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La peligrosa candidez del TC; por Federico de Montalvo Jääskeläinen, profesor de Derecho Constitucional

09/05/2023
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El día 9 de mayo de 2023 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Federico de Montalvo Jääskeläinen en el cual el autor opina que el Tribunal Constitucional parece haberse olvidado de los riesgos de su doctrina.

LA PELIGROSA CANDIDEZ DEL TC

Hace algo más de diez años, noviembre de 2012, el Pleno del Tribunal Constitucional, con una presunta mayoría progresista, resolvía sobre la constitucionalidad de la reforma del Código Civil por la que se admitía en el ordenamiento español el matrimonio entre personas del mismo sexo. Al margen de polémicas que, quizás, el paso del tiempo ha mostrado que pudieron ser innecesarias en una sociedad secularizada, dicha sentencia constituyó un ejemplo paradigmático de la incorporación a la interpretación constitucional de la doctrina norteamericana de la Constitución viva (‘living constitution’). Este aforismo en clave metafórica supuso abandonar la interpretación original y literal de la Constitución en pos de una que la considerara un documento vivo que debe ajustarse a los intereses y nuevos contextos sociales, políticos, económicos o culturales, y sin necesidad de reforma constitucional ‘stricto sensu’, por mera obra de la palabra del Tribunal. La doctrina resuelve, en cierto modo, la paradoja de nuestras democracias constitucionales, que aspiran a que la norma suprema en la que se asientan permanezca en el tiempo, de manera que su longevidad y la ausencia de cambios constantes hagan presumir su fuerza, pero también a que aquélla no se aparte de una realidad social cambiante. Con la doctrina del ‘living constitution’ parecen satisfacerse ambas necesidades. Se posibilita, sin reforma constitucional y vía labor interpretativa, la adaptación de la norma constitucional a los nuevos contextos sociales. Una suerte de hermenéutica que recurre a la sociología.

Pese su utilidad, la doctrina también tiene un grave peligro: conferir al guardián de la Constitución, al Tribunal Constitucional, un poder omnímodo que altere el principio de mayoría sobre el que se articula la democracia parlamentaria. Una suerte de nuevo legislador positivo que altera el rasgo de negatividad que marcó el origen de la jurisdicción constitucional.

Y el propio Tribunal Constitucional de 2012, consciente de las ventajas de la doctrina, pero también de sus notorios riesgos, optó sabiamente por una versión limitada de la doctrina que salvaguardara el papel que para el desarrollo de la Constitución tiene el Parlamento. Y así, el Tribunal incorporó dicha doctrina con respeto del pasado y con una mirada prudente hacia el futuro, para mantener la ‘auctoritas’ de nuestra norma fundamental. En ningún momento el Tribunal dedujo del texto constitucional una suerte de nuevo derecho fundamental de las personas del mismo sexo a contraer matrimonio, algo que la misma Corte había negado en varias ocasiones con anterioridad, sino que dialogando con su pasado, consideró que en la sociedad española del siglo XXI la aceptación social de que las uniones de personas del mismo sexo lo pudieran ser a través de la institución del matrimonio era claramente mayoritaria y que, además, y aquí está la clave de la resolución, que tal posibilidad no estaba prohibida por el texto constitucional en lectura adaptada a la evolución de la sociedad española más de tres décadas después de su aprobación. Es decir, para el Tribunal, la Constitución no confiere a las personas homosexuales una suerte de derecho fundamental a casarse en las mismas condiciones que las personas heterosexuales, pero tampoco lo prohíbe de manera expresa. El legislador goza, pues, de la opción tanto de permitir la unión en matrimonio a las personas del mismo sexo como dotar a dicha unión de otra forma jurídica distinta, como son las uniones civiles, sin que ninguna de ambas opciones pueda considerarse contraria a la Constitución. La decisión del legislador ni era contraria a la Constitución ni venía exigida por ésta de manera que caía en su margen de apreciación. Decisión discutible, pero, en todo caso, prudente.

Una década después el mismo Tribunal parece haberse olvidado de los riesgos de dicha doctrina y, así, ha avanzado hacia una forma de activismo judicial extremo, eso sí, en favor de la mayoría política que ha elegido al mayor número de sus miembros (sic!). Y así lo ha hecho ya en la reciente sentencia sobre la eutanasia y se anuncia que lo hará en breve con la del aborto. En ambas, el Tribunal ni ha dialogado con su pasado, antes al contrario, lo ha borrado, ni ha optado por mantener la legitimidad del Parlamento, a través de la cauta fórmula de no inconstitucionalidad de la nueva forma de interpretar un derecho, en este caso, uno tan relevante como el derecho a la vida proclamado en el art. 15 de la Constitución. El Tribunal no nos dice que ambas normas, la reguladora de la eutanasia de 2021 y la reguladora del aborto de 2010, no sean inconstitucionales, porque, de conformidad con una interpretación evolutiva hay que entender que el derecho a la vida puede admitir diferentes formas de desarrollo por parte del titular de la legitimidad democrática, sino que proclama que de la Constitución se deduce una suerte de amplísimo derecho a la autodeterminación que exige el reconocimiento jurídico del deseo del individuo de que el Estado acabe con su vida, y, más allá, que acabe con la vida de un tercero en formación, el ‘nasciturus’. No se trata ya de un acto que, siendo antijurídico, pueda encontrar una justificación legal por un estado de necesidad, sino de una decisión no solo constitucional sino moralmente plausible.

Y no hace falta ser muy sagaz para concluir cuál es el único propósito de dicha fórmula fuerte de constitucionalismo: blindar el reconocimiento de tales derechos fundamentales ante un previsible cambio de mayoría parlamentaria. Esta se encontrará, en mera apariencia, atada por esta nueva y singular manera de interpretar el derecho a la vida. Sin embargo, la mayoría de los magistrados del Alto Tribunal no solo pecan de ser extremadamente cándidos. Nada impide que un nuevo Tribunal elegido por una nueva mayoría gubernamental y parlamentaria, se pronuncie en sentido contrario ante una derogación o reforma legislativa de ambas leyes, como nos lo ha demostrado una democracia constitucional doscientos años más longeva que la nuestra, a través de la sentencia de la Corte Constitucional norteamericana en Dobbs (quien se niega a dialogar con su pasado legitima expresamente dicha práctica de cara al futuro). Lo realmente grave es que, a través de dicha forma aparentemente astuta de decidir, se promueve la muerte, pero ahora de la propia Constitución y este es el verdadero peligro que encierra tamaña candidez. Se abre un camino hacia la perdición en el que un turno de mayorías generará interpretaciones absolutamente dispares, sin la más mínima conexión entre estos más de cuarenta años de vida del Tribunal Constitucional. Nada nos quedará al final. La Constitución y su Tribunal empezarán a morir.

La paradoja de la Constitución viva radica en que, cuanto más viva esté, extrayéndose de ella ni lo que dice literal o tácitamente, ni lo que una relevante mayoría de la sociedad sostiene, puede provocar la muerte del Tribunal y, como garante de la Constitución, la de ésta. Como dijera el Tribunal de Justicia de la UE hace unos años en debate muy diferente (caso Omega), ni a matar ni a morir se juega, y añadimos nosotros, porque se acaba aniquilando lo que ha sido la clave de bóveda de nuestra paz y prosperidad social, nuestra extraordinaria Constitución de 1978.

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