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¿Amnistía? Sí, pero no; por Juan Antonio Lascuraín, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid

27/10/2023
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El día 27 de octubre de 2023 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Juan Antonio Lascuraín en el cual el autor opina que no toda amnistía está constitucionalmente prohibida, aunque en dicha figura habitan la desigualdad, la inseguridad jurídica y la desprotección de la sociedad.

¿AMNISTÍA? SÍ, PERO NO

La palabra amnistía me evoca mi adolescencia en un país ilusionado: “¡Amnistía y libertad!”. Años después, ya en la Facultad de Derecho, el recuerdo es de un debate tan interesante -pensábamos entonces- como solo académico, estéril en la práctica: ¿cabe la amnistía en la Constitución? Y es que al fin y al cabo, cupiera o no, nadie pensaba que después de la generosa amnistía de 1977 hubiera ya lugar en el Estado democrático a un recurso tan contundente y casi siempre transicional como es el de la amnesia penal: el olvido de concretos delitos que en general se siguen considerando delitos.

Pues mire usted por dónde, aquí estamos ahora unos cuantos lustros después con el debate sobre la amnistía resucitado y popularizado. No se habla de otra cosa. No, claro, porque a los españoles nos haya dado una repentina fiebre por la reflexión constitucional, ni porque tras la condena, hace cuatro años, de los líderes independentistas catalanes se hubiera disparado un imparable runrún por el olvido penal, sino porque la aritmética parlamentaria ha colocado en la agenda política una propuesta de amnistía: la que tendría por objeto los delitos cometidos en torno al sedicente y, a decir del Tribunal Supremo, entonces sedicioso referéndum de 2017 en Cataluña. De su aprobación parece depender la formación de Gobierno y la pervivencia del actual Parlamento.

La pregunta contiene en realidad tres preguntas. La primera es si nuestra Ley Fundamental permite las leyes de amnistía. La otras dos son si, en caso afirmativo, la concreta ley de amnistía que se propone es constitucional y, de serlo, si es políticamente justificable. Para que se apruebe una ley de amnistía haría falta que la amnistía quepa en nuestro sistema; además, en caso afirmativo, que la concreta ley que se apruebe se ajuste a la Constitución; y además, en caso afirmativo, que tal ley constitucionalmente aceptable sea buena para la sociedad española. Necesitamos tres síes, sin que el segundo arrastre el tercero, como a veces se ha tratado interesadamente de hacer ver (por ejemplo, con el aborto o con la prisión permanente revisable): una ley puede ser constitucional, posible, y ser una mala ley, que empeore el mundo, incluso mucho. Como advierte el Tribunal Constitucional, la desestimación de un recurso de inconstitucionalidad de una ley no supone juicio alguno acerca “de su conveniencia, de sus efectos, de su calidad o perfectibilidad o de su relación con otras alternativas posibles” (STC 55/1996).

Vamos con la primera respuesta, muy controvertida entre los especialistas y ante la cual los mejores argumentos inclinan hacia el sí: creo que no está constitucionalmente prohibida toda amnistía. Es cierto que el artículo 62.i) de la Constitución prohíbe los indultos generales, pero esta expresa abolición, inexistente para la amnistía -figura omnipresente en tiempos constituyentes y que por ello tuvo que estar en la cabeza de los parlamentarios-, más bien nos está alertando sobre la posibilidad de esta, que no es un plus sino un aliud otra cosa, en relación con el indulto. El Constituyente desconfía expresamente del poder de gracia en manos del Ejecutivo, pero nada dice de tal poder en manos nada menos que del legislador democrático, “un poder potencialmente ilimitado (dentro de la Constitución)” (STC 35/1982). Más bien lo que hace es presuponer que “la prerrogativa de gracia” es una posible competencia legislativa cuando la excluye, junto con otras, de la iniciativa popular (art. 87.3 CE). Resulta obvio que no habría que excluirla si fuera inexistente y resulta probable que no se está refiriendo solo a algo tan restringido como las posibles modificaciones de la ley de indulto. En fin: ¿acaso habría sido inconstitucional aprobar en 1979 una nueva ley de amnistía si hipotéticamente la de 1977 hubiera sido, como lo fue la de 1976, excesivamente timorata para la concordia pretendida por el nuevo Estado?

