paradoja de Copenhague: el cumplimiento de los valores en los que se basa la Unión estaba sujeto a control regular solamente hasta el momento en el que se producía la adhesión.

Esta situación comenzó a cambiar tras la caída del Muro de Berlín. Ante la inminencia de la ampliación de la Unión a los países de Europa central y oriental, que tenían una corta trayectoria democrática y se habían caracterizado, precisamente, por la vulneración sistemática de los derechos fundamentales y del Estado de Derecho, la Unión se fue dotando de procedimientos con el fin de que sus instituciones pudiesen responder a una vulneración de sus valores.

Entre ellos estaba el hoy célebre artículo 7 del Tratado de la Unión Europea, que contiene un procedimiento preventivo que puede incoarse de existir un riesgo claro de violación grave de los valores comunes, pudiendo dar lugar a la adopción de recomendaciones. Seguidamente, un mecanismo sancionador permite a los representantes de los gobiernos sancionar al Estado que vulnera grave y persistentemente los valores europeos, hasta el punto de poder retirarle el derecho de voto, la máxima sanción prevista por el Tratado. La dificultad, no obstante, radica en la necesidad de que el Consejo Europeo constate previamente, nada menos que por unanimidad, la existencia de tal vulneración.

No deja de resultar irónico que la primera vez que se planteó seriamente la posibilidad de usar el artículo 7, en el año 2000, el Estado en cuestión fuese Austria, una democracia consolidada, en lugar de un Estado poscomunista procedente de la gran ampliación. Posteriormente, la Comisión manifestaría su inquietud ante las expulsiones colectivas en Francia en 2010 o el incumplimiento de sentencias del Tribunal Constitucional en Rumanía en 2012.

Sin embargo, los primeros usos del mecanismo preventivo del artículo 7 no se produjeron hasta la llegada al poder de Fidesz en Hungría y de Justicia y Libertad en Polonia. Estos promovieron medidas que reforzaban el poder ejecutivo y erosionaban la división de poderes. La colonización de las estructuras del Estado, mediante la colocación de personas leales, y los ataques a la independencia judicial caracterizaron también la acción de dichos gobiernos.

Hasta ahora nunca se han llegado a imponer sanciones, pues el umbral requerido hace casi imposible su uso. Pero eso no significa que el artículo 7 sea inútil. La Comisión o el Parlamento pueden iniciar el mecanismo preventivo, si consideran que existe “un riesgo claro de violación grave” del Estado de Derecho en un Estado miembro. ¿No es así? Tal medida tendría un fuerte impacto político.

En los últimos años, se han establecido nuevos mecanismos más flexibles. En 2013, la Comisión adoptó el Cuadro de indicadores de la Justicia, en el que realiza un examen comparativo de independencia, calidad y eficiencia judicial. También ha adoptado un Mecanismo marco, mediante el cual puede dirigir recomendaciones al Estado miembro afectado. Algo que ha dado resultados tan pobres como cabía esperar.

Frente a las limitaciones de estos instrumentos, cabe hacer un balance más positivo del uso de los procedimientos jurisdiccionales de los que dispone el ordenamiento jurídico de la Unión. En los últimos años, la Comisión y el Tribunal de Justicia han actuado con determinación, respaldando una novedosa interpretación de los tratados en virtud de la cual se requiere que los estados miembros cuenten con vías de recurso para garantizar la tutela judicial efectiva en los ámbitos cubiertos por el Derecho de la Unión, lo que exige, en particular, que la independencia de sus tribunales esté garantizada. Por consiguiente, una normativa nacional que socave el principio de independencia del poder judicial es susceptible de constituir, a su vez, una vulneración del ordenamiento jurídico de la Unión.

También ha cobrado particular relevancia la posibilidad de retener los fondos europeos. La reciente aprobación del Reglamento de condicionalidad vincula el presupuesto de la Unión al respeto al Estado de derecho. Los reglamentos de los nuevos fondos, como el Plan europeo de recuperación, también contienen cláusulas que permiten condicionar su desembolso. Un poderoso instrumento de presión que, además, ya se ha utilizado en el caso de Hungría.

Estos son, resumidamente, los mecanismos jurídicos con los que cuenta la Unión. Limitados e imperfectos, pero relevantes. Además, la mera posibilidad de recurrir a los mismos dota a las instituciones de una valiosa influencia política. Recuérdese el caso de Rumanía, en 2019, cuando el Gobierno quiso amnistiar políticos condenados por corrupción. Un caso de autoamnistía que frenó la Comisión, y que guarda analogía con el caso español, pues este último, como ha señalado recientemente Le Monde, tiene también “un aire de autoamnistía”, dado que su “redacción deja pocas dudas de que fueron los independentistas los que dictaron las líneas maestras”.

En nuestros días, el Derecho de la Unión puede y debe constituir un límite a la erosión del Estado de Derecho, un cierto sostén. Recordemos que, en octubre de 2020, la reacción de la Comisión dio al traste con la propuesta de la coalición del Gobierno -PSOE y Podemos- que planteaba que el Congreso pudiese elegir a los vocales del Consejo General del Poder Judicial en segunda vuelta, contando tan solo con el respaldo de una mayoría absoluta y, por tanto, sin el amplio consenso de 3/5 requerido hasta ahora. Tras la intervención de la Comisión, la propuesta fue abandonada. Así se puso de manifiesto que se asumía con naturalidad que la independencia del poder judicial ha dejado de ser una cuestión meramente nacional.

En los últimos días, la Comisión ha mostrado su preocupación sobre el concepto del lawfare, una medida a todas luces incompatible con la independencia del poder judicial. Además, el cuidado que los redactores de la proposición de Ley han puesto en excluir de la amnistía los delitos que afecten a los intereses financieros de la Unión muestra que, con razón, miran de reojo la posible reacción de las instituciones europeas.

La Unión cuenta con instrumentos jurídicos y capacidad política para poner límites a la deriva del Gobierno de España, que, con temeridad, ha socavado gravemente la autoridad del poder judicial y burlado la división de poderes. La Unión Europea es mucho más que un mercado interior o un proveedor de fondos. Es un espacio político basado en unos valores compartidos cuya vulneración no es, de ninguna manera, una cuestión meramente nacional. Es también una comunidad basada en la idea de la solidaridad, incompatible con los nacionalismos excluyentes; un proyecto emprendido, hace más de 70 años, precisamente con el fin de dejarlos atrás.

Dicho esto, no debemos perder de vista que, en último término, la respuesta al reto que afrontamos tiene que partir de España. De la fortaleza de sus instituciones y del pulso de su sociedad civil.

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