Es cierto también que la amnistía -la falta de persecución y sanción de ciertos delitos que lo son en virtud de normas penales que no se cuestionan- choca con la reserva constitucional de jurisdicción del poder judicial, pues “corresponde exclusivamente a los juzgados y tribunales” juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (art. 117.3 CE). El argumento es sólido, una valla bien alta, pero no una pared para la amnistía. Como pasa con tantas leyes, se tratará de un coste que habrá que ponderar frente al beneficio que se espera razonablemente de la norma: uno de los severos costes constitucionales que hacen que las leyes de amnistía sean un recurso anómalo y difícilmente justificable.

Y con ello he comenzado ya a tratar de contestar a las preguntas sobre la legitimación de una concreta ley de amnistía. Su precio en términos de valores y bienes constitucionales es difícilmente exagerable si se tiene en cuenta algo en lo que me parece que merece la pena insistir: amnistiar no es derogar una norma penal porque carezca de sentido, sino inaplicarla a ciertos casos aunque sigamos creyendo en ella. Se trataría de no castigar ciertas malversaciones de dinero público, ciertas desobediencias o ciertos desórdenes públicos graves, a pesar de que, obvio es decirlo, como sociedad seguimos creyendo en la protección penal del patrimonio público frente a los desmanes de sus administradores y en la preservación de la efectividad de las decisiones de las autoridades democráticas o de la paz pública frente a acciones colectivas que comporten violencia o intimidación en las personas o fuerza en las cosas. La amnistía no supone perdón alguno para malversadores, desobedientes o alteradores que cometieron sus conductas delictivas fuera de los límites temporales y materiales que establezca la ley de amnistía.

El lector habrá adivinado ya que la primera víctima de la amnistía será el derecho a la igualdad de los ciudadanos ante la ley (art. 14 CE) (¿por qué mi malversación sí se castiga?), que no en vano está en el frontispicio de la declaración constitucional de los derechos fundamentales. Está después obviamente la protección de los esenciales bienes individuales y colectivos que protegen las normas penales al final inaplicadas, que no para otra cosa están tan antipáticas normas, dedicadas al amargo recurso de encerrar a los ciudadanos y ciudadanas que realizan conductas gravemente lesivas. La disuasión de las mismas queda inevitablemente tocada si los delitos no se detectan, o no se sancionan, o la pena no se cumple. Congelar la efectividad de una norma penal no es cualquier cosa: no lo es para los caudales públicos, para el ordenamiento democrático, para la paz pública. Y queda, en fin, el derecho a la tutela judicial efectiva de las potenciales víctimas del delito (art. 24.1 CE), cuando estas existen, que comprende la legítima expectativa de que el posible delito se persiga y se haga con la seriedad propia de un procedimiento penal.

En la amnistía, en toda amnistía, habitan la desigualdad, la inseguridad jurídica y la desprotección de la sociedad. Son graves costes constitucionales que desde luego no niegan siempre su legitimidad, como nos enseña la historia reciente de España o de Sudáfrica, pero la limitan sobremanera. Una ley de amnistía solo es democráticamente justificable si es necesaria para alcanzar beneficios sociales que sean aún más drásticos que sus elevados costes y que resulten seguramente alcanzables en su virtud. Para realizar esta ponderación, para cerciorarnos de que el negocio es constitucionalmente ventajoso, no sobrará desde luego ni la concurrencia de consenso social (la Ley 46/1977, la gran amnistía de la Transición, fue aprobada por el 93% de los parlamentarios) ni el descarte de todo asomo de autoamnistía.

¿Amnistía? La Constitución no niega su posibilidad, pero será harto difícil su concreta legitimación democrática. Y aquí también nos echa una mano la historia: la historia de su excepcionalidad.

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